Prosas breves / Jacopo Ramonda

Nicolò (#1)

          Nicolò finalmente se decidió a cambiar la disposición de los muebles de la sala, que no había experimentado cambios desde los tiempos en que su madre todavía vivía y era autosuficiente. Con la nueva distribución, la habitación le pareció más grande e incluso más luminosa. A primera vista, no parecía tratarse sencillamente de una versión reelaborada de la cotidianidad, sino —como por efecto de una ilusión óptica— de otra habitación, completamente nueva. Además, el cambio no le confiere ese desagradable efecto de desorientación que sintió hace unos días, al despertarse en la cama de siempre, pero que había movido al otro lado de la recámara antes de irse a dormir, para luego, a la noche siguiente, apenas retornó de la oficina, volverla a emplazar en su posición original. Nicolò observa la sala, disfrutando el sentido de la renovación; hasta que advierte las marcas de las patas de los muebles sobre la alfombra y los ligeros halos de los cuadros que se habían quedado grabados sobre el papel tapiz de las paredes. Coordenadas del pasado, probablemente indelebles; un mapa exangüe que documenta la geografía originaria de la sala, antes de la deriva de sus continentes.

 

Nicolò (#2)
          Nicolò camina a lo largo de la acera, sin una meta precisa, cuando pasa frente a una pequeña mueblería del centro. Su mirada es capturada por la vitrina principal, en la que se representa una zona de noche completa, conformada por una cajonera, una cama matrimonial con un par de grabados sobre la cabecera, mesitas de noche, lámparas y tapetes para pie de cama. Sobre la mesita de noche de la izquierda yacen algunos libros, ordenadamente apilados uno sobre otro; en la mesita de la derecha, un despertador y un pequeño portarretratos vacío. Los colores de los muebles y de la ropa de cama combinan a la perfección; Nicolò, luego de haberse detenido a observar cada detalle, no pudo dejar de notar —con un disgusto injustificado, del que se asombra— lo mucho que aquella excesiva perfección resultaba inverosímil e incapaz para formarse la idea de un ambiente habitado. Nicolò se cruza la calle, pero luego se detiene y se voltea para observar nuevamente la vitrina, a una distancia segura. Incluso desde un punto de observación menos cercano, su conclusión se confirma correcta, a pesar de revelarse por lo que es: un pretexto destinado a apartar la mirada lo más rápido posible, tratando de disimular la mezcla de atracción y repulsión que siente. Como un telón que se abre, deja a Nicolò totalmente impotente ante la imagen de una cama en la que todo está pensado para dos. Después de haber vivido siempre con su madre, cuidando de ella hasta el final, de repente se siente incapaz de rebatir esa imagen, y se ve obligado a rendirse ante la evidencia: dos es el número natural. Presenciar su inevitable contrición —con la que siempre ha sabido convivir— exhibida en pleno centro en una suerte de instalación, lo hace sentirse desnudo, lo hace sentirse incómodo. Por unos instantes, Nicolò se detiene otra vez en sus pensamientos, intentando mantenerse a flote, mientras observa la cama en la vitrina, de la que lo separa solamente el flujo irregular de paseantes, que probablemente van de camino a casa; acaso hacia una habitación de ese tipo.  

 

