La rebelión de la sinrazón / Lobsang Castañeda

Debatirse entre la locura y la cordura. Debatirse entre la razón y la sinrazón. Así se dice. Así se escucha comúnmente. Esto es lo que se dice y se escucha por todos lados.
     Pero, ¿es cierto? ¿Nos encontramos cada día a medio camino de la razón y su carencia? ¿Estamos igualmente próximos a la cordura que a la locura? Si así se dice, si el dicho se dice así, es porque hay algo detrás de él. Una causa subyace al dicho común: «debatirse entre la locura y la cordura» o «debatirse entre la razón y la sinrazón». Creo que valdría la pena saber cuál es.
     Que estemos siempre —en cada cosa que hacemos o dejamos de hacer, en cada sitio que pisamos y a cada momento— entre la razón y la sinrazón, a medio camino de una y otra, resulta, si no aterrador, al menos peligroso, arriesgado, ya que todos los «trayectos existenciales» que podemos emprender (a partir de tal dicotomía) terminan siendo previsibles, unidimensionales. Me explico.
     Estar «entre la cordura y la locura» significa, en última instancia, estar entre la razón y la razón, en medio de lo racional, plenamente situado en lo racional, absorto en sus interiores, sumergido en sus profundidades, pegado a sus pliegues. Significa no tener alternativas. No tener, por ende, salida: estar, como también se dice, atrapado sin salida.
     Debatirse «entre la razón y la locura» no es en realidad un «debatirse» sino un resignarse; un convencerse al fin de que, instalados ya en el sendero de lo racional, no hay nada más que hacer ni lugar a donde moverse.
     La alternativa («o esto o aquello», diría Kierkegaard) no se aplica en este caso, no rige, no funciona. Para que algo esté «entre» (para que algo participe de lo «entre») debe vislumbrar, al menos, dos extremos, dos posibilidades, dos orillas, dos opciones.
     Si entre un polo y otro se juega la libertad entendida vulgarmente, la capacidad de decidir, la inclinación, estar «entre» la cordura y la locura significa no poder decidir-se, cancelar dicha inclinación. La indecisión es, entonces, producto de una lucidez que ve en el binomio razón-sinrazón una misma (sola) cosa.
     Pero, tal vez sea mejor hablar de una tensión no «entre la locura y la razón» o «entre la sensatez y la demencia» sino «entre la razón y la sin-razón», «entre la razón y la falta de razón», «entre la razón y la carencia de razón». Es decir, entre dos auténticos opuestos. Hablar de razón y de falta de razón sería similar a hablar de luz y oscuridad, de claridad y penumbra, del ser y la nada, de presencia y ausencia. Concedámoslo.
     Sin embargo, ¿cómo puede uno estar en la ausencia? En la ausencia no «se está» jamás. En la ausencia no «se está» nunca. Uno no puede, tampoco, situarse en la nada. No puede uno estar en donde, por antonomasia, nunca «se está». No puede uno estar en ninguna parte, en ningún lado, en ningún lugar. Siempre se está en algún lado, en alguna parte, en algún lugar. Perogrullo dixit. Volvamos, entonces, a nuestro asunto.
     «Estar» entre la razón y su carencia significa «estar» en el «entre», en ese «punto neutral» que, al más mínimo paso, se desvanece, deja de ser.
     Si, «estando» en ese «entre», nos inclinamos hacia el lado de la razón, si dejamos de ser entre para aproximarnos (para entrar) al umbral del
territorio ocupado por la razón, entonces no nos queda más que abrazar la tautología y la repetición. También existe un dicho al respecto, «entrar en razón», que significa «recuperar la razón que se ha perdido», reafirmarla, reconocerla como lo único (y lo más) importante. Tenerla como la presencia presente por excelencia.
     En cambio, si «estando» en ese «entre» nos «inclinamos» hacia el lado de la sinrazón, nos dirigimos hacia ella, nos aproximamos y cruzamos el umbral que abre su propio «territorio» (siempre ficticio), simplemente dejaremos de ser, no seremos, no estaremos, no figuraremos y, por ende, no nos será posible desplazarnos hacia ningún lado. Es decir: no podremos movernos ni cruzar umbral alguno. No haremos nada.
     Parece, pues, que ir hacia la sinrazón resulta del todo imposible. Por ello, «el hombre sin-razón» (en caso de existir) no puede nunca decirnos «lo que ve», en dónde «está», qué es «lo que siente», cómo «es» él mismo, cómo «le va», qué «le está pasando».
     La «locura», entendida como sin-razón, es incognoscible, inescrutable y, por lo tanto, intratable-incurable. Los psiquiatras tratan a los que tienen
la razón exagerada, exacerbada, desbordada, pero no a los que «han perdido» la razón o a los que carecen de ella. Esto ya lo ha dicho millones de veces Leopoldo María Panero. Basta con hojear su Aviso a los civilizados para constatarlo.
     La psiquiatría, tal y como la entendemos comúnmente, es un timo, una mentira, un engaño. Esto no quiere decir que no sea útil para «algo» sino que la utilidad que verdaderamente tiene no es la que dice tener, que lo que se propone remediar no es lo que, en realidad, puede curar o corregir.
     Los seres sin razón no pueden ser tratados. Más aún, ni siquiera pueden ser «conocidos». No podemos decir, sin alejarnos de la mentira, que conocemos a alguien sin razón o que estamos acostumbrados a convivir con alguien que, por determinadas causas, claras o misteriosas, ha «perdido la razón».
     No es posible conocer a alguien que ha «extraviado la razón».
     No hay nadie que haya «perdido la razón».
     Todo mundo tiene (y todos conservamos) aunque sea un gramo de razón, una pizca de cordura. Incluso ahí donde parece que ya no queda nada racional o cuerdo. Incluso ahí donde todo es absurdo, ilógico, descabellado, incongruente o inverosímil. Siendo estrictos, los «locos» (en el sentido de los que participan o están sumergidos en la sinrazón) no existen, no están, no son, pues, como afirmaba Hegel, «todo lo real es racional y todo lo racional es real».
     Así, pues, la sinrazón termina siendo un presupuesto de la razón, un postulado racional, un término que sirve para «nombrar» (y, con ello, para adjudicarle razón) a lo desconocido, a lo otro, a la nada.
     En el mundo no hay «locos», no hay «locura», no hay «sinrazón». Sólo hay, y en demasía, mecanismos racionales que intentan nombrar lo irracional.
     Entonces, nosotros mismos no podemos hablar de «locura» (en el sentido de la sinrazón) al escribir. Un ensayo no puede hablar de lo que no existe. En consecuencia, nuestro «tema» (la sinrazón) siempre es y ha sido la razón, los excesos de la razón, los sueños de la razón, podríamos decir, en tanto camino único, en tanto dirección única, en tanto línea recta de la reflexión.
     De la «locura» (en el sentido de la sinrazón) no se puede hablar. De la «locura» no se puede decir nada. Sobre la «locura» no se puede escribir nada.
     Nada.
     Nunca.
     No.
     Tan sólo, utilizando una imagen ilustrativa, dejar un espacio en blanco:
    
