Luis Vicente de Aguinaga (Guadalajara, 1971). Uno de sus libros más recientes es La luz dentro del ojo (Universidad de Guadalajara, 2018).
La profecía es el oficio póstumo de Orfeo. Como las partes del cuerpo de Osiris en el Nilo, los miembros de Orfeo, violentamente descuartizado por las Ménades, flotarán o se hundirán en las aguas del Hebro. La cabeza llegará, río abajo, hasta el mar, por donde las corrientes lo llevarán a las costas de Lesbos. Un santuario le será edificado; ahí, emitirá vaticinios hasta que Apolo, celoso del éxito del oráculo, le ordenará callar para siempre. Importantes fuentes clásicas atribuyen al poeta el don de la profecía. Protágoras, en el diálogo epónimo de Platón, afirma que la sofística es un arte ancestral, si bien «quienes la profesaban entre los varones de antaño, por temor al aborrecimiento que provoca, se hicieron un disfraz y la encubrieron, unos con la poesía, como Homero, Hesíodo y Simónides, y otros, incluso, con teletai [esto es, ritos de iniciación] y oráculos, como los seguidores de Orfeo y de Museo» (1). El aborrecimiento al que se refiere Protágoras es el que algunos maestros itinerantes les inspiraban a muchos por atraer a los jóvenes, persuadiéndolos de abandonar a sus familias. Aristófanes, en Las ranas, hace decir a Esquilo que «los poetas de verdad», como Museo y Orfeo, le son útiles a la sociedad por haber instituido las iniciaciones mistéricas y los oráculos, entre otras costumbres y enseñanzas (2).
Orfeo no sobrevive como poeta: sobrevive como vidente. Su muerte (de naturaleza sacrificial, dirá Mircea Eliade) lo proyecta, por así decirlo, hacia el conocimiento del futuro. Cabe matizar esto recordando que Orfeo, en vida, ya era un mago: no, todavía, un adivino, pero sí un hechicero y un guía de almas. No son otros los rasgos de la figura del mago (hechicero, sacerdote y adivino) en un mundo de profunda influencia cultural persa: magush es, como enseña Walter Burkert, «la voz irania más famosa entre los griegos» (3).
En el orbe romano, Virgilio es el vate por excelencia, no sólo porque la palabra vate sea un sinónimo de poeta sino porque todo vate, además de poeta, es adivino: un cantor de vaticinios. No escojo al azar la palabra cantor: el vaticinio se canta en hexámetros. Para ilustrarlo, basta con remitirse de nuevo al contexto de las artes adivinatorias griegas: Femonoe, probable hija de Apolo, habría sido la primera pitonisa de Delfos y también la inventora del hexámetro. Con este antecedente, la conjunción virgiliana de la sibila de Cumas con Eneas, en el sexto libro de la Eneida, puede comprenderse como la fusión entre las hazañas del héroe y el metro con que deben cantarse.
Bien puede ser que Virgilio ilustre la «sobrehumanización de individuos excepcionales» a la que se refiere Raymond Bloch en la tercera parte de La adivinación en la antigüedad, caracterizándola como un fenómeno típico del Principado romano (4). A diferencia de Orfeo, Virgilio no era, por supuesto, hijo de dioses ni de criaturas legendarias. Aun así, las aptitudes mágicas que Virgilio reconoció en la sibila de Cumas y en el propio Eneas le serán atribuidas, con el tiempo, a él. Guiado por la sibila, Eneas emprende un complejo descenso al Averno que, por una parte, representa una búsqueda personal (centrada en interrogar, a propósito del porvenir, al fantasma de su padre, convertido así en ancestro y vidente, testimonio del pasado y anunciador del futuro del héroe) y una suerte de hazaña cultural que lo vinculará con Odiseo, su enemigo en la guerra de Troya, pero también con Hércules y particularmente con Orfeo; de modo análogo, en la Comedia, Virgilio será para Dante un guía en el inframundo.
Aunque todo lo anterior parezca limitado al ámbito de las letras clásicas, poemas como «La sibila de Cumas» de Verónica Volkow, «Délfica» de Jorge Esquinca y «Oráculo» de Pura López Colomé, y dos breves poemarios: Pythia de Gloria Gervitz y Joven sibila de Adolfo Echeverría, confirman que
Delfos, las pitonisas y el universo que les es propio interesan aún, por motivos que habrá que averiguar, en la poesía mexicana de las últimas décadas.
No se trata de cinco textos dispersos en la extensión de toda una literatura; por el contrario, son poemas aparecidos en un periodo de apenas tres décadas, entre 1974 y 2003. En todos ellos aparece, como una incógnita, el porvenir. Los firman autores nacidos entre 1942 y 1964.
