Helada / Daniel Espartaco

La mata de cabello negro de Magnolia, crespo e ingobernable, yace apagada, muerta, sobre la almohada. Yo estoy de pie junto a la ventana, y más allá de la escarcha del cristal, de las antenas de televisión y los tinacos, el cielo ha comenzado a clarear como la promesa de calor en la que ya nadie cree. Bajo la escalera envuelto en una cobija y enciendo el calentador de la sala, pero cuando intento llenar la jarra de la cafetera no sale agua de la llave. Llamo al trabajo y me responde el ayudante de mantenimiento. Le digo que por favor le diga al señor Gándara que llegaré tarde al trabajo, que todo parece indicar que se me congelaron las tuberías.
            —No te preocupes —me dice; es un hombre joven, moreno, de bigote ralo, que apenas tiene tres meses en el trabajo y ya quiere mi puesto—, yo creo que todos vamos a tener el mismo problema.
            Subo de nuevo a la habitación y hablo con la mata de cabello muerto sobre la almohada.            
            —Oye —le digo—, yo creo que Micky no va a ir a la escuela.
            —¿Qué pasa? —dice una voz bajo la mata de cabello.
            —Estamos bajo cero, no hay agua, se congelaron las tuberías.
            —¿Qué vamos a hacer? ¿No las aislaste?
            —Sí, pero creo que son las del suelo. Voy a ver qué se puede hacer.
            —Tengo que ir al trabajo.
            —Tendrás que ir sin bañarte.
            —No puedo.
            —Llama a tu madre.
            —Okey —me dice, y se incorpora en la cama para tomar el teléfono del buró.
Tiene los ojos hinchados y está caliente, siento su calor, y mi frío, el de toda la casa, y tengo ganas de cerrar la puerta del dormitorio con llave, meterme bajo las cobijas, tocarla y besarla, deslizarme entre sus muslos, a pesar de su aliento amargo y familiar, como la leche hirviendo.
            —Sí, mamá, no tenemos agua, ¿crees que me pueda bañar en tu casa? ¿En serio?
            Detrás de la blusa blanca y delgada puedo ver los pezones, los senos aún firmes de mi todavía joven esposa de 35 años.
            —Me dice mi mamá que tampoco tiene agua. Hoy vamos a tener una junta muy importante, de verdad que no puedo ir sin bañarme.
            —¿A qué hora es?
            —A las diez.
            —Pues llama y diles que vas a llegar a esa hora, voy a arreglar el problema.
            —Yo mientras preparo el desayuno —me dice—, ¿qué vas a querer?
            Sonríe, el bozo sobre los labios, como el personaje de una novela rusa que leí hace muchos años, cuando me gustaba leer, los ojos muy grandes, café oscuro, y el blanco de los ojos muy blanco, las ojeras de siempre, brillantes. Mi maquillaje natural, dice ella. Su cuerpo es ágil, esbelto, 17 años después aún la deseo. Chema no me lo cree, él, que tiene dos años de casado y ya no duerme con su esposa. Magnolia se cuida mucho, va al gimnasio todos los días y siempre está probando nuevas dietas, cada vez más complicadas, que yo no entiendo. En cambio yo estoy gordo, aceptémoslo, y no me siento muy confortable al respecto.
            —Cualquier cosa —le digo—, huevos, pan, si pudiera tomarme un café…
            —Okey —me dice ella.
            Salgo al patio y veo que los árboles frutales que planté el año pasado, cuando nos mudamos, un ciruelo y un manzano, están congelados. Esto me pone triste, me gustan esos árboles, y el ciruelo ya tenía un par de capullos el día anterior y ahora está muerto. ¿Por qué tiene que helar en marzo?, me pregunto. Busco debajo del cobertizo el pico y el soplete, y salgo a la calle. La casa es nueva y por suerte aún no hemos echado cemento en la parte frontal, como quiere Magnolia.
            —Yo quiero un jardín —le dije—, césped.
            —Entonces tú lo cuidas, yo no tengo tiempo.
            Muevo uno de los autos, el Corolla, y comienzo a picar a unos metros del medidor de agua. La tierra está congelada, y es dura, me hago daño en las manos con cada golpe de pico. Finalmente doy con la tubería y raspo alrededor, con cuidado de no dañarla, tengo que quitar piedras con las manos y me lastimo la carne debajo de las uñas. Cuando ya hay un buen tramo descubierto, enciendo el soplete y lo aplico a la tubería. El cielo cada vez está más del color blanco apagado de una sandía de esas que sembrábamos mi hermana y yo en el patio y abríamos antes de tiempo porque ya no podíamos esperar. Sí, sólo hay una manera de describir ese cielo. Las luces de las dos o tres casas habitadas de la cuadra ya están encendidas, y mi vecino, el que estuvo tres semanas en el hospital cuando le dispararon, sale a encender el coche, y me mira con curiosidad.
            —¿Usted cree que eso sirva, vecino? —me pregunta.
            Nos hablamos de usted, y eso que ya tenemos un año de conocernos y tomamos cerveza juntos el verano pasado, algo que esa mañana me parece tan lejano como un recuerdo, ocurrido hace veinte años; incluso fui a visitarlo dos o tres veces al hospital.
            —No hay de otra —le digo—, Magnolia dice que tiene una junta y que no puede ir sin bañarse.
            Está junto a mí, los hombres nos creemos con la obligación de pararnos a un lado y hacer observaciones cuando vemos a otro frente al cofre abierto de un auto o en cualquier otro trabajo que implique herramientas. Mi vecino, muy flaco, mira hacia el techo de mi casa y de la suya. Tiene un negocio de fumigación con su padre, es su propio jefe, pero se levanta temprano para llevar a su esposa al trabajo.
            —¿Y aisló la tubería del tinaco, vecino? —me pregunta.
            —Sí —le contesto—, desde el año pasado.
            —Yo no —me dice—, y creo que va a reventar cuando suba la temperatura.
            —Es lo más probable.
            —¿Escuchó los disparos en la noche, vecino?
            —A qué hora.
            —Como a las doce.
            —No, estaba dormido —digo.
            —Yo también, pero me despertaron. Debió de ser como a dos o tres cuadras de aquí.
            La tubería ya está al rojo vivo como un corazón que yo hubiera puesto al descubierto bajo esa tierra estéril que da sandías desabridas, pocas satisfacciones, y que se clava bajo las uñas como astillas de cuarzo. Magnolia abre la puerta de la calle y me grita:
            —¡Mijo, mijo, ya hay agua, ya está listo el desayuno!
            —Buen día —le digo a mi vecino, y siento pena por él, porque sólo tiene un auto, y tiene que llevar a su esposa todas las mañanas hasta quién sabe dónde con este frío, y porque estuvo tres semanas en el hospital cuando le dieron un balazo, y lo probable es que sus tuberías revienten cuando suba la temperatura. 
Aunque dicen en la radio que el gobernador decretó la suspensión de clases, yo no pensaba de todas formas llevar a mi hijo a la escuela. Micky sigue dormido, no me atrevo a despertarlo, tiene once años y es su último año en la escuela primaria. Magnolia y yo hemos discutido muchas veces en qué secundaria hay que inscribirlo. Ella dice que en la misma donde estuvimos nosotros, pero yo odio ese lugar, fue ahí precisamente donde mataron cualquier ambición que yo pudiera tener en la vida. En contraste, Magnolia me dice que ella fue muy feliz ahí, era la chica más popular de tercero A, y fue presidenta de la sociedad de alumnos. Ganó un concurso de recitación con un poema de contenido social y todavía hay algunos maestros que la recuerdan, aunque la mayoría de la planta es nueva, me dice. Entonces claro que Magnolia ni siquiera se fijaba en mí, fue muchos años después que nos encontramos, pero ésa es otra historia. Yo le digo que no, que está muy lejos y no me gusta esa secundaria, tan sólo al pasar frente a ella me siento mal.
            —Yo creo que no hay que despertar a Micky —dice Magnolia.
            —No, déjalo que duerma.
            Siempre ha sido incapaz de despertarse él mismo para ir a la escuela, hay que estar arreándolo, casi bañándolo y vistiéndolo.
            —Espero que cambie en eso ahora que entre a la adolescencia y le comiencen a gustar las niñas —le digo a Magnolia.
            —Sí, pronto, ya ves que ahora está siempre de mal humor.
            Desayunamos, yo huevos, pan y una taza de café con leche, Magnolia fruta, yogurt, granola y té verde. Últimamente le ha dado por eso del té verde. Enciendo el calentador de agua y ella se mete a bañar porque es demasiado vanidosa, no puede estar sin bañarse ni un solo día, incluso en invierno. Yo me pongo a cubrir el hoyo del frente con una pala mientras escucho dentro de la casa el ruido de la secadora de pelo. Ya es completamente de día, pero las luces de las casas siguen encendidas. El cielo es de un azul intenso, nada de nubes, y flota en el ambiente el olor a leña quemada. Magnolia sale con abrigo, un gorro y una bufanda, muy guapa, y yo no me atrevo a tocarla para no ensuciarla, cubierto, como estoy, de tierra. Se sube al auto e intenta encenderlo, pero nada ocurre.
            —Con una chingada —dice.
            Y a mí, no sé por qué, me da risa, Magnolia nunca maldice, y suena antinatural, pero es que una helada así no se ha visto en cien años, me digo, y en marzo. Siento como si el invierno ya hubiera durado mucho tiempo, que nunca llegará la primavera.
            —Jala la palanca del cofre —le digo.
Inspecciono el motor.
            —Dale —le digo, pero el motor no enciende, en vez de eso se oye un chasquido.
            —¿Me puedes llevar al trabajo? —me pregunta.
            Podría llevarse mi auto, pero voy a necesitarlo ese día para recoger unos paquetes en el aeropuerto. Así que entro a la casa y vuelvo a llamar al trabajo, ya casi van a ser las diez, y me contesta el mismo ayudante de mantenimiento.
            —¿Ya llegó el señor Gándara ? —pregunto.
            —Aún no, llamó hace rato para decir que tiene congelada la tubería.
            —Bien, en un momento estoy ahí.
            —Eres un amor —me dice Magnolia, y me besa en los labios.
            Su aliento aún es amargo, pero huele a champú, pasta de dientes y perfume; en cambio yo apesto, y siento su cuerpo debajo de todas esas capas de ropa, y sólo puedo pensar en tocarla. La deseo más que nunca. ¿Será porque este invierno ha sido el más largo de todos los inviernos?
            —Hay que llevar el auto al taller otra vez, y no tenemos dinero —le digo.
            —Quién sabe cuánto vaya a ser.
            —Quién sabe. ¿Le puedes pedir prestado a tu madre?
            —Ya lo hice.
            —¿Cuándo?
            —La semana pasada, para comprar el mandado. ¿Por qué no le pides a tu padre?
            —Me da pena, pero no va a quedar de otra.
            Cuando regreso a casa encuentro a Micky viendo en el televisor el noticiero local que sólo habla de muertos y más muertos, ejecutados, ayer por la tarde, hoy por la madrugada, a tres cuadras de donde vivimos, como había dicho el vecino, y la helada, la más grande en cien años, dicen.
            —Apaga eso —le digo.
            Siento pena por él, pero tuvimos que cancelarle el servicio de internet y de televisión de paga porque estaba sacando malas notas, y aparte ya no nos alcanzaba.
            —¿Ya desayunaste?
            —No —me dice.
            —¿Y por qué?
            —No sé.
            —Ya estás grande, bien puedes hacerte algo de desayunar.
            Entro a la cocina y pongo un huevo en la sartén, pan a tostar, lo unto con margarina y mermelada, y le sirvo un vaso de jugo de naranja del refrigerador.
            —Ven, siéntate.
            Yo me sirvo otra taza de café.
            —Cuando termines, vístete. Voy a bañarme, vas a tener que acompañarme al trabajo.
            —¿No me puedo quedar aquí? —me contesta con una mueca afeminada, de su madre.
            —No te puedes quedar solo en la casa.
            —Ya estoy grande —me dice.
            —Estás grande para lo que te conviene. Te puedes traer un libro de los que te compré y puedes leer en la bodega mientras yo trabajo.
            Cada semana compro en un puesto de revistas una colección de libros clásicos para jóvenes porque no quiero que cuando crezca sea un ignorante como yo.
            —Está bien —me dice, y sonríe, tiene un pedazo de huevo en la barbilla.
            Una barbilla como la mía, como la de mi padre y la de mi abuelo. Es un buen muchacho. Llamo otra vez al trabajo, me preocupa no estar ahí, pero se trata de un caso atípico y siempre me quedo un par de horas extras por la tarde.
            —Sí, el señor Gándara ya llegó —me dice el asistente de mantenimiento—, me preguntó que dónde estabas y volvió a irse, dice que va a buscar un plomero.
            —¿Y no le diste mi recado? —le pregunto.
            —Sí, se lo di, pero estaba muy molesto.
            —Me imagino —le digo, y cuelgo, no le creo nada.
            De camino al trabajo calculo que hay que ponerle gasolina al auto porque el medidor está roto, pero cuando intento meterme en el carril de la derecha para entrar a la estación de gasolina de Vallarta veo que hay un cerco policiaco, varias camionetas de policía, un camión del ejército y una ambulancia de ésas que siempre van con la torreta apagada porque son del servicio forense. Presiono el acelerador, y le digo a mi hijo:
            —No vayas a ver.
Intento taparle los ojos, pero necesito las dos manos para cambiar de carril, porque todos los autos bajan la velocidad al pasar junto a la estación.
            —No vayas a ver, Micky —le digo.
            ¿Y qué habrá pasado?, me pregunto cuando dejamos el lugar varios metros atrás, y miro por el retrovisor.
            —Mataron a unas personas —dice Micky.
            —¿Las viste? —le pregunto.
            —Sí —me dice, como si nada—, dos cuerpos.
            —Te dije que no vieras.
            Aprieto el acelerador para alejarnos de ahí lo más posible, ¿a dónde vamos ir a parar? La recta de la avenida Tecnológico es como una pista de hielo, transitada por unos pocos autos, y parece ser que los árboles del camellón están congelados, como el cerezo y el manzano. Este invierno ya duró demasiado, pienso, y espero que no haya problemas con el señor Gándara.

 

 

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