Kimberle / Achy Obejas

Alguien me tiene que parar —dijo Kimberle. La respiración hacía borrosas sus palabras, transmitiendo un sonido como un uuuch que me obligaba a alejar el celular del oído—. Bueno, ok, quizá no es que me tengan que parar. Más bien es algo que alguien debiera hacer… pero claro que entonces eso nos deja con el porqué. En fin, ¿qué más da? Quizá todo lo que ocurre es que yo necesito que alguien me pare. ¿Me oyes?
    Y sí, claro que la oía, la oía perfectamente bien. Me estaba pidiendo que no la dejara suicidarse. Todavía no había elegido el método —podía cortarse las venas, o acostarse sobre los rieles del tren en las afueras del pueblo (después admitió que eso nunca hubiera funcionado, que se hubiera levantado al primer temblor del riel, que se hubiera echado a correr, aterrada todo el tiempo de que sus pies se enredaran en los listones y su muerte se considerara un simple accidente… como si ella fuera tan descuidada y vulgar), o sencillamente podía volarse los sesos con una pistola polímera —digamos, una Glock 19— que podía comprar en Wal-Mart o, a mitad de precio, al mismo cretino que le vendía cocaína.
    —Hellooo?
    —Te oigo, te oigo —le dije por fin—. ¿Dónde estás?
    Dejé mi vw Golf en casa y tomé un taxi hasta el bar de mala muerte en que se encontraba; era la única cara pálida en todo el lugar. El individuo de la puerta —un negro que debía de haber sido adolescente en la era de la lucha por los derechos civiles, pero que sin duda se había criado con la cortesía de la generación anterior— respiró aliviado cuando agarré a mi amiga tatuada, la lancé en su carro y me la llevé para la casa.
    Era lo único que se me ocurría y que guardaba cierto sentido para las dos. Kimberle se había quedado en la calle y vivía en el carro —un Toyota Corolla antiquísimo y desbaratado que ahora andaba inestable, con la defensa amarrada con cinta adhesiva. En honor a la verdad, yo andaba bastante inestable también, afligida con la clase de soledad que se siente en las tripas como una náusea crónica que nunca acaba de salir.
    Y era otoño —un tiempo magnífico pero, en nuestro pueblo del medio oeste de Estados Unidos, una estación peligrosa para muchachas de edad universitaria como nosotras. Era como si en estas fechas se produjera una desaparición anual —alguien se esfumaba del dormitorio o no llegaba a la biblioteca. Acto seguido, había un florecimiento de volantes en los postes y murales de anuncios (nunca en los árboles) en que se veía a una muchacha de sonrisa sencilla y se ofrecía recompensa por cualquier información. Como la muchacha siempre era blanca y corriente, había en ella algo familiar. Todos estaban seguros de haberla visto en los predios o en la librería, esperando el autobús o en el Bluebird el fin de semana anterior.
    Puede parecer perverso decir esto pero, cada año, esperábamos por esa desaparición no horrorizadas ni despavoridas ni para buscar nuevas pistas que nos llevaran al culpable. Me había criado en ese pueblo y siempre había sido así: esperábamos con anticipación el alivio. Una vez que el psicópata secuestraba a la muchacha, se aplacaba y eso nos permitía escuchar con menos desasosiego los pasos detrás de nosotros en el parqueo y preocuparnos menos cuando salíamos a hacer jogging al amanecer. Perdonadas de momento, mirábamos con culpa los volantes, que ya estarían descoloridos y rasgados para cuando llegara la primavera y un granjero, al preparar su campo de maíz para la siembra, descubriera a la muchacha entre los restos delicados de la cosecha del año anterior.

Cuando Kimberle se mudó conmigo en noviembre, la muerte anual todavía no se había producido —el carnicero se había retrasado— y yo me preocupaba por las dos, ella en su carro y yo en mi apartamento de planta baja, con la ventana abierta para que mi gato, Brian Eno, pudiera entrar y salir cuando quisiera. La había arreglado de modo que no se podía abrir más de unas pulgadas —era todo lo que Brian Eno necesitaba—, pero eso significaba que nunca estaba cerrada por completo, ni siquiera en lo más crudo del invierno.
    A mi entender, Kimberle y yo éramos presas fáciles. Ambas éramos muchachas varoniles, sonrosadas y tristes. Ella tenía el pelo rubio y lacio, y se le movía como un todo; su rostro era angular, con sombras cinemáticas. (Yo, por el contrario, era suave y algo tropical, con cabellos que terminaban en un carnaval de rizos). Lo que pasaba era que su novia la había descubierto in fraganti y la había dejado. Después, se sumió en la depresión. No podía concentrarse en las clases o en su trabajo en el restaurante, confundiendo órdenes simples, ladrándoles a los clientes, de modo que pronto se encontró en la oficina de empleo (donde su insistencia en salir afuera a fumar le costó el lugar en la cola tantas veces que al fin se dio por vencida).
    Días después, al llegar a su casa al amanecer, Kimberle descubrió que el dueño del edificio, por entero consciente de que no tenía derecho alguno a hacerlo, pero convencido de que Kimberle (ahora con cuatro meses de atraso en el alquiler) nunca lo llevaría a los tribunales, la había echado, apilando todas sus pertenencias en la acera, donde las habían registrado los residentes del International House, el dormitorio de estudiantes del Tercer Mundo con becas que ni siquiera cubrían el costo de los libros. Sólo le habían dejado una raqueta de tenis con las mallas rotas, algunas camisetas (todas negras) de festivales de música femenina, libros de sus viejos estudios de teoría marxista (uno con una nota entre páginas que decía: «COMUNISM IS DEAD!», que nos maravilló por su falta de ortografía), y, para nuestra sorpresa, su iBook estropeado (con la pantalla rajada aunque todavía funcionando).
    Cuando traje a Kimberle a vivir conmigo, no había reemplazado nada y todo cupo en un solo viaje del Toyota. Le di el futón de la sala para que durmiera, vacié una gaveta de mi cómoda, empujé mi ropa a un lado del clóset y le expliqué mi sistema de ordenar compactos, mis horas de trabajo en un negocio de ahumar carnes que quedaba en un pueblo cercano (le prometí que jamás nos faltaría la carne) y le enseñé mis libros.
    Como Kimberle nunca me había visitado después de que yo me había ido de la casa de mis padres —para ser sincera, éramos más bien conocidas que amigas—, recalqué mucho lo de los libros, que había estado coleccionando desde mi primer cheque. Hice hincapié en el librero de primeras ediciones, entre ellas Native Son de Richard Wright, American Dreams de Sapphire, Orlando de Virginia Woolf, una copia rarísima de The Cook and the Carpenter, y una edición limitada de la traducción por Langston Hughes y Ben Carruthers de Cuba libre de Nicolás Guillén, envueltos todos en Saran Wrap. Había también un puñado de libros de memorias de viajes por la Cuba del siglo xix, fascinantes por sus comentarios racistas, y algunos volúmenes firmados por sus autores, que incluían novelas de Dennis Cooper, Mario Szichman e Isabel Miller. Con la excepción de Orlando, ninguno valía mucho, aunque para mí eran inestimables.
    —Éstos nunca salen del librero, nunca se sacan del celofán —dije—. Si quieres leer uno, me lo dices y te conseguiré una copia comercial o una fotocopia.
    —Vale —susurró con desinterés. Se inclinó, agotada, en el futón y puso las manos detrás de la cabeza. La musculatura de sus extremidades tatuadas era elegante y relajada, dotada de una flexibilidad que yo llegaría a conocer después en circunstancias muy diferentes.

Kimberle no llevaba en mi apartamento más de un día o dos (llorando y gimoteando, rechazando la comida con la determinación típica de los que recién tienen el corazón partido) cuando noté que Native Son había desaparecido. Supuse que ella lo habría bajado en algún momento en que yo le había dado la espalda. Fui al futón y miré alrededor y debajo de la almohada. Las sábanas estaban dobladas cuidadosamente, la frazada también. ¿Había estado alguien en el estudio aparte de nosotras dos? No, ni un alma, ni siquiera Brian Eno, que andaba cazando. Me puse a pensar sobre el dilema: ¿cómo preguntarle a una suicida si te está engañando?

