Tuve derecho a la primera fotografía de mi vida allá por los seis o siete años. Nos fue tomada, a mí y a Hito, por el padre Higino, un capuchino que de tiempo en tiempo visitaba Boa Vista con el objetivo de bautizar a los niños, casar a la gente, poner al día las confesiones y las comuniones y encomendar a los fallecidos durante su ausencia.
La madre de Hito, doña Tchutcha, había llegado a nuestra isla como la primera profesora normalista en ser mandada para allá, como le gustaba decir, chasqueando el pulgar en el gis, y estaba allí para dar el segundo grado de instrucción primaria. Era una mujer alta y flaca, madre de tres hijos, siempre sonriente, que se rehusaba a usar la vara de membrillo o la palmeta para castigarnos. Hito era el tercer hijo y era muy pequeño para su edad; no obstante la diferencia de tamaño, pronto nos hicimos amigos inseparables, tan amigos que no dudé en enseñarle a ayudar en misa y permitir que, en mis ausencias e indisposiciones, me sustituyera junto al padre Higino en la homilía. Esto sucedió hasta que me sentí superfluo y ofendido por doña Tchutcha, y en venganza no sólo le retiré a Hito mi confianza, sino también la distinción del manto rojo que tanto le gustaba.
Todo fue por causa de una broma inofensiva: en aquel tiempo bastaba frotar un cerrillo en cualquier superficie rugosa para encenderlo. Me acuerdo de la admiración y envidia que teníamos de los fulanos habituados a andar descalzos por los campos en medio de pedregales y que tenían la planta de los pies tan hecha suela que les bastaba una pequeña fricción para encender los cerillos. Un día estaba yo perfeccionando el truco cuando Hito apareció y, como en una especie de código fraternal, le tiré un cerillo encendido. Con tan mala suerte, sin embargo, que le entró por el cuello de la camisa junto al pescuezo y bajó por la espalda. Su reacción instintiva fue huir en carrera loca. Corrí tras él, pero cuando lo alcancé ya estaba chamuscado. Una cosita de nada, nomás, apenas un susto que creí que quedaría entre nosotros como un secreto. Pero no, pronto fue a contarle a su mamá. Luego, otro día que fui a buscarlo a su casa, doña Tchutcha, siempre sonriente, me acuso de haber querido incendiar a su hijo. Me llamó endemoniado y dijo que le tenía prohibido a Hito jugar conmigo.
Después del padre Higino pasaron algunos años, y es natural que la fotografía de cuerpo completo no haya sido la segunda en mi vida. Pero ésa es la que recuerdo mejor, por ser una fotografía de estudio que requería un armatoste especial. En aquel tiempo no había fotógrafos profesionales en Boa Vista, de modo que cuando se viajaba a Praia o
Vicente era usual hacer aquello conocido como fotografía de pose. Respeté la tradición y luego de que empecé a trabajar pude mandar a hacerme una. Y también porque estaba en camino de ser conscripto, y ya se sabe que a veces el diablo mete la cola y por lo tanto era necesario dejarle algún recuerdo a la familia.
Mi poeta acostumbraba lamentarse no haber tenido el cuidado, a su debido tiempo, de recoger fotografías de niños de diferentes edades parecidos a él con miras a su futura fotobiografía, cosa que terminaría por sucederme a mí. Esto fue debido a que, al contrario de él, mi entrada al mundo, si no de la escritura por lo menos sí de la publicación, fue muy tardía y se debió a una gran serie de azares, así que la hipótesis de escribir una autobiografía nunca me pasó por la cabeza. Y es que, teniéndome desde siempre por un simple contador de historias, cuando me faltaban oyentes me las contaba a mí mismo y no pocas veces en voz bien alta. Fue gracias a esa manía de hablar solo, aliada al hábito que tenía de andar siempre con un libro metido en el pantalón y escondido entre la camisa, que me gané la reputación en la isla de no estar muy bien de la cabeza.
Mi primera incursión en el mundo de la escritura fue a causa de un naufragio en una noche de temporal, de un barquito de pesca con unos diez hombres a bordo en un viaje Boa Vista/Sal. En ese momento yo debía tener catorce o quince años y me acuerdo todavía de ellos por los nombres propios: Manuel de Tetige, el maestre, joven capitán de islas y costas, casado con Ti Cola, una mujer pavorosamente hermosa y de una sonrisa mansa que poblaba los sueños de nuestra adolescencia. Nho Banda y su hijo Roque, ambos pescadores, él llegado de Santiago hacía tantos años que ya era parte de la familia de los cabreros, un carpintero portugués de nombre Virgílio… Sólo Roque, más o menos de mi edad, escapó con vida, incluso sin un rasguño, un verdadero milagro que él no supo explicar de pie; decía apenas que una ola lo había levantado y dejado entre las piedras donde lo habíamos encontrando temblando de frío. Virgílio murió en la playa, pobre, nadando horas y horas en un mar donde se habían soltado las furias, y sin embargo logró llegar vivo a tierra firme. Cuando lo encontramos todavía respiraba, pero apenas duró vivo el tiempo para que Isabel, su mujer, llegara y lo abrazara a los gritos.
