DEAD END / Juan Castañeda

Tuve un perro que era ateo, no sé
de qué le vino la necedad; tal vez de papá
que rezó cuando su primogénito se dijo poeta.

Era un bóxer sin pedigrí como su amo, pero grande
y fuerte. Digo que no creyó en dios alguno
porque, hedonista, rechazó prematuro las croquetas.

Papá lo alimentó con res y pollo; decía que vida
de perro no era lo mismo que sufrir.
Cachorro mató los colores de la guacamaya de la vecina.
Después trituró un chihuahueño de bolsillo.

Papá y Goliat cómplices no hacían oración en la mesa;
ocupó mi silla contento de ser parte de la familia.

Murió en las fauces de un perro más pequeño.

Mi padre dolido esta vez no rezó. La muerte
fue una fragilidad que él no confesaría.

Todavía suele recordarlo en la sobremesa: él me quiso
como ninguno de mis hijos. Movía la cola
aunque no hubiera qué comer.

Es lo más cercano que papá estará de hablar con dios.

 

 

Comparte este texto: