El lenguaje del juego / Daniel Sada

a mis entrañables amigas Rosina Conde y Ana María Sánchez

La vida puede ser un infierno, pero 
cada instante es un milagro.
E. M. Cioran

Primero la parsimonia. Sentado en un sofá anchuroso y sabiéndose dueño de su casa, Valente Montaño miraba a través de un ventanal las dispersiones del campo. Minutos más tarde invitó a su esposa Yolanda y a sus hijos Martina y Candelario a que le hicieran compañía. La señora se sentó a su lado mientras que sus hijos se mantuvieron de pie durante un buen rato. Así el cuadro familiar estuvo mirando pensativo como si los recuerdos bulleran a lo lejos: sí: como si algo empezara a redondearse. De pronto el señor y la señora se miraron a los ojos para luego besarse largamente en la boca. Bonita decisión al fin y al cabo, no obstante que los hijos se extrañaron al atestiguar eso, levantando sus cejas. Felicidad —acaso— en virtud de que había que celebrar la hazaña de sentirse diferentes después de tanto esfuerzo y tanta duda. Con decir que Valente había cruzado de manera ilegal la frontera norteña en dieciocho ocasiones, pero ya no, ya nunca, porque ya había juntado suficiente dinero para evitar las idas y venidas, amén de andar jugando al gato y al ratón a lo largo del tiempo. Que los cruces nocturnos. Que los cruces con lluvia. Que si la border patrol sorprendía a los migrantes en plena acción de cruce. Entonces el regreso desgraciado y de nuevo el intento y… Pero esos avatares ya eran para Valente una historia concluida. Ahora estaba dispuesto a fundar un negocio en San Gregorio, un negocio modesto pero suyo, como tan suya era la dichosa casita que él mismo construyó con la ayuda de su hijo Candelario. Allí, caray, en un asentamiento irregular muy orillado. Casita de tabiques con techo de carrizo: vistosa y agradable, a pesar de ser gris y poco resistente.
Fiesta: mañana: en grande. La gran celebración. Mas los preparativos no serían un agobio, puesto que las personas que llegaran tenían que traer algo de comer o beber. Otras traerían cubiertos desechables; otras cargarían platos, vasos e incluso servilletas, también de uso efímero, y casi todos sillas (al menos unas dos) para estar más a gusto departiendo sentados. La algarabía total al aire libre. Los dueños de la casa tendrían la obligación de amenizar con música ranchera el ambiente ranchero. O sea: muchos cidys de grupos muy de moda con ritmos pegajosos y letras pegajosas. Y ya nomás así: como un azar con trazo. A ver qué resultaba.
Pero mañana todo. Ahora nomás la calma, porque ahora era útil la recapitulación de lo que fue a la postre un cúmulo de ausencias: Valente y sus encomios desmedidos, demencial ilusión a la que hay que añadir el tropel de sospechas en cuanto a que el migrante regresara con bien de Gringolandia cada vez que se iba, sobre todo a sabiendas del riesgo que se corre cuando se es ilegal. De eso ya se hablará más adelante. Ahora lo mirón era lo que en verdad tenía valor. Allá en lo más disperso algo se redondeaba con toda parsimonia. Mirarlo ¿tendrá caso? La estampa familiar podría ser más vivaz.