Fue con esos náufragos que descubrí el placer de contar historias por escrito. Todo a lápiz porque, aunque tenía acceso a una máquina de escribir, su sonido me impedía agrupar las ideas. De cualquier manera, le tomé gusto a la cosa, y ya espoleado escribí sobre todo lo que se me vino a la cabeza y hasta a versar, que no a poetar, me atreví. Me acuerdo todavía de un largo poema de amor que le dediqué a una compañera de nombre Valentina, «¡Sentado en la roca de Piedra Alta, pienso en ti!». Se lo ofrecí pasado en limpio en un cuaderno de papel pautado, pero ella apenas lo husmeó y luego lo rechazó, dijo que tenía flojera de leer versos, más aún escritos a mano y en una caligrafía horrible. Yo quedé un poco azorrillado y por eso nunca llegué a decirle que estaba enamorado de ella.
De la tropa en Angola también tengo algunas fotografías con compañeros, en el cuartel y en el bosque. El fotógrafo era un sargento de carrera, responsable del economato, y que había montado un cuarto oscuro en un rincón del depósito de ramos generales, y no sólo nos vendía carísima cada fotografía, le gustaba engañar en las cuentas, siempre a su favor: nueve y tres, trece, decía en voz alta, … ¡ah, mierda, ya me estaba confundiendo, engañando, nueve y tres, catorce! Disculpe, mi sargento, ¡pero nueve y tres son doce! ¡Me estás llamando mentiroso, mira que soy tu superior, no me quieres de enemigo!
Para matar los largos tiempos inútiles de los cuarteles, comencé a recrear mi infancia de fantasías, cuyas páginas, sin embargo, se fueron quedando no sé por qué en maletas, cajones y lugares, incluso porque consideraba que esas historias eran demasiado locas para ser contadas. Eso fue hasta que me crucé con Cien años de soledad y, entre otras cosas, con el hilo de la sangre que recorre todo Macondo y entra en la casa de Úrsula y camina junto a las paredes hasta encontrarla en la cocina para avisarle de la muerte de José Arcadio.
Después de leer a García Márquez volví a las historias para escribirlas y cuando consideré que eran publicables les di el nombre de Historias de Boa Vista. Sin embargo, mi amigo João Nuno Alçada, entonces agregado cultural en la Embajada de Portugal, receló de mi título: van a pensar que son historias del Club de Futbol de Boa Vista, me dijo. Y sugirió Historias verídicas de la isla fantástica. Fue Zeferino Coelho, mi editor en el camino, quien propuso recortar el título y dejarlo en La isla fantástica.
No obstante, no puedo dejar aquí de reconocer públicamente que fue la computadora lo que revolucionó mi escritura, especialmente a través de dos funciones extraordinarias: no hacer ruido y permitirme borrar y volver a escribir como si nada hubiera existido antes. Recuerdo también que cuando por primera vez me encontré con la hoy ya célebre pieza de museo de nombre Amstrad , sentí que, ahora sí, escribir historias con la intención de publicar ya había dejado de ser una mera posibilidad. Por lo demás, admito que el Testamento ha sido el primer libro caboverdiano escrito en computadora. Y, por si acaso, también el último en ser impreso en tipografía. Luego de él fue cuando entramos definitivamente en la era del offset.
En nuestras noches de luna y calor en la Boa Vista de mi infancia, nos sentábamos a la puerta de la casa después de la cena para oír a los mayores contar historias: Nho Quirino, Moriçona, Niche de ti Dodó… Cada uno tenía su propia especialidad. Por ejemplo, Nho Quirino, hombre leído, con una cultura inusual para un trabajador rural, poseedor de un viejo y cochino ejemplar del Lunario perpetuo, tendía más hacia los episodios de historia universal, particularmente las novelas de caballería que dominaba con maestría. Já Moriçona, casi analfabeto, se inclinaba hacia los masones y pateados saliendo o entrando en el mar en las noches de luna llena, todos vestidos de blanco y montados en enormes y bellos rocines blancos con sillines, frenos y espuelas en oro trabajado; Niche era versado en brujas y cachorronas , que él sin temor y como costumbre perseguía para cortarles la cola y a veces incluso las degollaba, siempre sin dejar rastros de sangre o ni marcas de los asesinatos.
Contar historias es un placer que no se compara con estar horas y más horas delante de la computadora en busca o a la espera de inspiración. Ni con esa famosa angustia de los creadores que sienten sobre sí la responsabilidad de transportar el peso del universo o de conducirlo a uno cualquier destino. Los intelectuales con los que primero me despojé y aprendí del mundo del cual Boa Vista era el centro fueron Nho Quirino, brazal de nuestra casa, callado durante el día para toda obra, pero a la nochecita más elocuente que cualquier político hocicón; Moriçona, capador y matador de puercos, decía tener profesión de «catador» porque vivía cachetonamente de las pequeñas chambitas que le pedían hacer; y Niche, pastor de cabras y cuidador de las palomas de Boa Esperança. Todavía hoy, cuando me preparo para contar una historia, tengo presente a un oyente, pero particularmente invoco a esos maestros de imaginación fértil y carcajada fácil que entendían y practicaban el lúdico juego de la vida.
Traducción del portugués de Rafael Toriz
Las cachorronas son seres sobrenaturales con aspecto de perro gigante que atacan a las personas de noche. Se supone que son el espíritu de las mujeres que cumplen penitencia por haber abortado a sus hijos. Se trata de una leyenda típica de Cabo Verde. Un arquetipo sospechosamente parecido la Llorona mexicana. (N. del T.).