Supongo que debía haber estado mucho más preocupada por Kimberle, dada la amenaza del suicidio que con tanta audacia había anunciado. Pero no era así. Asistí a mis clases; cumplí mi horario de trabajo. No boté mis maquinitas de afeitar, no oculté mis cintos ni apagué el piloto del horno. No que no creyera que ella estaba en peligro, porque sí lo creía. Es que cuando me dijo que necesitaba que la parara, entendí que necesitaba que la cuidara hasta que se recuperara, que, imaginaba, sería pronto. Pensé, de hecho, que cumplía mi deber con traerla a casa y brindarle un sándwich de jamón cereza-ahumado.
    La verdad es que me preocupaba mucho más el maniaco cuya presa todavía saltaba por los campos yermos. Cuando iba al trabajo en el carro, miraba los acres de maíz, ahora un terreno de tallos con puntas como lanzas, buscando pistas. En la tienda de carnes ahumadas abría el periódico e iba directo al reportaje policiaco en busca de algo que me diera alguna idea anticipada sobre lo que el hombre haría. Una vez hubo un incidente en el bosque en que un blanco cincuentón, cetrino y vil, se acercó a un par de muchachas e intentó agarrar a una de ellas. La otra resultó ser miembro del club universitario de taecuandó y le desbarató la cara a patadas antes que el tipo lograra escapar. Varios días después me mantuve atenta por si veía a cualquier hombre cincuentón con cara de bistec machacado que fuera a entrar en la tienda. Y evité todos los senderos pastoriles, incluso las rutas de jardines cuidados entre los edificios de la universidad.
    Porque la tienda de carnes ahumadas, que por necesidad produce mucho humo y olores fuertes, estaba bastante apartada y, como su clientela era bastante especializada, no había mucho tránsito pedestre y yo pasaba horas sola. (Vendíamos carne para gourmets —entre otras de bisonte, avestruz y cocodrilo— sobre todo por teléfono e internet, aunque lo que más se vendía era una especie de salchicha alemana, tan común por aquí como los perros calientes Oscar Mayer). Después de procesar las órdenes, preparar los paquetes para el correo, llenar las vidrieras, hacer café y agregarle algunas virutas al ahumador, no tenía mucho
que hacer más que estudiar mientras evitaba dar demasiada importancia a los ruidos procedentes de afuera que parecían pasos furtivos en el césped, o a las sombras que hacían pensar en cuerpos agachados debajo del alero de la ventana, esperando que yo levantara el marco y expusiera el cuello para ser estrangulada.

Una tarde, regresé a casa y me encontré a Kimberle con mi cuchillo Santoku ante unas pequeñas pirámides que había hecho en la meseta de la cocina: la primera de aros de cebolla, la segunda de ají verde en lascas y la tercera de tentáculos resbalosos de pulpo. Brian Eno estaba de pie en el piso, sus paticas y su vientre de tres colores estirándose hacia el paraíso prometido fuera de su alcance.
    —La cena —anunció Kimberle cuando entré en el apartamento.
    Me quité las botas a patadas, me quité la bufanda de alrededor del cuello y dejé que el abrigo cayera de mi cuerpo, comentando todo el tiempo sobre el psicópata y su evidente desinterés este año.
    —Quizá por fin murió —dijo Kimberle y encendió la llama bajo el wok.
    —Sí, eso pensé cuando teníamos quince años, porque aquella vez le tomó hasta enero, ¿te acuerdas? Pero entonces me di cuenta que tenía que ser más de uno.
    —¿Piensas que tiene cómplices? —preguntó Kimberle mientras un zarcillo de humo escapaba del wok.
    —O un copión —continué —. Quizá más de uno. Ésa es mi teoría.
    Fue en ese momento que noté que Sapphire se inclinaba de una manera rara en el librero. Orlando, de Woolf, ya no estaba a su lado, dándole apoyo. De haberme puesto a pensar cuál hubiera sido mi reacción en cualquier otro momento, hubiera dicho qué rabia. Pero al ver los libros colocados en una forma que parecían arreglados a propósito, como en un retablo de decoración interior, sentía como si me hubieran dado un golpetazo en el estómago. Todavía intentaba coger aire cuando me di vuelta y vi a Kimberle. El Santoku había dejado su mano derecha y estaba encajado en los nudillos de su izquierda. La sangre apenas fluía entre sus dedos pero corría con rapidez alrededor de la pila de pulpo, que ahora parecía herida y viva.
    Llevé a Kimberle al hospital, en donde le cosieron la piel. En el viaje de regreso a casa apoyaba la mano, ahora brillante e hinchada como un anfibio aposemático, sobre el tablero de instrumentos del carro. Viajamos en silencio. Llevaba la cabeza inclinada y los ojos cerrados, amenazando con salirse por el parabrisas.
    Cuando llegamos a casa, las pirámides de cebolla y ají estaban intactas pero el pulpo había desaparecido. Las huellas de las patas de Brian Eno iban directas a la ventana. Kimberle se colocó inestablemente bajo la luz, su cara en las sombras.
    —¿Qué pasó con Native Son, con Orlando? —pregunté, sentándome en el futón.
    Se encogió de hombros.
    —¿Te los llevaste?
    Giró lentamente sobre el talón de su bota, arrastrando el otro pie a su alrededor.   
    —Kimberle…
    —Me duele —dijo—, de verdad que me duele. —Su piel se había puesto roja, azulada. Entonces se lanzó a mi regazo, hecha un mar de lágrimas.

Una semana después, Native Son y Orlando seguían faltando, pero Kimberle y yo no habíamos podido hablar del asunto. Nuestros horarios no coincidían y mi mamá, viuda y sola al otro lado del pueblo (confundida por mi decisión de vivir lejos de ella, pero mostrando tolerancia), había ido a visitar a unos parientes en Miami, dejándome a cargo de su gato —hermano de Brian Eno—, un equilibrista atrevido al que había dado el nombre de Alfredo Codona, como el trapecista mexicano que había matado a su ex esposa y después se había suicidado.
    Esto complicaba mi vida un poco más de lo usual y me sentía hecha leña después de vérmelas con Alfredo, preso por el momento en su casa, cuyas frustraciones lo llevaban a tumbar sillas, romper marcos y regar revistas y todo tipo de adorno a diestra y siniestra. Sentía como que tenía que reconstruir la casa de mi mamá cada noche mientras ella estaba de viaje.
    Una vez, llegué a mi apartamento tan cansada que fui directo a la bañadera; acabé de desnudarme cuando el agua caliente pellizcaba mis rodillas. Ajusté la temperatura y me dejé hundir, soplando burbujas ruidosas. Emergí sin ni siquiera levantar los párpados. Usé los dedos de los pies para cerrar la pila y entré en un estado semisonámbulo del cual ni mi madre ni Alfredo Codona podían sacarme, Native Son y Orlando estaban milagrosamente en su lugar de nuevo y Kimberle… Kimberle… reía.
    —¿Cómo…?
    Me levanté de un tirón; el agua salpicó la ropa que había tirado en el piso. Oí abrir la puerta del refrigerador y después voces tenebrosas. Saqué el tapón y tomé una toalla para cubrirme pero, cuando abrí la puerta, me asustó la oscuridad de la sala. Oí el crujir del futón, una risita de complicidad y el maullido ansioso de Brian Eno del otro lado de la ventana, inesperadamente cerrada.    Para mi sorpresa, Kimberle había traído a alguien a la casa. No me gustaba para nada la idea de que se acostara con alguien en mi sala, pero no habíamos hablado de eso —me había imaginado que con ella, una supuesta suicida, no habría necesidad de esa charla.     Ahora me veía desnuda y mojada, mirando a Kimberle sobre su amante, tan ágil como el verdadero Alfredo Codona en la cuerda floja.
    Afuera, Brian Eno maullaba golpeando ligeramente con sus paticas sobre el vidrio. Me encogí de hombros, como si ella pudiera entender, pero todo lo que logré fue que chillara aún con más fuerza; llovía afuera. Me aseguré la toalla y comencé a atravesar la habitación en el mayor silencio posible. Pero cuando intenté abrir la ventana, sentí una mano en el tobillo. Su calor subió por mi pierna, infundió mi vientre y se trabó en mi garganta. Miré y vi el brazo de Kimberle, sus tatuajes palpitando. En lugar de hacer que me soltara, me incliné para abrir sus dedos y ahí me encontré con ella cara a cara. Sus labios relucían, y debajo de su barbilla se veía una curva lechosa con el pezón excitado… ella se movió para acomodarme como si fuera la cosa más natural del mundo. No sé cómo o por qué, sólo que mi boca ansiosa se abrió al pecho extraño, probando su sabor mezclado con el ligero olor a tabaco de la saliva de Kimberle.
    Fue luego, cuando Kimberle y yo descansábamos a cado lado de la muchacha, que la reconocí como vendedora de una librería del pueblo. Parecía deslumbrada y satisfecha, su hombro junto a Kimberle mientras acariciaba mi vientre con suavidad. En ese momento me di cuenta de que, a pesar de haber estado juntas en las más íntimas maniobras, Kimberle y yo no nos habíamos besado y apenas tocado.
    —Dale, banana boat queen —propuso Kimberly con una mueca astuta mientras me pasaba una cachada. ¿Banana boat queen? Y pensé: ¿De dónde sacaba eso? ¿De dónde coño sacaba que tenía permiso para eso? La muchacha entre nosotras se erizó.
    Entonces Kimberle rió.
    —No te preocupes —le dijo a nuestra invitada—. Puedo hacer lo que me dé la gana; ésta y yo nos conocemos hace mil años.

En realidad no sé cuándo conocí a Kimberle. Siempre había estado presente, a partir del momento que llegamos de Cuba, refugiados agradecidos pero confundidos. El suyo era un mundo solitario y misterioso. De eso me di cuenta por primera vez en mi tercer año de secundaria, cuando regresaba de la escuela un anochecer de invierno. Kimberle detuvo su Toyota a mi lado y preguntó si quería botella. En cuanto me monté me ofreció un cigarro. Dije que no.
    —Un hábito repugnante de todos modos. ¿Quieres ver algo?
    —¿Qué?
    Sin decir palabra, Kimberle dirigió el Toyota hacia las afueras del pueblo, más allá del último bar de mala muerte, de los pequeños centros comerciales y de los parques de tráilers, más allá de la entrada a la carretera, hasta que se metió por un caminito de grava con campos de maíz en pleno florecimiento a ambos lados. Había un olor salobre, a tierra mojada mezclada con nicotina. El Toyota se revolvía en la grava pero Kimberle, doblada sobre el timón, tenía una expresión bien decidida.
    —¿Estás lista?—preguntó.
    —¿Lista… para qué? —repuse, mis dedos aferrados al cinturón de seguridad que llevaba sobre mi hombro.
    —Para esto —susurró.
    Entonces apagó las luces del carro. Hundió el pie en el acelerador y nos lanzó por un túnel negro, los neumáticos escupiendo piedras mientras el carro bailaba de un lado a otro, siguiendo el proyector misterioso que la luna proporcionaba … por un instante, quedamos suspendidas en el aire y el tiempo. Mi vida no pasó frente a mis ojos como tal vez hubiera esperado; en lugar de ello, vi imágenes de gente desesperada en un mar sin orillas; multitudes ante el rostro del Che, vagando por la Quinta Avenida o el Támesis o las costas del Bósforo; espejos, mercurio y agua; un retrato de mi familia en La Habana de años atrás; mi madre con su pelo enredado, mi padre inclinando su sombrero en Nueva Orleáns o Galveston; las sombras de aves del paraíso contra una pared de mampostería; un sepulcro profundo y acuoso, después otro paso más largo, y un rastro de huesos. En ese momento, la plata lunar grabó los filos de los tallos del maíz, convirtiéndolos en espectros con capas negras…
    —¡Nos matamos!— grité.
    Minutos después, el Toyota dio un frenazo mientras ambas jadeábamos desorientadas. Una nube de humo nos rodeó; apestaba a podredumbre y gasolina. Abrí la puerta de un empujón y me arrastré afuera, donde inmediatamente vomité.
    Kimberle gateó por el asiento, prácticamente encima de mí. Sus brazos me sostuvieron.
    —¿Estás bien? —preguntó, respirando con fuerza.
    —Dios mío —exclamé, mi corazón como un tambor—. ¡Eso fue increíble!