El poema de Volkow, aunque figura en Oro del viento, libro editado en 2003, ya se había publicado en 1974. Está subdividido en seis partes, la última de las cuales alude al viaje de los Argonautas (episodio inicial del mito de Orfeo) bajo la forma de las expediciones navales del siglo XVI y, en particular, la de Lope de Aguirre, quien se propuso llegar hasta Eldorado como Jasón se había propuesto llegar a Hiperbórea, utopía de paz y eterna juventud. Pero el ascenso a la plenitud necesariamente pasa por el hundimiento en la vejez y el abandono. En el futuro que predice la sibila de Volkow se reúnen la muerte (o, en sus palabras, «este dejar de ser de las cosas que existieron») y el eterno resurgimiento de la vida («cantaré la búsqueda eterna de la forma»):
ahora soy sólo manantial
eterna fugitiva
que nunca se detiene en forma ni en deseo
y piensa tan sólo en morir
porque para ser
hay que dejar de ser en la epidermis (5)
Entre sibilas y pitonisas existen similitudes, pero también diferencias. Conviene subrayar, con Bloch, que Roma «casi no manifestó interés por la adivinación inspirada, intuitiva, y tal parece como si el don de la profecía, es decir la inspiración de un hombre por un dios, lo hubiera considerado como algo desusado» (6). Al contrario de la pitonisa, la sibila vaga por los caminos, expulsada de santuarios y sitios de culto: trae consigo los libros en que se recopilan sus premoniciones, pero es capaz de arrojarlos al fuego. Muy distinta de Femonoe, no es poeta: otro (de ahí Virgilio) debe ser el vate.
Del poemario de Gloria Gervitz pueden leerse diferentes versiones. La edición príncipe data de 1993; yo tengo a la vista el volumen titulado Migraciones, impreso en 2002 y reimpreso en 2013, uno de cuyos apartados es justamente Pythia. Es una secuencia de veintisiete pasajes breves, oscuros y fragmentarios. En ellos, la pitonisa es primera y segunda persona, intercesora entre los mundos de la luz y la oscuridad, «oficiante» y «suplicante», «vieja madre» y «huérfana»:
Entré al lugar entréme huérfana
¿dónde están las palabras por qué no comparecen
por qué no me socorren? (7)
Este solo motivo, el de la entrada en lo incomunicable, ya es representativo de la iniciación mística, como explica Karl Kerényi (quien, sin referir a San Juan de la Cruz, prácticamente cita un verso del Cántico: «entremos más adentro en la espesura») (8). La etimología misma de la palabra misterio procede del verbo myein, que significa «iniciar» y se deriva de «cerrar», en el sentido de cerrar los ojos o cerrar la boca. La iniciación mistérica es un ingreso, pero antes de abrir una puerta (la puerta de la cámara donde tiene lugar la ceremonia) es preciso cerrar otras. Primero está «la noche temblando con todas sus ramas»; después, «de súbito / la luz en el vértigo / del Hades», dirá Gervitz.
El punto de ingreso en la cámara iniciática (piénsese, por ejemplo, en el telesterion eleusino) es comparable, naturalmente, con el umbral de las cavernas oraculares. En principio, en la cueva de la pitia no tiene lugar ninguna iniciación, pero desde tiempos antiguos parece inevitable que la equiparación tenga lugar. Así, el inconfundible «cerrad las puertas, profanos» que los órficos repiten en sus textos rituales indica que la iniciación ha comenzado, al tiempo que alude a un descenso por las cavidades de la tierra (9). Pura López Colomé lo dirá con estas palabras:
Ésa era la penumbra a la que había que entrar
y de la que había que emerger ileso.
O no saliar más.
O nunca separarse del umbral (10)
Así como en el poemario de Gloria Gervitz la oscuridad se comunica con la luz y la orfandad con la maternidad, en el poema de Jorge Esquinca (incluido en La edad del bosque, de 1994, y después en Isla de las manos reunidas y en diferentes recopilaciones) el cuerpo mismo de la pitonisa délfica se tensa entre «lo oscuro» y «lo abierto». La pitia, en otra forma de tensión, yace dormida «entre el laurel y la serpiente derrotada», es decir: entre la claridad olímpica de Apolo y la oscuridad telúrica de la serpiente Pitón, cuyo combate mitológico fuera magistralmente analizado por Joseph Fontenrose (11). Además, el sueño de la pitia es inseparable, para Esquinca, de un canto tendido entre la memoria y la restauración del porvenir, entendido como culminación de un tiempo cíclico: «Que nada perturbe, virgen de la gruta, esa canción que tú bien sabes y siempre recomienza» (12).
