Un dato menor / Sergio Chejfec

Luego de varios años viviendo afuera, el hombre ha regresado como si se le hubiera perdido algo. Ignora en este momento que se trata del último viaje, aunque una sensación nueva, y por lo tanto vagamente definible, instala en él un sentimiento de alerta, de sospecha sobre sí mismo: por primera vez se ve como una persona que teje su trama cerca del final. Parecido, piensa, aunque sin modelos a la vista, a algunos personajes de novelas, o especialmente de películas; esas películas que muestran al protagonista demasiado consciente de sus propios pasos, gracias a los cuales asigna un sentido preciso, inesperado o no, a toda su vida anterior —y obviamente también a la reciente.
     Autor de cuadros, tal cual ha preferido definirse siempre, descartando la palabra pintor, sabe que no merece la admiración que algunos le profesan ni la reticencia con que lo trata la mayoría. Él se sentiría cómodo en un mundo de indiferentes en general, sujetos despreocupados de todo y sólo capaces de dedicar dos segundos a cualquier contemplación, sin distinción de objetos superfluos o relevantes. O incluso más: sería feliz viendo el desvanecimiento espontáneo de sus obras por un mecanismo preciso de prescindencia instantánea de los objetos, como si toda composición física tuviera un plazo de vigencia acotado. En un mundo así, en lugar de tener que coexistir con los procesos de deterioro y con la lenta pérdida de cualidades, con la delgadez paulatina de toda presencia material, con la creciente decrepitud, con el fatal anacronismo de todo lo previo, etcétera, encontraría abolidas todas estas amenazas.
     De sus obras le disgusta la duración inscripta en ellas, que se hayan instalado en el globo como un objeto más. Prefiere llamar globo al mundo, una metáfora caprichosa pero que considera eficaz, y tan en desuso que la siente propia; cree que toda argumentación que apele a la palabra globo lleva una inmensa ventaja sobre cualquier otra que diga mundo, tierra o planeta, aun cuando se trate de argumentos de peso dentro de consideraciones políticas o hasta ecológicas. Porque todo globo es de por sí provisorio, por lo tanto es conmovedor, y así su fragilidad se proyecta sobre el mundo al que busca increpar o justificar. Aparte, considera que la palabra global ha acotado injustamente la pertinencia de la palabra globo; y dado que siempre concibió sus cuadros como objetos temporarios, tiende a pensar en sí mismo como una suerte de anónimo operador semántico que busca desestabilizar sentidos sumamente acotados, a través de sus esporádicos comentarios.
     Otra cosa que le molesta de sus obras deriva de que se sabe incapaz de destruirlas. En primer lugar porque en general no le gusta destruir, por otra parte le resulta imposible desprenderse de nada, piensa que todo tendrá en el futuro algún uso o provecho; y en segundo lugar porque considera que la destrucción, así propuesta en términos abstractos, requiere más énfasis que la creación. Sospecha que, a veces, uno crea para decir «No», o directamente para negar, pero que la destrucción, también la omisión y hasta la derogación, son las verdaderas acciones humanas, ciertas y concretas.
     Incapaz de destruir, no tuvo otra opción que crear. Y por ello, debiendo crear espera que sus propias obras y todas las demás obras llamadas artísticas lleguen a un pacto de provisionalidad con el mundo: que duren poco y se deshagan antes de cualquier deterioro material. Pero como entiende que ello es imposible y en cierto modo también impracticable, en gran medida porque el dinero que en ocasiones se embolsilla gracias a sus obras proviene de la naturaleza perdurable de ellas, porque si fueran de duración breve nadie las compraría; como entiende que ello es imposible ha decidido postular a través del arte lo opuesto a sus convicciones, digamos, morales. Así, en sus cuadros trata de mostrar el costado perdurable de las cosas, «aquello que permanece y nos interroga», como siempre le gustó explicar para quien quisiera oírlo, aun cuando ello implicara que su acción contradijera su pensamiento. La típica oposición entre prédica y actividad. Cuando se pone a pensar en esto, las dudas que primero lo asaltan se relacionan con el carácter de los conceptos: ¿qué es acción y qué es pensamiento?, ¿qué es prédica y qué es acción? ¿La prédica es más verbal que no verbal? ¿La acción es enemiga de las palabras?
     Nunca le gustó que le pidieran explicaciones sobre sus cuadros en particular o sobre su arte en general. Sin embargo, la felicidad de darlas fue mayor en general a la felicidad que recordaba haber tenido al realizar esas mismas obras por las que le preguntaban. Todavía más, hubo un día a partir del cual jamás pudo liberarse de esa sospecha que inesperadamente lo alcanzó mientras respondía una pregunta. Fue como si en su mente se abriera una ventanilla muy lateral por una brevísima fracción de segundo, suficiente sin embargo para dar paso a una duda que se impuso como una brisa persistente. Se le ocurrió pensar que su arte era una coartada para hablar, una mentira vital. Y que si no hablaba no había arte; o más bien, que el arte consistía en hablar después de hacer arte, porque era en sí demasiado mudo.
     Tuvo la suerte de crecer lejos de grandes ciudades, en un pueblo raleado que tenía como epicentro la estación de ferrocarril. El resto era campo, las extensiones de tierra reguladas por los cultivos, los caminos interiores y el curso indiferente de los arroyos. Desde temprano, la variedad de escenarios naturales y parajes bucólicos lo llevó a ahondar en los secretos de la contemplación sedentaria, paciente cuando se trata de discernir la evolución de aquello que no cambia rápido, si acaso cambia. Es así como desde los tempranos tiempos de formación se apoderó de su mirada un particular lirismo, ajeno a la exaltación física y al arrebato expresivo, también a una identificación espontánea con el paisaje, que provino de ese modo inmóvil y sobre todo durativo de observación, capaz de envolverlo durante tardes enteras, prolongadas sesiones de empatía anímica con la naturaleza.
     Por aquella época era muy joven como para elaborar mentalmente la percepción, y más aún para encontrar en ella un argumento a favor o en contra de sus propias ideas sobre el arte, por otra parte también incipientes en ese momento. Su experiencia diaria se remitía a lo siguiente: al rato de llegar a uno de sus apartados rincones de práctica contemplativa, le iba naciendo una vana intuición o esperanza de saber más y entender mejor, intuición que se confundía con un opuesto sentimiento de frustración: la certeza de que nunca llegaría a conocer aquello que la superficie, bajo la forma apariencial de paisaje, realmente esconde, lo cual convertía esa esperanza suya en algo un poco vano o decepcionante por adelantado. Era como sentir que el momento de máxima conexión estaba determinado por señales de fatal desencuentro y de inapelable fracaso. O incluso más cruel: que la máxima conexión se producía cuando la derrota se hacía evidente y él se veía condenado a replegar su actitud alerta.
     No le había tocado en suerte nacer y vivir en otro lugar más enfático, un paisaje de contrastes y naturaleza polifacética, de escenografía proclive a representar los sentimientos humanos, acaso de por sí tortuosos. Al revés, en la región aledaña a su pueblo nada era brusco, todo resultaba demasiado calmo y armónico. Los cambios eran pausados y se producían según la evolución de las estaciones, por otra parte nunca extremas; y siempre se anunciaban, lo cual los hacía aún menos sustantivos. Y quizás debido a ese medio sin aristas ni eventos drásticos, comenzó a anidar en él la sospecha de una vida en general, la verdadera vida del mundo, sostenida gracias a eventos fenomenales, siempre destructivos, sacrificios mudos e invisibles. Todo ocurre debajo o detrás de la superficie observada, pensaba. La tranquilidad de lo visible no es más que la contracara de la constante batalla librada muy lejos de la vista, oculta tras las profundidades. Encontraba una prueba irrefutable de esas sospechas en la belleza contenida en muy distintas situaciones.
     Cuando se ponía a mirar el paisaje deseaba anhelantemente que llegaran los momentos de indecisión, como los llamaba; esos momentos en los que resulta imposible discernir lo cercano de lo lejano, cuando la luz es confusa, cuando los contornos se vuelven borrosos, en medio de una lucha que no alcanza a definirse entre irradiación y penumbra, invisibles y al mismo tiempo más nítidos, porque exhiben una variedad de matices que la luz fuerte del día siempre impide. Veía estas cosas concretas y simples, que advertía, sin embargo, le demandaban pensamientos o por lo menos consideraciones complejas, y entendía que no estaba preparado para esa tarea; que si quería describir el conflicto escondido del mundo, la espléndida guerra subterránea de la cual la superficie era consecuencia invertida, debía pintar, nunca escribir, decirlo con imágenes aunque fueran a durar menos, en su observación, de lo que requiere una palabra para ser descifrada y después repetida. Así fue como entendió que debía ser autor de cuadros.
     ¿Cuál era el paisaje que observaba? Cursos de agua angostos y medio escondidos en la vegetación silvestre, laderas en suave declive que bajaban hacia el cauce de un río también oculto tras una franja de distintos tonos de espesura vegetal, el cielo y las nubes siempre iguales, los movimientos furtivos en la naturaleza, los variados planos de profundidad que por ejemplo se adivinaban en un bosque elevado, los pliegues de sombra en angustiosa quietud, etcétera. Las sesiones de contemplación podían durar bastante, por lo menos hasta que le nacía un pensamiento angustioso: se preguntaba si buena parte de la conmoción que lo dominaba no se debía a la ausencia de términos para nombrar y entender aquel complejo escenario. A veces el paisaje se manifestaba a través de sus cambios: escuchaba un tren lejano, o la voz de algún animal lejano u oculto. Ignoraba los nombres de los arroyos, de los arbustos de cuyas combinaciones de verde estaba enamorado, de los pájaros que era capaz de sentir; ignoraba las denominaciones de las probables morfologías del paisaje, combinaciones alejadas y visibles a la distancia, a las que no podía elogiar mentalmente, pese a conocer muy bien, porque carecía de capacidad descriptiva. Cualquier deseo de organizar aquel paisaje y reflexionar sobre él se disolvía en una suerte de abstracción cada vez más truculenta debido a la falta de palabras adecuadas, su frustración aumentaba, un radical sentimiento de impotencia llegaba a resultarle intolerable, y así esa contemplación, si bien prolongada, terminaba interrumpida más temprano que tarde.
     Desde un comienzo, se realiza en sus cuadros una idea de inmovilidad, de espera o luto por la próxima o pasada tragedia, quién sabe, la próxima o pasada tragedia del mundo, el punto suspendido en que está por ocurrir lo peor o lo peor acaba de ocurrir. Es verdad que no suelen verse pinturas que describan el movimiento, pero acá se trata de una detención más patente, podría decirse aislada, como si la quietud no sólo diera a las cosas su personalidad sino también las preservara de cualquier amenaza de distorsión o cambio. Como consecuencia de estas estrategias de la mirada y de la composición, sus cuadros tienden a resaltar lo único dentro de lo indistinto; con la conclusión anticipada, y un tanto deceptiva, de que aquello denominado único precisa de nuestra evaluación para distinguirse, porque nada en la naturaleza lo sostiene más que cualquier otra cosa.
     Quizá por eso varias de sus obras se proponen dilucidar un panorama a primera vista obvio, pero que debido a su esfuerzo de representación (mostrar la referida constancia como núcleo esencial y a la vez borroso de las cosas) se torna, ese recorte elegido de la realidad, excepcional, porque es la parte de lo visible que al fin se ha hecho evidente y, sobre todo, contemplable. Por eso, a veces han denostado su arte diciendo que es muy cerebral o demasiado experimental, o directamente algo así como delirante. No obstante, estos argumentos son en sí mismos paradójicos, o en todo caso reveladores de la singularidad en la que se asienta su estrategia, porque al fin y al cabo no se ha propuesto otra cosa que representar una sensorialidad.
     Ésta es la arista más curiosa de su talento, una sensorialidad no celebratoria sino más bien problemática, que no tiende tanto a cuestionar el propio trance perceptivo que el sujeto atraviesa (eso sería fácil) sino a suspender la existencia del resto del mundo y de cualquier otra zona de la realidad. Cómo decirlo… Un fragmento de la superficie lunar sin la luna, una porción minúscula del paisaje terrestre aislada del universo, un mapa de hule definitivamente rasgado en un pliegue continental. En la base de esa creencia hay una particularidad de su temperamento contemplativo, que podría resumirse en una breve frase: compenetración y olvido del mundo. Compenetración con el objeto de la observación, y a la vez, como consecuencia del esfuerzo, suspensión del mundo, lo que tiene un efecto de parcialización, siempre hay un recorte que flota en el tiempo.
     Esta desconfianza hacia la geografía se apoya también en otro aspecto, y es que siempre la geografía le ha parecido el más irónico de los saberes. El más irónico y el más apasionante, porque tanto en un plano individual como colectivo, la geografía siempre propicia reacciones contradictorias, que tienden a ignorarla, corregirla, denostarla, anularla, enaltecerla, etcétera, y a su vez, la geografía tarde o temprano se arraiga en los hombres y los desmiente, ésta es una verdad suprahistórica. Pero sobre todo, la geografía es la fachada con que el mundo maquilla y disimula su interminable batalla interior, el mencionado conflicto de las profundidades. Es un conflicto que se manifiesta de distintas maneras, aunque siempre con finales inapelables. Esto él lo sabía muy bien desde un principio, para este personaje no es de ningún modo un dato menor, y esta certeza se tradujo en la confección de sus llamados cuadros.
     De hecho, ha buscado en su obra reflejar explícitamente ese conflicto. No cree que no se pueda representar por permanecer escondido en las profundidades; al contrario, le parece un tema versátil y en especial variable, incluso opinable. El problema es que se supone que el conflicto de las profundidades debe ser, debido en primer lugar a su nombre, un tema trascendental. Pero él, vedado a los sentidos trascendentes, no encuentra plausible que el arte pase por allí.
    
     Es con esta ambigua enseñanza que regresa a su país, sin adivinar lo que va a encontrar pero con la esperanza de recuperar los silenciosos arrebatos del pasado.

    

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