El misterio de la última novela de Élmer Mendoza / Patricia Córdova Abundis

Después de leer Un asesino solitario (1999), El amante de Janis Joplin (2001), Efecto tequila (2004), o la trilogía del Zurdo Mendieta (2008-2012), uno no puede sino concluir que su autor, Élmer Mendoza, tiene un tono novelístico singular ganado a pulso. El flujo narrativo, siempre creativo, resulta verosímil porque existe un equilibrio entre los giros coloquiales y las reflexiones monológicas; entre los diálogos ágiles-lúdicos y los más reflexivos. Mencionemos, además, la singularidad de sus personajes y tramas que lo han llevado a ser reconocido como el creador de un género nacional: la novela del narcotráfico. Como fenómeno socioliterario atrae que, a diferencia de la novela de la Revolución Mexicana, la novelística de Élmer Mendoza no repondió, en principio, a una convocatoria institucional. Sin embargo, coinciden ambos subgéneros, el de la Revolución y el del narcotráfico, en que recrean y argumentan sobre conflagraciones nacionales y en la proliferación de autores. En el caso de la novela de la Revolución Mexicana fue explícita la intención de crear una gesta nacional que otorgara una cohesión reflexiva y mitológica sobre el nuevo gobierno revolucionario y sobre los nuevos grupos sociales que cobraban un lugar protagónico o significativo en el escenario nacional. Por su parte, la novela del narcotráfico ha respondido, en sus orígenes, a la necesidad de representar y valorar una violencia de apariencia desideologizada que se ha reconocido, y no, como una guerra. La importancia de esta narrativa es también que se ha consolidado como un testimonio de nuestro tiempo al margen de esas valoraciones oficiales, o mediáticas, sobre la inexistencia de una guerra. Además, aunque carente de una convocatoria explícita, la novela del narcotráfico ha respondido también a cierto oportunismo de mercado: la violencia vende porque estamos en un mundo violento y una réplica constante e irreflexiva de la misma garantizaría un estupor conveniente para dejar el mundo como está. De ahí que uno de los riesgos de esta narrativa sería crear un llano juego de espejos, una mímesis que no obliga a la reflexión, una réplica que naturaliza lo que se esperaría que fuera extraordinario.
      La violencia es una esencia humana y, en ese sentido, no nos extraña su manifestación a lo largo de la historia. No obstante, es hoy cuando la expansión de la misma no es sólo un hecho histórico con espacios y tiempos delimitados, sino que es además un hecho que se representa y reproduce masivamente en diversos textos culturales, como el cine, los videos, las canciones y la literatura. En ese sentido, la novela del narcotráfico responde en México, por un lado, a una saga particular: el conflicto social entre narcotraficantes, ciudadanos y autoridades; y, por otro lado, responde a esa pulsión global por el consumo de una violencia que refleja, entre otras cosas, la caducidad de un conjunto de instituciones y nuestra incapacidad para balancear nuevas formas de subsistencia y convivencia que colmen no sólo nuestro estómago, sino también nuestro espíritu. Ante esta coyuntura histórica y cultural, el papel del crítico es esencial, pues resulta esencial interpretar y glosar lo que, de otra manera, sería una llana mímesis de la violencia.
     En 2013, un año después de que Élmer Mendoza había cerrado su trilogía del narcotráfico, publicó una nueva edición de Trancapalanca, un conjunto de relatos con el que pone en práctica técnicas narrativas no convencionales. Después de ese año, sin novedad literaria de por medio, ha salido a la luz la novela El misterio de la orquídea calavera (Tusquets, 2014), que augura la serie «El Capi Garay», una obra que, en distintos sentidos, rompe con la temática y el estilo de sus obras precedentes. La razón sería, acaso, íntima e incisiva. Me refiero a ese desprestigio silencioso que parece impregnar a los escritores de novela negra y similares. En teoría, éstos son autores preocupados más por la acción de sus personajes que por la resonancia reflexiva y estilística de los mismos o de la voz narrativa. Es como si «a este género le falta siempre algo, un último dato final para acceder al nivel de arte». De ahí que algunos escritores de novela negra, para bien o para mal, busquen trascender las limitaciones del género escribiendo «otra cosa», o incorporando guiños retóricos que dan lugar a una literatura impostada. El escritor de novela policiaca, negra, o de narcotráfico, estaría expuesto al canto de las sirenas que le prometen algo más literario.
     En principio, el Capi Garay, protagonista de la novela, está consolidado. Un joven culichi que está por terminar la preparatoria es constantemente menospreciado por su abuelo y experimenta una serie de inseguridades propias de su adolescencia. Duda de su encanto sexual, de su inteligencia, tiene alergias nerviosas, no acierta a conquistar a la chica deseada, es opacado por la continua osadía de su hermana mayor. El lector logra delinear al personaje en forma nítida de acuerdo a su propia recepción. Pero, en gran medida, la fortaleza de una novela está en la trama misma, en los hechos que suceden, intrigan y se desenlazan. El misterio de la orquídea calavera tiene dos historias y, con ello, dos tramas. Cuando Alberto, el Capi Garay, se tiene que trasladar a San Luis Potosí porque su padre ha sido secuestrado cuando fue a comprar ganado en dicho estado, se instala en un hotel, el Castillo, en el que inicia la lectura de un libro, El misterio de la orquídea calavera, que contiene la historia de Edward James, un escocés aristócrata, poeta y mecenas de diversos surrealistas. Edward James viajó a México en los años cuarenta y desarrolló el cultivo de orquídeas en Xilitla, el mismo lugar en el que se encuentra hospedado el Capi Garay. Hasta aquí algunos datos históricos de los que se vale Mendoza. Dentro de las excentricidades de este escocés se cuenta la construcción, en estilo surrealista, de su casa y de diversas esculturas y albercas en la profundidad de la Huasteca. Pero el autor va más allá: introduce elementos fantásticos que parecen ideales para construir una saga juvenil a la altura de las contemporáneas: boas animadas que logran comunicarse con el escocés, orquídeas aladas que llegan a encarnar a un chica asesinada, seres que sufren metamorfosis de humanos a animales fabulosos, una bruja que posee un ojo bermejo y brillante y es capaz de provocar la lluvia, cuevas clandestinas. El cerro de las orquídeas pasa de ser un vivero real a ser un espacio de combate entre Arsenia H y la orquídea calavera, quien es su misma hermana, asesinada por Arsenia. La orquídea calavera es custodiada por las boas inteligentes, que establecen un acuerdo con Edward James: los áspides no serán molestados a cambio de permitirle cultivar orquídeas. La inserción de esta segunda trama la realiza Élmer Mendoza con alusiones explicitas del Capy Garay que se refieren a la acción misma del adolescente que lee, o a ciertos rasgos del contenido de la lectura: «sigo leyendo», «No termino de entender a esta güey, ¿es buena o es mala?», «¡No manches, se hospedaron aquí! Qué raro es esto, no digan que no», «Qué aburrido, ¿se puede decir que uno lee un libro si se brinca partes?», «Son más malas las boas que Arsenia H, a poco no. ¿Qué haría yo si me atacaran unos reptiles? Ay, güey, saldría corriendo. A ver, sigo con Edward James», etcétera. No sólo es el tono simple de estas inserciones, sino el hecho mismo de que éstas subrayan constantemente la frontera entre las dos historias, lo que otorga un papel poco afortunado al lector, quien, se colige, fue previsto no sólo como joven, sino como una persona con limitaciones intelectuales. El precepto parece ser: ser joven es no ser lector y es ser torpe para la lectura. El Capi Garay ha leído Aura y también reacciona con simpleza emocional ante esa historia de Carlos Fuentes porque una joven, Aura, sufre metamorfosis y puede alternar entre la juventud y la vejez. Es decir, con las reacciones del Capi Garay, el autor delimita las reacciones posibles en un nivel muy básico, supone que los lectores adolescentes establecen conexiones pobres entre los contenidos y que poco o nada han leído. La estrategia es arriesgada porque estas suposiciones aluden al lector en potencia. No se trata aquí del personaje idiota que compensa sus limitaciones mentales con la voz interna que le habla y le proporciona conciencia. Me refiero a David Valenzuela en El amante de Janis Joplin, logrado magistralmente y que amerita un análisis independiente. Tampoco es la limitación de conciencia que tienen muchos otros personajes de Élmer Mendoza que funcionan como mediación de grupos sociales que en nuestra realidad lamentablemente nos rodean: enajenados, sin educación, con ansia de riqueza, sin valores. Pero lo que hace esta apuesta literaria vulnerable es que las limitaciones de conciencia de Garay involucran al lector del El misterio de la orquidea calavera porque el Capi Garay es un lector y está compartiendo, en un ejercicio de metaficción, la lectura con quien lee este libro de Mendoza.
     Las descripciones de la Huasteca, de Xilitla, son sucintas. El paisaje no atraviesa el lenguaje del narrador y, por lo tanto, no logra plasmar el peso de un mundo que en la realidad dice más. Faltan ojos, oídos, olfato, sensaciones que hagan transpirar la majestuosidad de la Huasteca y de Xilitla. El lector no alcanza a degustar lo excelso del paisaje ni es sorprendido por las construcciones surrealistas en el medio de la selva. Es necesario conocer Xilitla o navegar en internet para constatar la belleza apabullante del lugar y lo sorprendente del proyecto realizado por Edward James. De la misma manera, se inserta en la novela un tercer mundo, el de artistas y escritores que, en la vida real, fueron cercanos a Edward James porque éste los financió o porque convivió con ellos. Dentro de la ficción de la novela, Duchamp, Picasso, Salvador Dalí, Octavio Paz, Beckett, Leonora Carrington, Freud, Martín Solares (ejecutivo de Tusquets), y un largo etcétera, desfilan porque acuden a una fiesta imaginaria en el cerro en el que el escocés cultiva orquídeas. Son grandes nombres con intervenciones cortas, injustificadas en el entretejido ya de por sí complejo entre el mundo del secuestro en México y el mundo aristócrata-excéntrico-surrealista de un personaje escocés. Reto que se intensifica porque Élmer Mendoza ha sido un narrador extraordinario cuyos personajes son quienes guían la trama con su propia voz, una voz espontánea, coloquial, muchas veces violenta, que ha logrado plasmar, magistralmente, uno de los perfiles del mexicano contemporáneo. La voz del Capi Garay es convincente cuando no se refiere a su experiencia lectora, pero no lo es la voz de Edward James, su tono es vacilante y desteñido. El lector no alcanza a delinear esa personalidad compleja, europea, que en la vida real fue seducida por la naturaleza, el arte y la cultura mexicana.
     Se ha escrito que la novela ha de procurar antes lo verosímil que lo posible. Es decir, el autor puede recrear eventos imposibles, pero sólo si logra hacer que éstos aparezcan como verosímiles. Sólo así el efecto literario estará logrado y los lectores podrán involucrarse con la historia. En El misterio de la orquídea calavera se ha apostado por conjugar cuatro mundos: el del secuestro en el México actual; el de Edward James y su vida en la Huasteca; un mundo fantástico de orquídeas animadas, boas inteligentes y seres deiformes; y el de iconos artísticos y literarios del siglo xx. En el primer caso, el autor tiene una amplia experiencia y, sin problema, crea ese mundo posible como verosímil. En cuanto al mundo de Edward James, no hay una penetración a lo que pudo haber sido su pensamiento, sensibilidad y lenguaje como un europeo aristócrata fascinado por la belleza masculina mexicana y por el entorno natural. Se le plantea como un ser soñador e imaginativo que no habla, piensa, ni siente al ritmo de una voz propia. Su presencia es débil. En el caso del mundo fantástico, éste es creado haciendo alusiones a chamanes, a los orígenes de esa tierra, a cámaras secretas, a pozas y cariátides de origen dudoso. Pero el cuadro fantástico no parece estar terminado. Y es que, en el mundo literario contemporáneo, hacer creíble lo fantástico no es una tarea fácil. Tenemos de frente el poder de los medios audiovisuales. Es necesario que el autor se sienta cómodo, sin prisas, mientras despliega los trazos de un mundo que sólo existe en su imaginación y cuyo reto es ser capaz de hacernos ver a los lectores dicho mundo a través de su lenguaje. En este caso, faltan las líneas cuidadosas, el matiz de los colores repartidos aquí y allá. No hay solidez de un microcosmos que convenza de su existencia y la esperada coherencia e ilusión de dicho mundo no llega a forjarse. Aún más: cuando no es el tono existencial no convincente de Edward James, es la voz insulsa y juvenil del Capi Garay lo que nos aleja de esa credibilidad literaria. Y así sucede también con el cuarto mundo, el de los pintores y escritores cercanos al excéntrico escocés. Su despliegue y paso por la novela es proporcionalmente breve y el trato de las grandes personalidades que se presentan como personajes de fondo decae porque son muchos y porque se les atribuyen reacciones o frases aisladas cuya interpretación sólo podría enriquecerse si el lector es conocedor de las aportaciones y vida de los mismos.
La voz de Élmer Mendoza es imprescindible para entender nuestro país y nuestro tiempo. Gran parte de su narrativa representa, sin duda, la parte del espejo que no nos gusta ver: el México atrabancado, el de la mueca que se atraviesa, incluso en los rostros más equilibrados, cuando emerge esa droga que García Márquez consideró la más letal de todas: la cultura del dinero fácil. Además, ha dado voz no a una clase social, sino a una cultura nacional que Octavio Paz identificó teóricamente, pero que aún no hemos digerido: la del ninguneo. Más allá de la clase social, el ninguneo es hacia arriba y hacia abajo. Se desconfía de la autoridad, del empresario, del rico, del político exitoso, del gobernante; pero también de la criada, del estudiante, del empleado, del maestro… Es una falta de credibilidad que nos anula aun antes de emerger. El Capi Garay es un joven que es ninguneado por su abuelo. Élmer Mendoza conecta, como lo ha hecho en todas sus obras, con nuestros problemas sociales y emocionales, y lo hace no teorizando, sino dejando fluir y oler esa pus de una llaga que aún no sana. El valor de su literatura es que airea la herida con pensamiento y lenguaje. Sólo conceptualizando y analizando avanzaremos, y él nos da el objeto para hacerlo: su valiosa narrativa. El realismo sociolingüístico, la vulnerabilidad social y la marginalidad emocional de sus protagonistas, el valor estético de sus obras, son y serán materia de análisis literario, lingüístico y social. Por ello no tengo la menor duda de que en la próxima entrega de Élmer Mendoza podremos reencontrar una voz recuperada, genuina, redonda y trascendente.

El misterio de la orquídea calavera, de Élmer Mendoza. Tusquets, México, 2014.

Originalmente publicada en 1989.

Juan José Galán Herrera, «El canon de la novela negra y policiaca», en Tejuelo: Didáctica de la lengua y literatura, vol, 1, 2008, p. 69.

A discusión estaría qué tan prototípico es un escritor de novela negra o de novela del narcotráfico. Élmer Mendoza aparece como un escritor que inició con una novela que no es negra. Su tono narrativo es original porque parte del punto de vista del asesino, no del detective o policía. Además el asesino no sólo encarna el mal, sino una serie de sentimientos y pensamientos que muestran un código que no es maniqueo. En la novela negra tradicionalmente es el detective o policia quien cumple esta función. Agreguemos que la fluidez de esa voz que dialoga con un interlocutor invisible y con el lector está a la par de los hechos. Es decir, no es una novela altamente accional, como sucede con la novela negra. Efecto tequila también rompe con el esquema negro. El detective es rockero y difuso. En cuanto a la trilogía, el Zurdo Mendieta es tan vulnerable psicológicamente que raya constantemente en la ternura. Considérense también los estudios de literatura del personaje. Basten, por ahora, estos argumentos para situar a Élmer Mendoza como mucho más que un escritor de novela del narcotráfico.

Joanna Morhead, «The Magic Kingdom», en theguardian.com/artanddesign/2007/nov/07/architecture

Su casa es actualmente un hotel que se llama El Castillo. Ahí convivió con Plutarco Gastelum, de quien se especula que fue su amante, pero posteriormente Gastelum se casó y procreó cuatro hijos que jugaron el papel de sobrinos de Edward James. Todos estos hechos los registra Élmer Mendoza en la novela, pero es el lector quien debe investigar para percatarse de que esa información de apariencia inverosímil en la novela corresponde a  hechos reales.

Paul Ricoeur, Tiempo y narración. Siglo xxi, México, 2004.

En Noticia de un secuestro. Diana, México, 1996.

 

 

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