La sibila de Adolfo Echeverría es una muchacha en vísperas de alcanzar la edad adulta. El futuro es, para ella, esa vigilia: «presente que sospechas». No, por lo tanto, un futuro distante, sino la prefiguración de un porvenir inminente. La cueva de la joven adivina es «ventana» y «almendra propiciatoria», o sea mandorla y vulva:
Sortilegio el presente que sospechas. Secreta la vigilia, conquistada por la cifra compasiva del azar, que reside en el centro de una almendra propiciatoria. Incierta tu morada, hiedra (13).
Importa mencionar que todos los poemas contienen palabras relacionadas, por su significación, con el pneûma griego: «aliento» en Esquinca y López Colomé, «respiro» en Echeverría, «viento» en Volkow, «alma» en Gervitz. El pneûma era, como se sabe, no una sino varias cosas, dependiendo del contexto: era el vapor telúrico que inspiraba, en la caverna délfica del Parnaso, a la pitonisa; era el alma que, separada del cuerpo, se fusionaba con el éter en el trance místico y después de la muerte para viajar al más allá, como empezó a creerse del siglo V a. C. en adelante; y era el «aire celeste» o presencia incorpórea del dios, como dirá Burkert glosando a Diógenes de Apolonia (14). Las tres clases de pneûma pueden vincularse, como si se tratara de líneas paralelas, con las tres clases de magia que la figura de los magush iranios habría contribuido a unificar en el mundo griego, como ya señalé: la hechicería, el sacerdocio y la videncia. Orfeo, tanto en el mito como en la considerable literatura de la religión órfica, desempeña los tres oficios, como Raquel Martín Hernández ejemplifica minuciosamente: hechicero, puede alterar la naturaleza; sacerdote, puede conducir almas; vidente, puede intervenir en el tiempo, anticipando el futuro (15).
La destreza del mago es, en gran medida, verbal. Burkert señala que Demócrito, al referirse a quienes «llamaban al universo con el nombre de Zeus», los llama «maestros de la palabra». Heródoto, por su parte, dice que los magos (mágoi) designan «con el nombre de Zeus a todo el círculo del cielo» (16). Los maestros de la palabra son, pues, los magos. Además de pronunciar oráculos, las pitonisas y sibilas de López Colomé, Gervitz, Esquinca, Echeverría y Volkow custodian el recinto iniciático. Las formas varían: la iniciación atañe a la fertilidad en Echeverría, la maternidad en Gervitz, las fuentes comunes del canto y la profecía en Esquinca, el paso de la muerte a la resurrección en López Colomé y Volkow. En estos poemas el papel de la pitonisa es mistérico, más que simplemente adivinatorio. Como transmisora de la palabra inspirada, la pitia garantiza la salvación del alma en el paso de la niñez a la madurez, de la muerte al renacimiento, de la oscuridad a la luz y, desde luego, del presente al futuro
(1) Platón, «Protágoras», cit. por Alberto Bernabé, La voz de Orfeo. Religión y poesía, Universidad de Córdoba, Córdoba, 2019, p. 78.
(2) Aristófanes, Las ranas, cit. por Bernabé, op. cit., p. 39.
(3) Walter Burkert, De Homero a los magos. La tradición oriental en la cultura griega, trad. de Xavier Riu, Acantilado, Barcelona, 2002, p. 131.
(4) Raymond Bloch, La adivinación en la antigüedad, trad. de Víctor Manuel Suárez Molino, Fondo de Cultura Económica, México, 1985, p. 129.
(5) Verónica Volkow, Oro del viento, era / Conaculta, México, 2003, pp. 176-177.
(6) Bloch, op. cit., pp. 94-95.
(7) Gloria Gervitz, Migraciones, Fondo de Cultura Económica, México, 2ª ed., 2002, p. 134
(8) Karl Kerényi, Misterios de los Cabiros. Imágenes primigenias de la religión griega (iii), Sexto Piso, Madrid, 2010, p. 22.
(9) Bernabé, op. cit., pp. 149-169.
(10) Pura López Colomé, Tragaluz de noche, Fondo de Cultura Económica, México, 2003, p. 57.
(11) Joseph Fontenrose, Python. Estudio del mito délfico y sus orígenes, trad. de María Tabuyo y Agustín López, Sexto Piso, Madrid, 2011.
(12) Jorge Esquinca, Región (1982-2002), unam, México, 2004, p. 269.
(13) Adolfo Echeverría, Joven sibila, con tintas de Nunik Sauret, Estampa Artes Gráficas, México, 1992, s/p.
(14) Burkert, op. cit., p. 139.
(15) Raquel Martín Hernández, Orfeo y los magos. La literatura órfica, la magia y los misterios, Abada, Madrid, 2010.
(16) Burkert, op. cit., p. 156.