Tommaso (#1)
          Durante el curso de su carrera de dermatólogo, Tommaso le ha examinado la piel a miles de desconocidos. Durante las consultas, casi todos los pacientes se comportan de la misma manera, con una particular formalidad y con una cierta indiferencia, reaccionando a su propia desnudez con frialdad. Tommaso presta sus servicios en un hospital y en dos consultorios privados, en los que trabajan varios médicos, con diversas especialidades. La mayor parte de sus pacientes llega un poco antes de la hora de la cita. Tocan el interfón y pronuncian su nombre; la secretaria abre la puerta y les indica a qué piso deben subir. Las personas en la sala de espera a menudo levantan la mirada de sus celulares o de las revistas que están hojeando, para observarse entre ellas con fugaces miradas, que nunca se llegan a cruzar por más de un instante. Apenas termina una consulta, llega el turno del siguiente paciente, que es llamado para que entre en el consultorio. Si se trata de una primera visita, él y Tommaso se presentan, incluso si ya cada uno conoce el nombre del otro. En el caso de una revisión general de los lunares, el paciente se desnuda y se recuesta sobre la mesa de exploración, por lo general dándole la espalda a Tommaso. Las posibles patologías son atribuibles a un número finito de variables. Los cuerpos, en cambio, son extremadamente diversos uno del otro, a la vista y al tacto. Desde un punto de observación cercano, la anatomía humana parece sujeta a variaciones ilimitadas. A veces, Tommaso se pregunta si alguna vez le tocó examinar a dos sosias. Si bien no puede excluirlo con absoluta certeza, las probabilidades son mínimas.

 

Tommaso (#2)
          Normalmente a Tommaso no le gusta auscultar a personas que conoce fuera del trabajo, incluso si solamente las conoce de vista. En realidad, coincidencias de este tipo no le suceden con frecuencia. El caso de esta tarde representa, por lo tanto, una doble excepción, hecho todavía más raro. Aun cuando él y S. nunca se habían dirigido la palabra antes que ella entrase en su consultorio, Tommaso la reconoció al instante. Han transcurrido cuatro meses aproximadamente desde la única ocasión en la que ella puso un pie en su casa, durante la fiesta por los diecisiete años de su hija V. Tommaso es muy buen fisonomista; rara vez olvida un rostro que lo haya impresionado. Durante la consulta, S. no hizo ninguna referencia a V. Probablemente no son más que conocidas, y S. no ha ligado su apellido al de su hija. Hasta hace poco él ni siquiera sabía cómo se llamaba, y seguramente el suyo no es un nombre que V. cita habitualmente. Es posible que S. haya participado en la fiesta a través de amigos en común. Tommaso revisó sus lunares uno a uno, observando su cuerpo de cerca y apoyando las yemas de los dedos sobre ellos. Por un instante consideró la posibilidad de que ella estuviese fingiendo que no lo conocía, pero lo descartó de inmediato, ya que es un hombre racional.

 

Tommaso (#3)
          De tanto en tanto, Tommaso atraviesa periodos en los que padece de un ligero insomnio. A veces, sin embargo, el trastorno se agudiza, de una manera imprevista, aparentemente sin razón. A Tommaso le sucede que se despierta en plena noche y no logra conciliar el sueño hasta el amanecer, cuando se vuelve presa fácil de vívidas pesadillas matutinas, que se le quedarán grabadas en la memoria, aunque no suele recordar sus sueños. En esos casos, por lo menos inicialmente, trata de quedarse en la cama, imponiéndose no mirar continuamente la hora y tratando de abandonarse al letargo que todavía lo envuelve. Cuando le parece evidente que no logrará dormirse, se rinde y se levanta, cuidando de no despertar a F. Sin encender la luz, sale a tientas de la recámara, cierra la puerta tras de sí y vagabundea por la casa, mirando la oscuridad fuera de las ventanas; luego se fuma un cigarrillo en la cocina y lee hasta que siente los ojos lo suficientemente pesados como para intentar volver a dormirse.
          Ayer en la mañana soñó con la consulta a S. A diferencia de lo que sucedió hace unos días, en el sueño era invierno y la ventana del consultorio estaba abierta, a pesar de que afuera estuviese nevando. S. vestía varias capas de ropa pesada, de las que se iba despojando una a una, dejándolas caer al descuido sobre el piso, hasta quedar completamente desnuda. Su cuerpo estaba envuelto por un exoesqueleto oscuro, lúcido, cuajado de nervaduras, como el de un insecto. S. se recostaba sobre la mesa de exploración, con la mirada dirigida hacia el techo, y él le rozaba el exoesqueleto inerte con los dedos, buscando grietas entre las placas.

