Entre poetas / Bárbara Jacobs

De veras entre las páginas de un ejemplar de Walden de bolsillo, maltratado, de hojas amarillentas por el paso del tiempo, medio dobladas y abultadas por la humedad (no voy a jactarme de que fuera porque le hubiera llovido encima o porque yo le hubiera llorado encima), encontré un recorte de la revista The Nation, que feché a mano en una orilla, uno o el número de abril de 1973, o sea, de hace exactamente cuarenta y dos años, con un poema de Ruth Whitman que me estrujó tanto cuando lo leí aquella primera vez que lo recorté y lo guardé, probablemente entre las páginas viejas de Walden porque habla de la naturaleza o, debería precisar, desde la naturaleza. Está escrito en su inglés original. En mi traducción, se titula «Carta a» y, sin mayúsculas salvo cuando yo también las indico, dice:

mi paloma, mi unicornio, mi lodoso charco,
mi lisa piedra de río, mi pulso, mi amatista,
mi sueño, mi música, mi helecho de bosque,
mi ola verdegrís. Mi océano.
Tu playa sedienta,

firma Ruth Whitman

Al encontrarlo casualmente mientras buscaba qué ejemplares de Walden guardaba en mis repisas, tras releer la «Carta a» de Whitman y volver a emocionarme con su lectura, averigüé —habré vuelto a averiguar— la identidad de la autora y me extrañó —habrá vuelto a extrañarme— no conocerla. Es decir, o no haberla conocido entonces, o no recordarla ahora, con mayor razón cuando su «Carta a» me conmocionó a tal grado cuando la leí aquella primera vez que la guardé entre las páginas de Walden en 1973. Aunque debo admitir, avergonzada y contenta a la vez, que quizá no recordaba a la poeta pero, al releer su «Carta a» en cambio de inmediato supe que ese canto suyo al amor ya lo había leído, ya habitaba en mí, y entonces celebré, muy conmovida, mi premonitorio acierto al haberlo guardado. Bueno, y al haberlo reencontrado, justo ahora, fascinada como estoy con Fidelidad, el poemario póstumo de Grace Paley.
Fueron contemporáneas y neoyorquinas judías las dos, Grace Paley y Ruth Whitman, datos con los que las asocié apenas ayer, porque en estos días, cuando distraídamente metí la «Carta a» de Whitman entre las páginas de Fidelidad, de Paley, no lo sabía. Ignoraba todo de Whitman, salvo su autoría de «Carta a», de modo que cuando la anexé a Paley fue, por asombroso y sorprendente que parezca, por intuición. Para escribir estas líneas, aunque con cierta vaguedad, estaba considerando elegir alguno de los poemas de Fidelidad y de algún modo relacionarlo con «Carta a», pues no dudaba que Paley y Whitman compartían la corriente subterránea de la poesía que encuentra poesía en los sentimientos comunes, en las imágenes comunes, en los sucedidos comunes, pero que solamente una poeta, un poeta, es capaz de cautivar, de independizar del momento en que sucede y, al atraparlo solo, al hacerlo suyo, lo eterniza, en lenguaje común, en lenguaje de todos los días, que es exactamente lo que Paley teje en este canto suyo de amor también, sin mayúsculas, sin otra puntuación que unas pausas que me atrevo a marcar con un guión (para subrayar su calidad propositiva), y que traduzco:

Necesitaba hablar con mi hermana
hablar con ella por teléfono — Quiero decir
como hacía cada mañana
y en la noche también cada vez que los
nietos decían algo que
apretaba el corazón de cada una de las dos

Llamé — su teléfono sonó cuatro veces
me creerás que se me cortó la respiración — luego
se oyó un horrendo ruido telefónico
una voz dijo — este número ya no
está en uso — qué maravilla
Pensé — Puedo
volver a llamar no han asignado todavía
su número a otra persona a pesar de que
han pasado dos años de ausencia por muerte

Diría más. Diré más si algún día confirmo que las dos poetas, aparte de contemporáneas y neoyorquinas judías, se trataron y fueron amigas, Ruth Whitman y Grace Paley. En al menos uno de sus cuentos, Paley nombra Ruth a una de sus protagonistas más queridas. No me extrañaría que se refiriera a Ruth Whitman. Más bien, me encantaría.

 

 

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