     Y tal vez ni siquiera eso, ya que delimitar o enmarcar un «espacio en blanco» es, de alguna manera, medirlo, pronunciarlo, decirlo. Delimitar un «espacio en blanco» es ya convertirlo en un espacio, o sea, otorgarle un
nombre (y, por lo tanto, adjudicarle una razón de ser), una condición,
un lugar en el mundo.
     Pero la nada no se puede delimitar ni señalar. No se puede ilustrar, enseñar (ni en el sentido académico, ni en el sentido fenoménico), circunscribir o detectar.
     La nada es huérfana.
     Este ensayo (que pretendía, en un primer momento, hablar de la sin-razón) es, en realidad, un fracaso.
     La sinrazón (como tema de reflexión y de escritura) es imposible. Incluso decir «imposible» implica ya una manera de forzar a la sinrazón a dejar de ser sin-razón.
     Mejor enmudecer.
     Mejor el silencio.
     «De lo que no se puede hablar hay que callar», dice Wittgenstein.
     Si todo apelar al lenguaje es apelar al ser; si todo el ser es lenguaje; si todo lo susceptible de ser nombrado de alguna manera ya siempre es, entonces lo que no es (por ejemplo, la sinrazón) no puede ser designado con palabras.
     Dice Hans-Georg Gadamer: «El ser que puede ser comprendido es lenguaje».
     La sinrazón no puede ser comprendida porque no es y porque no es lenguaje. Por eso nunca nos debatimos realmente «entre la razón y la sin-razón»; nunca estamos «entre esto y lo otro» cuando hablamos de razón y de sinrazón, porque ya siempre permanecemos en el mismo sitio.
     La sinrazón es, en este sentido, la rebelión máxima, ya que va en contra de la normalidad, el orden y la tranquilidad pública.
     La sinrazón subvierte las leyes del lenguaje y de la representación.
     Sin ser, desobedece y opone resistencia. Sin tener un nombre, despliega una fuerza rebelde.
     Es la seducción del abismo.
     De ahí su poder. De ahí su belleza.

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