 

Tommaso (#4)
          El nieto de Tommaso se detiene a lo largo del sendero y reclama con voz alta la atención de su abuelo, diciéndole que vaya a ver lo que ha encontrado. Tommaso le explica que se trata del exoesqueleto de un insecto, abandonado después de la metamorfosis. Un artrópodo en desarrollo se libera periódicamente de la cutícula que lo envuelve, como si se tratase de un vestido que ya le queda demasiado estrecho, concentrando su crecimiento corpóreo en las fases de metamorfosis. El episodio le trae a la memoria un viejo sueño de hace años, que de repente recuerda perfectamente, en cada mínimo detalle.

 

Nina (#1)
          Cuando se percata de que hay una, la destruye, pero rápidamente vuelve a aparecer una nueva en otro punto del departamento. Una lucha desigual. Vuelven a crecer como hongos. Son telarañas, sutiles y perfectas, construidas a gran altura, en las esquinas del techo. Vibran con las corrientes de aire casi imperceptibles. Al igual que las redes, detienen el polvo y algunos de los pensamientos impulsados por el calor hacia las capas más altas y dilatadas de la atmósfera interna de la casa. Desde el suelo sólo son visibles en muy particulares condiciones de iluminación, por lo tanto, son difíciles de descubrir cuando se realiza el aseo de la casa. A veces, antes de sacudirlas, Nina admira su perfección. Por razones inescrutables, le parecen obras incompletas: la columna vertebral transparente de un proyecto más ambicioso.

 

Nina (#2)
          Luego de cuarenta y cinco minutos inútilmente gastados intentando dormirse, Nina se levanta de la cama y se dirige al baño. En cuanto entra, toma un cigarrillo del paquete que dejó sobre la lavadora y lo enciende. Mientras fuma, abre las llaves de la mezcladora y observa cómo va subiendo el nivel del agua. Vigila un par de veces la temperatura con la mano que le queda libre, luego deja que el pijama resbale sobre los fríos azulejos y sumerge su cuerpo en la tina. Con la nuca apoyada en el borde, entrecierra los ojos, esperando una señal de rendición. Apenas la siente llegar, afloja los músculos de la espalda y se baja ligeramente, sumergiendo en el agua los hombros y el cuello. El calor que la envuelve contribuye a reconstruir la condición de aislamiento fetal que necesita. Una simulación, de alguna manera similar a los ejercicios en ausencia de gravedad con los que los astronautas entrenan su cuerpo para mantenerse en órbita, pero en anticipación a un viaje con características opuestas, fundado en la inmovilidad: el sueño.
          Nina tiene dificultades en establecer si su reciente entrada en la secta de los insomnes es una consecuencia de su malestar, o viceversa. A pesar de sus propias advertencias, también hoy cedió ante la velocista que reside en ella. Uno de los muchos efectos secundarios de un día completo vivido en nombre de la emoción es la dificultad que se siente al cambiar de ritmo. A veces, se requiere una distancia de frenado lenta para detenerse. Lo que necesita es un paso intermedio que permita una transición gradual de la vigilia al sueño: una especie de cámara de descompresión.
          El calor formó una capa de condensación en el espejo. Nina pierde el concepto de tiempo, mientras que el tiempo pierde su influencia sobre ella. El vapor remonta hacia lo alto su estado de ansiedad y las fuentes de preocupación no pueden ni siquiera elevarse, a pesar de sentir su peso. Cuando vuelvan al estado líquido, cayendo al suelo en forma de lluvia, ella ya estará en otro lado.

 

Letargo (cut-up n. 147)
          V. no practicaba ningún tipo de deporte desde que había concluido los estudios superiores, es decir, desde hace cerca de veinte años. Al salir del banco en el que trabajaba, con un cigarrillo todavía apagado entre los dedos y el portafolio de piel en la mano libre, sintió como una invocación. Un imprevisto e incontenible impulso de echarse a correr, al que cedió sin titubear, vestido así como estaba, con camisa y traje formal, emplazando un pie frente al otro cada vez más rápidamente, con la impresión de que podía acelerar hasta el infinito. Una maraña casi impenetrable de transeúntes atiborraba los portales, pero V. logró abrirse paso con agilidad, empujando a diestra y siniestra, golpeando con el hombro a algunos de los paseantes muy similares a él, pero que caminaban con mucha más lentitud o en la dirección opuesta. Se pasó de largo la parada de su autobús y, con ella, los años de exilio espontáneo, la dificultad para hablar en público, su timidez crónica con las mujeres; el estrés que tarde o temprano encontraba una vía de escape inconveniente, bajo la forma de trastornos psicosomáticos, disminución de concentración, costumbres maniáticas y diversas paranoias recurrentes, entre ellas una obstinada hipocondría. Parecía como si su cuerpo hubiese salido de un letargo decenal, y V. finalmente había recuperado la percepción de su respiración y de su ritmo cardiaco. A medida que sentía que se le aceleraba, crecía proporcionalmente en él la convicción de que todo se resolvería, no sólo durante, sino por medio de la carrera.

 

Sequía (cut-up n. 9)
          L. y V. continuamente se encuentran con deformaciones grotescas de ellos mismos, principalmente en los reflejos de las vitrinas del centro, pero también en la oficina, cuando al apagar la computadora, unos minutos antes de que termine el horario de trabajo, se quedan sentados, inexpresivos, frente a la pantalla negra, que les devuelve una imagen muerta de su rostro perfectamente coincidente con esa que se ha vuelto una sensación latente, un fondo constante de ruido blanco.
          V. sostiene que escuchó comentar, probablemente en un documental sobre el varamiento de cetáceos, que no se conoce la razón precisa por la cual, cada año, un notable número de ejemplares encalla en la playa. De acuerdo con los recuerdos de V., algunos estudiosos consideran que sencillamente terminan por perderse, mientras que otros no excluyen la hipótesis de una confusión interior más profunda y radical, que culminaría en este acto de autoeliminación.

 

Ene (cut-up n. 5)
          Me había despertado casi con una hora de anticipación, emergiendo de un sueño que no lograba recordar, pero cuyo peso todavía sentía. Apenas había terminado de vestirme y ya me estaba preparando para irme a trabajar, cuando el teléfono comenzó a sonar. Mientras me acercaba al aparato ya sabía lo que escucharía apenas levantara el auricular. R. y su tono de voz fueron otras dos confirmaciones. Como imaginaba, me fue dicho que N. había muerto durante la noche. Por algún motivo decidí cambiarme y afeitarme, luego llamé a la oficina, olvidando que todavía era muy temprano para que alguien pudiera responder. Cuando ya estaba listo para salir, ya con las llaves en la mano, sonó el despertador. Fui a apagarlo y sentí la necesidad de recostarme un instante en la cama, con zapatos y abrigo. Me quedé allí durante unos minutos mirando hacia el techo y el sueño me regresó a la mente.

 

Una larguísima carrera (cut-up n. 157)
          Mientras te espero sentado en una banca, me dejo extasiar por la manera en la que un enjambre de abejas se propulsa hacia adelante, retorciéndose y enredándose en una espesura de órbitas elípticas. El avance del sistema es una consecuencia de la deriva de sus componentes, que parecen perseguirse entre sí.
          En la ilusión de que el número de pasos es proporcional a la distancia recorrida, precedemos a lo largo de un recorrido en espiral, en el cual descubrimos lo que queremos decir en el acto de decirlo, entre errores, demostraciones de valor y replanteamiento. La capacidad para coordinar los movimientos y avanzar en posición erecta es un mecanismo que parece estudiado a propósito para permitirnos afrontar la larguísima carrera que nos espera. Persiguiéndonos uno al otro, en nombre de una particular forma de contorsionismo que reconocemos como amor, creamos un enredo difícil de desenredar de la interdependencia, esperanzas, expectativas desvanecidas o mantenidas, e interpretaciones equívocas similares a las estrellas fugaces. Una ilusión óptica, originada por un enjambre de meteoritos que corren en vano a lo largo de órbitas paralelas, sobre la trayectoria de la Tierra, terminando por ser arrasados y desintegrados al entrar en contacto con la atmósfera.

