Libros / Devolver la voz a los animales / Marí­a Jiménez Garcerán

Eduardo Chirinos es un poeta limeño, nacido en 1960 y afincado en Estados Unidos, donde trabaja como profesor de Lengua y Literatura Españolas en la Universidad de Montana. Como principal característica de su obra podemos señalar la variedad formal que el poeta impone a cada libro, variedad no arbitraria sino señalada siempre por los contenidos, como veremos en relación con el libro que nos ocupa: Treinta y cinco lecciones de biología (y tres crónicas didácticas) responde, como tantos otros de sus libros, a la forma de catálogo. En este caso, se trata de un catálogo de lecciones sobre treinta y cinco animales diferentes, al que se suma una tríada de crónicas históricas que complementan la visión del mundo formada en los poemas anteriores. Nos ocuparemos, sobre todo, de esas lecciones. Cada poema está numerado y tiene como subtítulo, entre paréntesis, el nombre científico del animal al que se dedica. Preceden a los poemas un epígrafe y un prólogo, y los completan unas notas finales.

 

Desde la dedicatoria, el autor reconoce su pasión por los animales. Dedica el libro a Jorge Ferradas y a Fernando Iwasaki, quien prologara su Coloquio de los animales (2008), poemario que recopila otros poemas dedicados a animales de la poesía de Chirinos.[1] La zoología y la etología son vocaciones compartidas, como señala la acertada reseña de Paul Guillén (2015), con los peruanos Antonio Cisneros y José Watanabe y con una larga nómina de poetas latinoamericanos.[2] Por otro lado, no podemos dejar de insertar este poemario en la trayectoria poética de Chirinos, donde son habituales las listas de distinta naturaleza. Como ejemplo podemos nombrar su Breve historia de la música  (2001), poemario en el que cada poema está inspirado por una obra musical, de modo que podríamos tomarlos como lecciones de historia de la música.

La fábula clásica es un género (si lo podemos llamar así), en primer lugar, en verso; en segundo lugar, breve, no sólo por el escaso número de versos, sino sobre todo por la concentración del contenido y la abstracción, que permiten llegar con facilidad a la aplicación moral del relato. Los poemas de Chirinos son también breves (ninguno excede los veintitrés versos) y en un verso parecido al latino: sin rima, sin estrofa, con tiradas de versos de medida similar (igual que Fernando de Herrera se fijó en el contorno del soneto, aquí podemos ver poemas de contorno casi rectilíneo, que ronda el endecasílabo). La entonación es casi de prosa, y podría compararse con la del cuento infantil. Y sin embargo, detrás de tal sencillez se intuye, como una música, un tono que tendrá un papel crucial para determinar la ironía entre la apariencia y el trasfondo, como comprobaremos más adelante.

La diferencia más importante entre la forma de la fábula latina y la de estos poemas viene dada por la función del título. Aunque en ambos casos encontramos el nombre de los animales protagonistas presidiendo el poema, además en latín, pronto nos damos cuenta de la paradoja que se crea al poner cada obra en su contexto. Al usar el nombre científico latino, Chirinos demuestra cómo nos hemos separado de los animales: ya no los reconocemos, y estos poemas se convierten en adivinanzas que, en primera instancia, nos permiten imaginar qué tipo de ser se encuentra tras ellos y, en definitiva, nos obligan a acudir, curiosos, al anexo que el poeta añade, donde explica quién es quién.

Este juego de adivinanzas permite a Chirinos devolver la voz a los animales. Así lo afirma en el prólogo al poemario:

 

A veces fantaseo con la Edad de Oro, donde los seres humanos no se distinguían de los animales, entre otras razones porque se cominicaban en la misma lengua. Ahora nos acercamos a ellos como lo único que son: metáforas culturales. ¿Por qué no intentar escucharlos desde su propio espacio, donde ese «plano diferente e invisible» del que hablaba con Uexküll?

 

Ésta es la forma que tiene Chirinos de responder al epígrafe que precede al poema, del etólogo Jacob von Uexküll. Él propone que el biólogo, para delimitar «los espacios del mundo visible de los animales», aunque se sirva de medidas de espacio humanas, no debe olvidar que éstas no pertenecen al plano animal. La principal medida que toma el poeta es la adopción de la voz de cada animal a través de una primera persona que imagina lo que cada uno de los animales tiene que decir al lector.

En otro lugar, el poeta conecta el nacimiento de este poemario con un hecho autobiográfico: «es un ejercicio de humildad originado a partir de un proceso personal que viví al estar enfermo, pues detecto que hay algo de nosotros que se quiere quedar al morir, un impulso que es básicamente animal».[3] Ese impulso se resuelve en treinta y cinco poemas que son una suerte de monólogos dramáticos[4] donde ciertos animales toman la palabra y se describen, no por comparación con el hombre sino más bien por diferencia con él, y sobre todo, por lo que al hombre tienen que reclamarle. Es por esto que, en su mayoría, son animales desconocidos, que la humanidad ha pasado por alto e incluso ha destruido. Por ejemplo, el moa:

 

Nuestra extinción empezó a mediados

de 1250, cuando llegaron los maoríes

de las islas del norte. En pocos siglos

nos comieron a todas.

 

Junto a la extinción, está presente la migración de las especies como el tapir amazónico desde Eurasia hasta América del Norte y luego a Sudamérica: «En / el Mioceno habitamos los bosques cálidos / de Eurasia y andando, andando, llegamos a América del Norte. Allí las glaciaciones / estuvieron a punto de extinguirnos. Por suerte se abrió el corredor a Sudamérica, / y aquí estamos». También recoge el poeta multitud de curiosidades sobre los animales, como que el pez gato nada de espaldas, o que la araña acuática teje una bolsa que llena de aire para poder respirar bajo el agua. Llaman mucho la atención los animales que reclaman la imagen que da de ellos la literatura, como la Cicada orni:

 

Por culpa de la fábula tengo mala prensa.

No quiero restarle méritos a la hormiga

(que los tiene y muchos), pero la historia

no me hace justicia.

 

Otros exigen una mirada más simpática por parte de la religión: «La religión fue todavía más dura: cuando / Job lamenta sus desgracias dice: “Parezco / hermano de chacales, amigo de avestruces”», o «El / Corán nunca me tuvo mucha simpatía»). Merece la pena que sea citado el grito de la serpiente contra la mala imagen que la Biblia da de ella: «Si el mundo supiera que / rara vez malgasto mi veneno, que nunca / tuve tratos con ningún demonio. Que a / Adán y Eva, probrecitos, jamás los conocí». En otra ocasión encontramos un poema que describe al rinoceronte en un cuadro de Longhi, la onomatopeya que utiliza Aristófanes en Las ranas, la definición que Aristóteles hace de la avestruz, un recuerdo a los dibujos animados sobre el correcaminos norteño…

Pero lo que la gran mayoría de animales incluidos comparten es estar fuera del canon occidental, de aquellos que Fedro y Aviano usaban para sus fábulas. Por eso surgen animales de todas partes del mundo: la ballena barbada de Groenlandia, el okapi del Congo, la vicuña y el tapir sudamericanos, el tanuki oriental… Ellos se quejan de haber sido tratados como extraños por no ser iguales a aquellos otros que convivían con los occidentales, por proceder de lugares remotos: « “Nadie se acuerda de nosotros”, se queja el pájaro dodo, “Mi única rareza / es vivir lejos”, reclama el ornitorrinco, “El Nuevo / mundo me ofrece un poco más de / consideración”, confiesa el chotacabras, “Si los españoles hubieran preguntado / a los nativos quién era, nunca me habrían / llamado perezoso”». Cabe preguntarnos si estos versos no dejan ver al poeta emigrante, que deja Lima («Nostalgia del mar», lo llama la ballena barbada) y tiene que refugiarse en el Norte, al americano en el que queda un resto de rencor por el colonialismo, una nueva mirada de la historia humana desde el punto de vista inocente de los animales. Sin embargo, a pesar de ellos, no creo que debamos ver en ésta la principal crítica del libro, sino una lectura secundaria, derivada, en todo caso, de la que comentaremos a continuación.

En una comparación de este poemario con la fábula clásica, sí se hace imprescindible atender a su finalidad, si la tiene, y, en tal caso, si se parece a la de aquélla. Es en el anexo que arriba hemos citado donde se expresa la clave del poemario: «Las notas que siguen a continuación son prescindibles, pero tal vez le permitan al curioso lector acercarse un poco más a nuestros insospechados parientes. Los mismos a quienes los antiguos fabulistas dieron voz una vez que enmudecieron a causa de nuestra soberbia». Este texto nos lleva directamente a una reflexión: ¿en qué momento se hace necesario pasar de buscar en los animales un parecido con el nombre a reclamar al hombre que se asemeje a los animales? Una expresión contidiana, «¡eres un animal!», se desmorona con sólo leer un par de poemas de este libro. El hombre no hizo caso a la moraleja de las fábulas, no las leyó hasta el final, no alcanzó el aprendizaje y consiguió acabar así con miles de especies al apropiarse de un mundo que no es suyo. Los poemas de Chirinos actúan como arma no violenta, sino reveladora, contra una especie, la humana, que por soberbia ha sobrepasado los límites de su ser animal. Es por esto que los animales de su libro reclaman serlo y no ser comparados con los humanos, que han acabado con ellos. Como vemos, Chirinos se distancia del modelo para, irónicamente, dar la misma lección que daban los antiguos fabulistas.

En las crónicas didácticas es donde se manifiesta con más poder esta enseñanza. Las tres crónicas están dedicadas a grandes catástrofes, las dos primeras naturales, pero la última provocada por los humanos, la de Chernobyl. Así, al final de una serie de poemas de apariencia sencilla, lúdica, sutiles en su enseñanza, estos tres poemas acaban por afirmar que sí, que el hombre se ha pasado de la raya. Después de dos crónicas que tienen mucho que ver con la curiosidad de los poemas anteriores porque explican el porvenir de algunas de las especies, la relativa al desastre de 1986 es devastadora por la ironía que maneja Chirinos: los animales, qué remedio, son felices en el espacio que los humanos no habitan desde el accidente nuclear.

Con este libro, Chirinos consigue devolver la didáctica a su forma versal original, y reclamar un lugar para la poesía que enseña y deleita a un tiempo. Con su poemario podemos comprobar que, aunque el formato de la fábula ya no tenga tantos adeptos, muchos de sus rasgos siguen presentes en cierto tipo de poesía cuya contemporaneidad es indiscutible. 

 

Treinta y cinco lecciones de biología (y tres crónicas didácticas), de Eduardo Chirinos, con ilustraciones de David Miles Lusk. Textofilia / uam, México, 2015.


[1]    Coloquio de los animales, de Eduardo Chirinos. Renacimiento, Sevilla, 2008.

[2]    «Eduardo Chirinos. Treinta y cinco lecciones de biología (y tres crónicas didácticas)», reseña en Sol Negro. Poesía y Poéticas: sol-negro.blogspot.com.es/2015/08/eduardo-chirinos-treinta-y-cinco.html

 

[3]    «Une Eduardo Chirinos el mundo biológico y poético en su obra»: www.oem.com.mx/elsoldeleon/notas/n3716566.htm

[4]    «Conversación con Eduardo Chirinos», video de Jorge Cadavid: vimeo.com/67660128.

 

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