La mira de Valente desde que regresó de Gringolandia y paseó por las calles más céntricas del pueblo consistía en echar a andar algo en verdad llamativo, como una pizzería: lo nunca visto allí. Sí: ya le había echado el ojo a un local alargado cuya renta era baja, uno que estaba casi en una esquina, a dos cuadras y cacho de la plaza de armas. Pagó un buen adelanto de tres meses sólo para apartar lo que Valente y su hijo pintaron de azul cielo a lo largo de un día. Un pinturreo entusiasta de paredes: lo habido medio sucio… Pero vamos por partes, yéndonos muy atrás. En uno de sus muchos cruces tan venturosos, Valente se escapó de un centro agrícola dedicado al cultivo de manzana, adonde fue llevado por un dizque pollero que le cobró una cuota no muy alta. Pago en dólares siempre: allá: cual debía ser. De paso hay que decir que en los centros agrícolas se tiene la costumbre de reclutar a grupos de ilegales que vienen por docenas o veintenas traídos por pollerosdesde casi la línea fronteriza. Se puede deducir que la experiencia consiste en conocer más mañas necesarias para ser más preciso en los desplazamientos. Es una estupidez el actuar solo. Es el error común de un migrante novato que presume de listo, dado que toda vez que se entra al territorio de los gringos, ¿hacia dónde ganar?, ¿cuál es la dirección?, y el desatino entonces, zonzo primer traspié, siendo que ya se aprende lo que no debe hacerse de ahí para adelante. La enmienda es contundente. Fue. Y después lo correcto tuvo que depurarse. Y a cada nuevo cruce otra maña aprendida hasta saber la treta decisiva, la cual debe contar con el gran ingrediente del ingenio. Ingenioso Valente por lograr lo logrado. Quiérase pues el tacto de trabar amistad con gente que predica creencias dislocadas de lo que está pasando allá con Dios; o dicho de otro modo: es gente peinadita de rayita que usa camisa blanca y corbata de tonos medio oscuros, ¡los llamados mormones!, gente que hace favores: como mandar dinero a las familias y ayudar a escapar del centro agrícola a uno que otro migrante siempre y cuando le sigan la corriente en eso del enredo religioso. ¡Los mormones son brutos cuando supuestamente se pretenden amables! A ellos hay que engañar con otra escapatoria. Lo que de nueva cuenta Valente consiguió, siendo la consecuencia ganadora un huir correlón y tembloroso del seno de esa gente de peinado tan mono. Fue en la ocasión decimoquinta cuando ocurrió lo dicho. El migrante en mención fue a dar a Pasadena. ¡Quién lo viera! Piernas y suficiencia respirona para llegar a una pizzería donde se requería a un asistente ducho en la cocina que estuviera dispuesto a recibir un módico salario (letrero muy vistoso: palabrerío en inglés que alguien le tradujo al buen Valente).
     —Pues yo soy el que buscan —dijo el que había leído sin entender un ápice.
     Y ¡a darle!, de inmediato. 
     Aprendizaje lento. Una equivocación seguida de otras treinta nada más en diez días. Es que la lengua inglesa… Pero lo que importó fue que pasado el tiempo Valente se hizo ducho en eso de hacer pizzas. Maestrazgo que al cabo ya no pudo seguir perfeccionándose porque la border patrol le cayó y pues ¿qué hacer? A México otra vez. Monstruosa frustración.
     Pero el aprendizaje: señero, abarcador.
     Un trabajo como ése jamás se repitió.
     Así caló el recuerdo, al fin, tan imborrable…, tan lleno de sabor y beneplácito.

Ahora bien, Yolanda fue la encargada principal de avisarles a los vecinos más cercanos acerca de la fiesta que se llevaría a cabo un sábado en la tarde. Ya próxima la fecha, así que ¡vengan! Fiesta de cooperacha, eso sí que ni qué, según lo iba advirtiendo para evitar algún malentendido. Que tal y tal platillo, por ejemplo. Que estos y otros detalles, ¿eh?, ¿sí pueden? Una celebración improvisada por la feliz noticia de tener casa propia. Buen pretexto, ¿verdad? O dicho de este modo: lo que antes figuró como un triste y oblongo jacalón, ahora nomás con verlo: ah: la firme reciedumbre hecha y derecha. Los cuartos, la cocina, la sala-comedor, el estilo del baño con excusado cómodo: ¡un verdadero trono!, contando aparte con mojadura enorme y mosaicos cerúleos en paredes y suelo. Pareciera un museo asaz extravagante en un lugar sin chiste. Por ende: ¡vengan ya!

Adelanto de la novela El lenguaje del juego, que próximamente pondrá en circulación la editorial Anagrama.

 

 

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