Pedro toca las puertas del cielo / Marí­a Núñez

FINALISTA
Categoría Luvinaria / Cuento

Pedro toca las puertas del cielo
María Fernanda Núñez Gárate
Licenciatura en Letras Hispánicas
Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades (CUCSH)

Cuando era joven siempre buscaba la forma más fácil de conseguir las cosas, la más rápida, accesible, efectiva, la más eficiente. Pocas veces me detenía a pensar en las consecuencias, no me interesaba mucho el precio, nada más pensaba en el tiempo. Estrictamente prohibido dedicarle demasiado a lo que sea.
                  A los diecisiete años estaba quebrado. Qué digo quebrado, vacío, roto; lo que es, es. Y yo era pobre. Mi mamá era buena, pero pobre, no de esos pobres como los de la tele estilo niños africanos, costillas al aire, moscas en los ojos, cabezas peladas, pues no, más como:
                  “Amá’, necesito unos tenis”.
                  “No hay dinero, Pedro”.
                  “Bueno, pues”.
                  Y así no se puede.
                 
Pero cierto día tuve una visión, conocí a unas personas que se metían a las casas disque para hablar de Dios. Tocaron nuestra puerta un sábado y mi mamá los dejó pasar porque no sabía decirle que no a las visitas, ahí vino la iluminación, un rayo de luz que se coló a través de las cobijas que tapaban la ventana de la sala.
                  Rápido, accesible, efectivo, eficiente.
                  A la mañana siguiente me levanté en chinga, temprano, me puse mi traje de la confirmación y agarré los folletos con el dibujo de una torre que habían dejado los fulanos la tarde anterior. Salí a la calle y caminé un buen rato, dos, tres, ocho… ¿veinte? Muchas cuadras hasta estar seguro de que en esas casas ya nadie podía saber de mi existencia.
                  Escogí una puerta y toqué, entre olores a comida, abrió una mujer gorda con el cabello del rojo más granado que había visto nunca jamás.
                  “¿Po-podemos platicar un ratito de la palabra de Dios?”.
                  Aunque la aparición torció la boca nos sentamos en la sala. Ahí divisé el objeto de la búsqueda espiritual: en la mesa del centro, al lado de un florero, estaba un monedero negro.
                  “A ver, muchacho, ¿qué pasó?”
                  No había pensado qué decirle. Todo me daba vueltas. A improvisar.
                  “Mire, señora, la iglesia nos está echando mentiras a todos”.
                  “¿Cómo?”.
                  “Oiga, se le está quemando algo”.
                  “¡Ay, no!”.
                   Y corrió a la cocina.
                  Vi la bolsa de cuero corriente. Me apreté las manos e hice bola los folletos. ¿Sí lo hago o no lo hago? Pensé. Pues ya qué; si a eso vine. Agarré el monederito y salí corriendo.
                  Otra vez diez cuadras, doce, quince. Ni siquiera alcancé a escuchar si alguien gritó o me echó de a madres. Tampoco vi ni sentí nada más que el sol pegándome en la cara. Terminé en un parque, con la espalda toda sudada y la camisa del traje de la confirmación pegajosa, contando el dinero de la mujer gorda con el cabello del rojo más granado que había visto nunca jamás.
                  Ochocientos veintitrés pesos.
                  Me reí bajito y a gusto, pasó un señor y le pregunté la hora. Las once quince. Ni una hora. En ese rato ya tenía mis tenis y trescientos pesos de sobra para pasar otros ratos.
                  Como el nuevo sistema de colecta me funcionó con tanta efectividad aquella primera vez, la siguiente semana hice lo mismo.       
                  El blanco fue la casa de una pareja de desvelados y recién casados, deduje, por la foto de bodas enmarcada en la pared más grande y las ojeras en la cara de ambos.
                  “Es que, muchacho, nosotros no practicamos ninguna religión”.
                  “Pero están casados, ¿no?”.
                  “Pues sí…”.
                  Noté un claro aumento en el nivel de dificultad. Le di un trago largo a la botella con agua que muy estratégicamente llevaba en el bolso para cargar los materiales y los futuros botines, también me di cuenta que la esposa traía un collar que de lejos se adivinaba de oro.
                  “Un ratito nada más”.
Los dos me dirigieron sendas miradas de fastidio, molestia o indignación; qué sé yo.
                  “Amor, atiéndelo tú, yo me voy a volver a acostar. Odio llegar de día a mi cama.”.
El marido se dio la vuelta y Dios proveyó. Balbuceé siete segundos (de aquí a que el hombre salió de nuestras vistas) luego metí la mano entre los barrotes del cancel, le arranqué la cadena a la esposa y salí corriendo.
                  Me dieron quinientos treinta y ocho pesos por el collar en la casa de empeño, una comida rica en un restaurante bueno de los del centro. Otra semana, llegué con un viejito medio inválido y le ayudé a mover el librero para sacar su pantufla “Le voy a platicar de Dios…”.
                  En lo que sostenía al senecto para que se sentara en el sillón, y antes de que pudiera verlo venir o de que yo pudiera haberlo pensado, le saqué la cartera del chaleco y corrí como alma que lleva el demonio.
                  Mil doscientos cuarenta y un pesos. Pensionado.
                  Por si los diablos empecé a hacer ruta. No fuera ser que tocara donde mismo o diera lo suficientemente cerca de alguna zona ya evangelizada como para que se supieran el chisme: ni alrededor del parque, ni de los empeños, ni de las casas de pensionados.
                  La próxima vez llegué con una familia católica. No me dejaron entrar. Era una casa bonita, grande, con todo y pasto en la entrada. Como tenían al perro amarrado y era uno chiquito bigotudo que me movía el rabo, se me hizo fácil llevármelo. Les dejé una nota terrorista:

Si kieren volver a ver a su perro con bida pongan dos mil pesos en un sobre en la banketa mañana en la mañana y metansen a la casa y ago el cambio.

El perro durmió en el patio de mi mamá ese día y resultó ser muy buen perro.
Regresé con los católicos a la mañana siguiente con todo y Vigotes. A lo lejos alcancé a ver un sobre en el pasto de la entrada, cerquita de la banqueta. Cargué al perro, me agaché por el sobre y salí corriendo.
                  Un portazo, unos gritos y el viejo católico como poseído detrás de mí. Tantas hostias le cayeron de peso y no me alcanzó.
                  Dos mil pesos y un perro.
                  Otra semana y otra casa. Hotel, más bien. Habitación 304.
                  Un par de señores cuarentones, guapos, muy enamorados y abiertos al diálogo.
                  “Dios nos quiere a todos por igual”.
                  Un vino que cuando pegunté por él en la vinatería para saber el precio me dijeron que casi cuatro mil pesos.
                  Otros casos más.
                  Ya tenía unas siete colonias tachadas de la ruta y cada vez caminaba más entre tanto vecindario. Algunas puertas se me hacían familiares y me imaginaba a la gente, los reconocimientos, las persecuciones. Todo eso. Pero también pensaba que, seguramente, cuando llegara el momento de la verdad estaría yo presto para correr con mi traje de la confirmación y mis otros tenis nuevos con suela aerodinámica que también disminuía el impacto en las articulaciones.
                  Mi mamá empezó a preguntarme que qué hacía.
                  “Ay, amá’, estoy trabajando”.
En un buen trabajo, bien remunerado. Me compré otro traje y me corté el cabello para ocultar mi identidad. Extendí la ruta. ¡Que las bendiciones de Nuestro Señor llegaran hasta los rincones más insospechados!
                  En una tarde de crisis entré a una iglesia cristiana, estaba pensando muy seriamente en convertirme a la fe. Vimos a un pastor en la televisión; cantamos, bailamos, celebramos:
                  “Una espiga dorada por el sooooool, el racimo que corta el viñadooooor…”.
Desde que terminó el concierto de aquel Juan Dinero decadente caímos en sopor. Cuando todos estaban tomados de las manos, con los ojos cerrados y recibiendo la bendición del aire acondicionado en sus caras, me fui agachado para atrás. Agarré cuatro, cinco, creo que diez bolsas; todas las que pudieron cargar mis brazos. Y salí de la reunión cristiana sintiéndome como un hombre nuevo, renovado, bendecido, adinerado.
                  En suma, siete mil novecientos ochenta y cuatro pesos.
                  Día de experimentación. Alcohólicos anónimos. En el baño encontré un sobre etiquetado que decía “doscientos gramos” de la Virgen que vendí a la salida de una prepa. No muy productivo pero sí satisfactorio por obrar como buen samaritano. Así, el peregrinaje se extendió por varios meses. Nunca entendí cómo la gente no conseguía agarrarme. Parecía tener al mismísimo Jehová de mi lado parecía porque para toda paz espiritual está su correspondiente guerra santa.
                  Casa de dos pisos, reja de metal, seis de la mañana porque al que madruga Dios lo ayuda o eso decía yo. Toqué la puerta del cielo por última vez. Abrió un señor con pantalón de traje fajado hasta la barbilla, corbata, lentes y cara de ñoño angelical. Lo reconocí de inmediato: era uno de los hombres que llegaron a mi casa aquella tarde sabatina de iluminación, en cuanto me vio, la cara se le puso como tomate huaje y me agarró del cuello. Uno no pensaría que los sirvientes de Dios pueden descomponerse de rabiosos “Cabrón, maldito”, me arrastró para adentro, me tiró al piso, buscó como loco en el cajón del buró que estaba a un lado de la puerta y sacó un pistolón, el cañón inclinado los grados justos para reventarme la cabeza “¡Yo no hice nadaaaaa!”.
                  Y uno no pensaría que el llanto de los cobardes puede llegar en tan poco tiempo. En cuanto se escuchó el primer disparo me levanté de un brinco, voló el relleno del sillón por todas partes: una lluvia de lana del cordero de Dios destripado. Me cubrí la cara, chillé, maldije, empujé al atacante y salí pegando de gritos.
                  Por última vez.
                  “Cabrón, maldito”.
                  Otra vez.
                  Pum. Pum. Pum.
                  Tres disparos detrás de mí.
                  Caí al piso con tremendo costalazo, pero ileso. Como pude me incorporé y empecé a correr hacia donde me dictara el sagrado corazón.
                  “¡Gabrieeeeeel, pero qué estás hacieeeeendoooo!”.
                  Los tenis casi nuevos con suela aerodinámica que también disminuía el impacto en las articulaciones rindieron lo que tenían que rendir, di una zancada por cada peso embolsado, cada centavo robado, cada cara engañada y cada atalaya visitada.
                  Llegué a mi casa cuando ya estaba amaneciendo, más rápido de lo que habría podido llegar en carro, volando o en teletransporte. Mi mamá y el Vigotes me vieron con cara de espanto:
                  “Pedro, mijo’, ¿qué te pasa?”.
                  “Amá’, me corrieron del trabajo”.
                  Estrictamente prohibido explicarle nada a quien sea.
                  “Dios mío, mijo’”.
                  Con la respiración entrecortada y las lágrimas disimuladas le dije:
                  “Amá’, Dios sabe por qué hace lo que hace”.
                  Pero aún después de eso seguí siendo joven y buscando otros medios divinos para hacer más fáciles las cosas. Poco a poco me fui llenando, componiendo; uní las partes de lo roto. Aprendí de precios y de plazos, así, la segunda iluminación llegó en su debido momento. Ahora no soy tan joven y no voy a tocar puertas, ahora estoy mejor. Soy sacerdote.

Comparte este texto: