Sonrisas / Ida Vitale

 

 

 Si a muchos que yo me sé les preguntaran qué valor tiene la sonrisa, comenzarían por emitir una, breve y sardónica, perfectamente inútil,

y de seguro responderían que ninguno, que ellos sepan. Pero, aunque no

lo digan, sí le suponen uno, aunque meramente crematístico. Saben que una sonrisa puede ser la inversión requerida para conseguir algunas cosas.

 

En este momento estoy rodeada de chinos, jóvenes estudiantes, concienzudos, infatigables. Digo rodeada porque su proporción aumentó en el edificio en el que vivimos: como está cerca de la universidad, múltiples orientales carentes

del gusto burgués por la privacidad comparten en él apartamentos grandes.

 

Esta invasión corrompe el uso de la sonrisa. Los chinos no sonríen mucho, no al enorme y desconocido mundo que los rodea. ¿Observaron los que siguieron alguna trasmisión de aquellas Olimpiadas chinas, las extrañas, galvánicas muecas que, a guisa de sonrisa, los deportistas locales producían para el público o, más bien, para la televisión que los enfocaba?

Una contracción casi tetánica, dispuesta, sin duda, por la autoridad

más próxima, pero sin haber creado el clima para una exitosa

espontaneidad.

 

A poco de llegar a Austin noté que los norteamericanos, éstos al menos, fuesen lo que fuesen, cristianos, mormones, retirados, burócratas, etcétera, sonreían hacia todos los puntos cardinales, sobre todo en los espacios pequeños, peligrosos de intimidad, como un ascensor. Nunca supe si

lo hacían para hacerse perdonar algo o para atajar la malevolencia que imaginan latente en el mundo que siempre les será ignoto. Llegada de un Río de la Plata más bien hosco, las frecuentes sonrisas que me estaban dirigidas me intrigaban; más aún, me creaban un problema

de identidad. Al principio me dije que yo debía ser la Doppelgänger de alguna americana colmada de relaciones, miembro de un club nutridísimo o de una congregación que había logrado hermanar a todos sus integrantes. De lo contrario, ¿cómo se explicaba que yo anduviese por una ciudad desconocida saludando a diestra y siniestra como político en gira?

 

Pronto descubrí que aquí la sonrisa nace no bien se cruzan las miradas. Era yo quien las desencadenaba, mirándolo todo y a todos con curiosidad, porque un americano mirado a los ojos sonríe de inmediato como un robot sin fallas. Al fin, acostumbrándome a ser más discreta mermó alrededor

de mí el exceso que me inquietaba. Por supuesto, el normal tomar conciencia del prójimo, al subir y bajar de un autobús, al coincidir en una puerta, en un elevador, al recibir cualquier mínima atención, se complementa con una sonrisa. Por lo tanto, siempre que regreso a Montevideo debo transformar mi naturalidad. Allí, en mi ciudad de origen, debo olvidar mis nuevas y buenas costumbres, porque arriesgo alguna agresión verbal: allí sólo se sonríe a un desconocido o desconocida en son de burla.

Una sonrisa perdida recibe de retorno una mirada severa. Así es como corro el riesgo de morir bajo vehículos no menos ariscos, cuyos conductores suelen apretar los dientes ante el peatón osado que se le cruza en el camino.

 

Luego, otra vez en Austin, provoco la extrañada sorpresa del conductor

que no bien ve a un peatón que demuestra tener intención de cruzar,

se detiene media cuadra antes, mientras yo, que conservo todavía el reflejo equivocado, lo miro con humildad, moviendo mi rabito imaginario,

pidiendo perdón por mi osadía y sin resolverme a usar mi derecho al libre cruce en la zona debida.

Es uno de los peligros que corre el que va y viene por el oscilante puente tendido entre países que sólo tienen en común esas modas un poco ridículas, trasmitidas por la vía inapelable de la televisión. De un lado y de otro, si me descuido, me esperan leves escaramuzas, pero reconozco que unas son fáciles de remediar, mientras que las de allá, las del país donde las sonrisas son tan poco usuales y se venden tan caras, empiezan a resultarme inquietantes, casi peligrosas, porque, a veces, y no sé por qué, descubro una imprevista, fría fijeza en los rostros que cruzo. Eso, cuando me miran.

 

Pero volvamos a los chinos, cosa que no me es difícil: todavía no olvido el pasmoso espectáculo que inauguró las Olimpiadas. Ya lo sé, ni falta hace que me lo digan: esa perfección la logran las dictaduras, es fruto de una masa adiestrada a someterse al Látigo, de la clase que sea, y a archivar

el pensamiento, sin duda porque no cabe entre las horas del trabajo, de la obediencia y del sueño. Pero sucede que si la perfección mecánica puede ser odiosa, la imaginación puesta en juego por Zhang Yimou es el resultado de alguien que piensa, libre, y también sueña y delira, capaz de recrear la Muralla o la precoz aventura marítima china o imaginar el efecto de cientos de tambores tocados a la vez mientras las luces danzan sobre ellos.

 

Lo descubrí en Crouching Tigger, Hidden Dragon, en House of Flying Daggers, con sus luchas a vuelo limpio por los techos o en lo alto de un bosque de bambúes que se balancean mientras los enemigos, prendidos de ellos como cigarras, enfrentan sus inmensas espadas. O cuando, dos días después de la apertura de las Olimpiadas, vi en la televisión, por pura casualidad, en la versión del met de 2006, The First Emperor, una ópera de Tan Dun, compositor chino que vive en Nueva York, que también dirigía la orquesta. En la prodigiosa puesta en escena nadie volaba, pero por sus hallazgos plásticos no pude menos que pensar en Zhang Yimou. Y era de él, como supe al final.

 

Siempre he sido levemente reacia al género operístico, aunque en ciertos casos —Haendel, Mozart, Purcell, Galuppi y afines— me dejo caer con delicia en sus redes. En El primer emperador no hay fantasía sino historia, que puede incluir, sí, algo de leyenda, ya que el músico que se atreve a amar a la hija del emperador, prometida a un general victorioso, aparece también como creador del himno de su país. La música se ciñe casi siempre a los cánones melódicos chinos, emplea las campanas tradicionales o una especie de arpa horizontal, tocada con púas, combinada con arpas occidentales, mientras los coros se atienen, en cambio, a normas que nos son más familiares. El escenario estaba dominado por una gran escalinata que funcionaba como tal o se convertía en un telón de fondo. Mediante proyecciones se transformaba en un grabado antiguo o, mediante máscaras, sugería una multitud. Básicas las luces sutilísimas en variación constante, tanto para crear la ilusión de nuevos espacios como para facilitar cambios, que ni demoraban ni pesan. El resultado fue tan mágico que ahora espero el momento en que este mismo equipo asombroso ofrezca La flauta mágica, de Mozart, o

El amor por las tres naranjas, de Prokofiev. Sería una operación obvia. La humana, necesaria sonrisa puede ser la sonrisa del arte en plenitud.

 

Luego vino el espectáculo sudafricano. Toda comparación es odiosa y ésta además inoportuna por mezclar categorías distintas. Los sudafricanos son modestos y apenas aspiran, creo, a que se los tenga en cuenta. No puede decirse esto de los chinos, que se toman su tiempo sin dejar de marcar su camino. Poniendo de lado esto y las sonrisas, no puedo evitar registrar

el paso del cometa del delirante fervor futbolístico. El Uruguay había sido, casi por tradición, discreto en sus triunfos, cuando los había, sobrio y cauteloso, en la misma medida en que el nacionalismo no se consideraba virtud. Hoy eso ha cambiado. Salieron cuartos en el campeonato de Sudáfrica; esa ubicación discreta se borró, sobrevaluada, bajo otra verdad que parece ser la verdad verdadera, la del alma, que se instaló en comentaristas de futbol, periodistas, en cualquier locuaz deseoso de llevar las aguas para algún molino. Quizás los emolumentos que están al fondo del escenario hayan impuesto esta imagen, aunque un cierto pudor aparte un poco los reflectores. Hasta la Academia Nacional de Letras del Uruguay quiso alcanzar también ella, tan gris, un poco del celeste reverberante y, descubierta la veta por la que podía llegar a integrar el dichoso coro, celebró el correcto modo de hablar de los jugadores. Con ello apenas lograron que todo el que no está reñido con el diccionario reflexione sobre el reducido nivel general, contra cuya mediocridad, sí, se destacan los jugadores que llevan años en el exterior, por ejemplo en España, y gozan del dinero que su condición de esclavitud entre equipos y vendedores les depara. Hasta es posible que alguno compre libros. Aquí, la sonrisa ligera del principio se cubre, qué vamos a hacer, de una tristona ironía.

 

 

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