No había pasado una semana de la cita con la muchacha de la librería cuando Kimberle trajo a la casa a otra mujer, esta vez una profesora de estudios de Europa occidental que había andado con un cubano durante un semestre en Bucarest. En lugar de esperar a que me topara con ellas, habían ido directamente a mi cuarto, envueltas en frazadas y tan desnudas como recién nacidas. Iba a protestar —desconcertada por su intrepidez— pero casi al momento me sedujo el calor sedoso de la piel a ambos lados de mí.    Segundos después, sentí algo duro y frío contra mi vientre y vi a Kimberle con un arnés y una salchicha alemana colocada en ella. La profesora suspiraba mientras yo guiaba el punto de la carne. Me lamía y mordía mi barbilla mientras Kimberle empujaba pulgada a pulgada sitofílica dentro de ella. En un momento, Kimberle se apoyó en mí en busca de equilibrio, su boca rozando la mía. Traté de alcanzarla pero se volvió. Le acaricié la oreja, pero sacudió la cabeza, rechazándome.
    Después —la profesora entre nosotras— nos estiramos suntuosamente, el cuarto con fragancia de ajo, pimienta y sudor.
    —Tremendo sandwichito cubano que tenemos aquí —comentó Kimberle, pasándome la hierba para lo que ahora parecía como la cachada obligatoria después de templar acompañada por el comentario un tanto racista. La profesora se puso tensa. Igual que la muchacha de la librería, le daba la espalda a Kimberle. En vez de frotar mi vientre, colocó la cabeza en mi hombro y se durmió felizmente.

Kimberle, tienes que parar —dije. Vacilé conteniendo la emoción—. Ah… me tienes que devolver mis libros. ¿Me entiendes?
    Tenía la cabeza enterrada bajo la almohada en el futón, la luz brillante de la madrugada cubría su hombro desnudo. Con la sábana a medio camino por su espalda, parecía un ángel sin cabeza.
    —Kimberle, ¿me estás prestando atención? —Hubo un movimiento imperceptible, una contracción nerviosa—. Tú… oye, estoy hablando contigo.
    Se irguió, los ojos nublados.
    —¿Por qué piensas que me los llevé yo?
    —¿Qué…? ¿En serio?
    —Pudo haber sido la muchacha de la librería, o la profesora.
    Después del ménage, la muchacha de la librería había llamado para invitarme a cenar, pero no acepté. Y la profesora había pasado dos veces por casa, una vez con flores para mí, otra con una primera edición de Mental Radio de Upton Sinclair. A pesar de lo tentadora —lo dolorosamente tentadora— que era esa rareza de 1930, había dicho que no.
    —Le diré a Kimberle que estuviste aquí —anuncié, mordiéndome el labio.
    —No vine a ver a Kimberle —había respondido la profesora, sus dedos estirando mis rizos, cosa que me había sacado de quicio.
    Kimberle me miraba ahora, esperando respuesta.
    —Los libros habían desaparecidos antes de lo de la muchacha de la librería y la profesora —insistí.
    —Oh.
    —Tenemos que hablar de eso también —tragué. Tenía la boca seca.
    Bajó la cabeza de nuevo.
    —¿Ahora? —preguntó, su voz distante y débil, como si fuera la última comunicación de una nave hundiéndose.
    —Ahora.
    Saltó del futón: el fibrocartílago de los huesos de su cadera tenía un aspecto puro. Tembló.
    —Ya —anunció, dirigiéndose al baño.
    Me deje caer en el futón, oí su orina caer en la taza y el agua de la pila correr. Exploré el librero con la vista, imaginando dónde hubiera puesto Mental Radio. Silencio.
    Entonces:
    —¿Kimberle?… Kimberle, ¿estás bien? —Corrí al baño y agarré el pomo de la puerta—. Kimberle, déjame entrar, por favor —le rogué, imaginándola colgada del techo; las venas lanzando una cascada roja a la bañadera; o esa pistola polímera, comprada justamente para el momento en que ella se la metería en la boca y…
    —Kimberle, coño, carajo… —Entonces le entré a patadas a la puerta, una y otra vez, hasta que la cerradura se dobló y la puerta abrió—. Kimberle… —Pero allí no había nada, apenas mi aliento que el frío convertía en vapor mientras contemplaba la ventana abierta, la tela metálica inclinada sobre la bañadera.
    Salí corriendo del edificio y miré a todas partes, pero no había rastro de ella, ni huellas en la nieve, nada. Cuando intenté arrancar mi vw para buscarla, el motor gimió y murió. Tomé las llaves del Toyota, el cual cobró vida como en burla, y lo puse en marcha atrás, sólo para tener que frenar de inmediato a fin de evitar un pisicorre que iba de paso. El Toyota se sacudió, la defensa atada con la cinta adhesiva cambió de lugar, casi desplomándose, mientras que yo me aferraba al timón con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos; el corazón me saltaba en el pecho.

Después de eso, me aseguré de que pasáramos el mayor tiempo posible juntas: leyendo, haciendo jogging; cocinando venado que traía de la tienda de carnes ahumadas, rellenándolo con pasas y peras, o haciendo hamburguesas de bisonte ahumado con cebollas Vidalia y tomillo. Cualquier noche, ella podía traer a casa alguna muchacha a quien atendíamos con nuestra creciente pericia acrobática. En un momento, me di cuenta de que American Dreams faltaba del librero, pero ya no me importaba.
    Una noche a finales de enero —nuestro psicópata todavía suelto, aún sin víctimas— regresé a casa del trabajo oliendo a mezquite y encontré a Kimberle esperándome.
    —Te tengo una sorpresa —dijo, ayudándome a quitarme el abrigo—. Dios mío, hueles… ay, ¡estás riquísima!
    Me llevó a mi cuarto, en donde una mujer claramente ansiosa, y muy embarazada, nos esperaba en la cama.
    —Vaya, Kimberle, yo …
    —Hola —dijo la mujer en una voz ronca, aterrorizada. Llevó la sábana a sus amplios pechos. Podía ver sus areolas gigantes y negras a través de los hilos de la tela, su vientre como si fuera a explotar.
    —Esto va a estar buenísimo, te lo prometo —susurró Kimberly, empujándome hacia la cama mientras me quitaba el suéter.
    —No sé… yo…
    En cuestión de minutos, Kimberle conducía mi mano dentro de la mujer, que apenas se movía mientras nos rogaba que nos besáramos, que por favor nos besáramos para complacerla.
    —Lo necesito, necesito verlas…
    Volví hacia Kimberle, pero estaba atenta a su tarea. Dentro de la mujer embarazada, mis dedos medían lo que parecía un cráneo fetal, dientes de bebé, un hilo de sangre. De buenas a primera, la mujer comenzó a sollozar y saqué la mano; me sentía turbada y confundida. Tomé mi ropa del piso y me disponía a salir del cuarto cuando sentí algo suave y blando debajo de mi pie. Me incliné y descubrí un ratón de campo a medio comer, una ofrenda sangrienta de Brian Eno, quien me lo acercaba a zarpazos, los colmillos expuestos y salvajes.

Monté en el vw y, después de un rato dándole cranque, logré arrancarlo. Lo conduje fuera del pueblo, más allá de los centros comerciales, los campos de maíz y la carretera en donde, años antes, Kimberle me había hecho sentir tan cabronamente viva. Cuando llegué a la tienda de carnes ahumadas, me subí a la litera que mi jefe tenía allí para cuando trasnochaba trabajando con carnes delicadas; emanaba a carne acre y a hombre. Afuera, podía oír ramas que se rompían, pasos ajenos, un búho. Cerré los ojos para evitar las sombras que se agitaban en la ventana sin cortinas. La frazada rasguñó mi piel, las paredes gimoteaban. Temblando en la oscuridad, comprendí que quería besar a Kimberle… y sólo por mi propio placer.

A la mañana siguiente, hubo una tormenta de hielo y mi carro una vez más se negó a arrancar. Llamé a Kimberle y le pedí que me viniera a buscar. Cuando el Toyota entró en la calzada, monté antes de que Kimberle pudiera parquear. Me incliné hacia ella, pero me viró la cara de nuevo.
    —Oye, lo de anoche… mira, discúlpame… —pidió, evitando mirarme a los ojos.
    —Ok. —Los neumáticos del Toyota giraron en el hielo por un instante, después lograron tracción y cogieron camino—. ¿Qué pasó con tu amiga?
    —No sé. Se fue para su casa. Le dije que la llevaría pero no quiso.
    — No me sorprende…
    —¿No te…? Mira, la cosa era divertirnos, nada más. No entiendo por qué se tuvo que joder todo.
    Recosté la cabeza en la ventanilla que el hielo hacía borrosa.
    —¿Cómo coño se te puede haber ocurrido eso?
    —Nada, pensé que podíamos… hacer algo diferente. ¿No quieres hacer algo diferente de vez en cuando? Eh… si tú quisieras hacer algo, yo lo tendría en cuenta.
    ¿Había algo que yo quería hacer? En cuanto lo dijo, sabía lo que era, pero sólo por razones perversas:
    —Quiero hacer un pastel con un hombre.
    —¿Con… con un hombre?
    —¿Por qué no?
    Kimberle se sorprendió tanto que de momento perdió el control del carro, que resbaló en el borde de la carretera, después patinó y volvió al camino.
    —Pero… qué… ¿qué haría yo?
    —¿Qué te imaginas? —el tipo iba querer vernos, vernos tocándonos.
    —Mira, yo no voy a… y él… —Pasaba la vista de mí al camino, cada curva rumbo al pueblo ahora un poco más resbaladiza, menos segura.
    Asentí, exasperada:
    —¡Pues claro!
    —¿Pues claro qué?…    
    — Kimberle, ¿nunca se te ha ocurrido pensar en nosotras?
    —¿Nosotras? No hay ningún nosotras.
    Apretó el freno antes de que quedáramos más allá del asfalto, pero la resistencia fue catalítica: el carro describió un arco en el aire y giró en doble ocho mientras los neumáticos traseros golpeaban otra vez la carretera. Mi vida tal como era —mi madre viuda, mi pasaporte cubano, la tienda de carnes ahumadas, el dolor en el pecho tan enorme que parecía imposible de contener— quemaba mi ser. Dimos dos vueltas en el aire y aterrizamos en un laberinto de tallos puntiagudos de maíz sazonados por una nieve fuliginosa. Hubo un momento de silencio, de calma, y después la cinta adhesiva se rajó y el frente del Toyota se desplomó, sacudiéndonos una vez más.
    —Estás… ¿estás bien…? —pregunté sin aliento.
    El carro se había volcado. En unos segundos, Native Son, Orlando y American Dreams resbalaron de debajo de los asientos, que ahora quedaban sobre nuestras cabezas, y se deslizaron por el techo, ahora abajo. Todavía estaban envueltos en el celofán, atrapados en su azul y cobre como capullos de mariposas monarcas.
    —Ay, por Dios… Kimberle… —Comencé a llorar con un hipo suave.
    Kimberle sacudió la cabeza y salpicó una constelación sangrienta en el parabrisas. Abrí su cinturón de seguridad, lo que hizo a su cuerpo caer con un ruido sordo. Ella intentó ayudarme con el mío, pero se había trabado.
    —Déjame salir y dar la vuelta —dijo, su boca un lío de rojo. Vi sus dedos buscando dientes, pedazos de lengua.
    Golpeó el vidrio de la ventana con el pie. Quitó cada fragmento de cristal del marco y se deslizó hacia fuera. Mi cabeza pulsaba; cerré los ojos. Podía oír el crujido de los pasos de Kimberle en la nieve, el esfuerzo de sus movimientos. Oí su gemido de asombro y estrangulación y entonces el ruido junto a mi ventanilla.
     —No mires —pidió, su voz rajada mientras extendía las manos ensangrentadas para cubrir mis ojos—. No mires.
    Pero era demasiado tarde. Sobre su hombro, se podía ver la cosecha anual, cerosa y blanca salvo por las areolas negras y el sexo carnoso. Era ordinaria, corriente, y sus ojos muertos nos reflejaban a Kimberle y a mí.

 

 

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