 

El éxtasis (cut-up n. 104)
          Como un perro bien entrenado, llevo a cabo todos los deberes necesarios para garantizar mi sustento, y me muevo eficientemente realizando las responsabilidades del día. Me he habituado a sonreír ante logros mínimos, o para frustrar amenazas; me siento cómodo, soportando la vida, consciente del hecho de que ciertos alimentos requieren de una mayor masticación respecto a otros. A veces, antes de dormir, vuelvo a pensar en todos los errores que he cometido por instinto, en las intuiciones que se han quedado atrapadas en las telarañas, en mis mejores intenciones contaminadas por las necesidades, por estrecheces que no he sido capaz de prevenir. Me doy cuenta de que mi pasado reciente ha estado pesadamente condicionado por elecciones invisibles, por intercambios perdidos que me han hecho encallar en vías muertas y por las consecuentes reacciones en cadena que esos descuidos han desencadenado. En la duermevela regreso a los lugares de mis accidentes, me veo sentado al borde de un cambio radical que entonces no mostraba todavía ningún síntoma, pero que a partir de allí, poco a poco, me abrumaría. Vuelvo a recorrer las desviaciones en las que me metí sin darme cuenta, acaso por falta de intuición o de experiencia, y que me han traído hasta aquí, a esta vida que no se me parece, que parece ser el fruto de una equivocación.
          Durante el día todo tiene un sabor completamente diferente y rara vez cedo a pensamientos de este tipo. Las semanas se suceden velozmente, una detrás de otra, y yo me dejo llevar por la corriente, por la routine que dirige mis días, avanzando a lo largo de un recorrido de paradas obligatorias con el piloto automático. Sigo el curso del río, teniendo cuidado de no sobrepasarme, hasta que noto algunas fruslerías que me hacen caer en la lona. No sé por qué, pero a veces la más mínima dificultad es suficiente para desalentarme, para inducirme a desistir, cada obstáculo parece ser la confirmación de un error de raíz, de un proyecto basado en un error. Estas reflexiones truncadas al nacer casi siempre me llevan a la misma conclusión. A una conclusión ventajosa: me digo a mí mismo que, en el fondo, todo cae en el promedio de accidentes ordinarios y muertes diarias insignificantes, partes infinitesimales de mí que mueren en mis apneas, esperanzas perdidas y luego olvidadas, pequeñas isquemias. Llegará el día en que seré suficiente, en que todo será suficiente, totalmente suficiente. Algunas especies animales cambian de sexo espontáneamente cuando se encuentran en un ambiente monosexual. Solamente hay que esperar un poco más y pronto, incluso para mí, llegará el día en que el alivio será permanente, el compromiso se volverá una costumbre, un mecanismo mental perfectamente eficiente, un automatismo, como el latido del corazón.
           

Cronómetro (cut-up n. 151)
          El peso del tiempo que estoy perdiendo me abruma y amplifica mi sentimiento de culpa. Siento la presión de cada hora. En este lapso del día, el ritmo lo marca una muchacha que hace footing alrededor del parque, cronometrando sus tiempos en el circuito. Las pequeñas dimensiones del jardín público en el que nos encontramos ocasionan que vea aparecer su figura repetidas veces, hasta el punto de despertar la sospecha de que puede asumir un papel menos marginal en el curso de la narración. Una sospecha infundada, desde el momento en que su tránsito es un suceso cíclico neutral y carente de significado, como la rotación de los planetas. Cada vez que ella pasa cerca de la banca en la que estoy sentado, me sorprende ocupado en una acción interlocutoria diversa —mirando el mar, hojeando los apuntes que no estoy leyendo, observándola—, una de las tantas declinaciones de esperar un fin en sí mismo.

Traducción del italiano de María Teresa Meneses

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