X Concurso Literario Luvina Joven
La ficcionalidad de los amantes
Jhovana Itzel Aguilar Jiménez
Licenciatura en Letras Hispánicas, CUCSH
Música discordante, músicos principiantes. Un patio pequeño adaptado como escenario para una banda de adolescentes que toca covers de Arctic Monkeys. El cantante no se sabe la letra, pero tiene facha de estrella de rock en potencia. Rimember wen de bois wer al electric? Nananananana, aim guesin dat chi tatatatatata.
Coreamos la canción igual o peor que él. Qué lata, ni siquiera se molestaron en quitar los tendederos con sus pinzas y el vaso de agua loca de a diez sabe a grifo con un chorrito mísero de jamaica y lo etílico por ningún lado. Un colosal porro da la vuelta al patio entre los apretados concurrentes que nomás pueden seguir el ritmo con la cabeza y los pies. Todos parecemos muñequitos de esos con las cabezas flojas que colocan en los autos para decorar. Yo imito el nanana mezclado con algunas palabras de mi inglés de escuela pública, y ansiosa espero a que el porro gratuito llegue de nuevo a mí y rezo por que no se termine en el camino.
A mi costado mi amiga Roberta ya no es la misma Roberta. Dos fumadas y se olvida de los otros. Se contonea completamente desinhibida y comparte miraditas con un bato pegado a una caguama. Es un juego lento, provocativo, callado. Pasamos al siguiente cover —crowlin bac tu yu— y ambos entran a la casa al mismo tiempo, como si se leyeran el pensamiento. Los veo por la ventana que da a la cocina, recargados contra la estufa, conociéndose por medio de unos besos todo menos tímidos. Yo no podría ni después de veinte fumadas. El infierno son los otros, dijo Sartre.
En crítica literaria hay un término, ficcionalidad, perteneciente a la Pragmática literaria, para definir el pacto implícito en que receptor y emisor acuerdan suspender determinadas reglas de nuestro mundo real para creer en otras concernientes a un mundo meramente ficcional, es decir, el de la obra literaria que el autor propone tácitamente al lector mediante su imaginación.
Pensé justamente en la ficcionalidad cuando los vi, uno a cada lado del patio semioscuro, embutidos en un juego de atracción y misterio como dos actores que se saben de memoria su libreto y desarrollan una escena frente a una espectadora atenta (yo), sin titubear, sin equivocarse, sin parecer ridículos, avergonzados o carentes de naturalidad. En mi mente no cabía tal espectáculo: eran dos extraños tocándose íntimamente. Yo a lo mucho le hubiera dado un apretón de manos.
Más tarde, camino a la calle para tomar un taxi, Roberta dijo que no sabía lo que había pasado, que sólo se había dejado llevar y que el chico había comentado lo mismo.
Eran como personajes. Había alguien por allí, más consciente y poderoso, un ser que escribía las acciones y los gestos con que ambos tendrían que desarrollarse. Nada de lo que dijeran o hicieran les pertenecería, eran solamente personajes que actuaban a consecuencia de un autor —tal vez Dios, tal vez una niña jugando con su casa de muñecos gigante— y lo que hicieron en aquella fiesta arcticniana lo escudarían en Él, en esa fuerza o ente desconocido que los impulsó a ser amantes contra la estufa aquella noche.
A decir verdad, yo soy incapaz de ser personaje. Mi vida amorosa la reduzco a unos cuantos pretendientes directos que me han regalado una pulsera, unos chocolates, una botellita de rompope, baratijas de ese tipo, y no recibieron nada de mi parte, sólo silencio y rigidez. Ellos habían sido personajes, estoy segura. Actuaban conforme a las circunstancias: una mano que se detiene en mi pierna, una mirada que busca que la encuentre y la comprenda, una cercanía inusitada que espera que la corresponda, una palabra íntima, secreta, revelada en un suspiro de anhelo. La pretensión, la voluntariedad del otro siempre estaba ahí, dispuesta a protagonizar una escena, a pactar conmigo la tácita suspensión del distanciamiento y la fría cortesía y establecer nuevas reglas, unas más dóciles y cálidas.
Nunca he podido, he de confesar. Soy una piedra en el centro del escenario. Mejor que Camus no lo podría explicar: “No cualquiera es teatral”. No teatral como un insulto que se le asigna al pequeño que hace berrinche —no seas teatrero, Perengano—, sino como esa capacidad de expresividad corporal única de los que aman, de los que se entregan. Vuelvo a Camus: “La ley de ese arte [de la teatralidad] requiere que todo se ensanche y se traduzca en carne. […] Aquí los silencios se deben hacer escuchar. El amor alza el tono y hasta la inmovilidad se vuelve espectacular. El cuerpo es rey”1. El mío, súbdito de la hiperconciencia, las inseguridades, la torpeza y el temor, se convierte en roca, nunca en carne ardiente que palpita y se mueve; simple roca helada y áspera que a saltos huye del personaje-amante y está condenada a ser el público.
Y es que así como la ficcionalidad en la literatura regula el comportamiento del lector ante cierto discurso fantástico o imaginario, es decir, le exige la credulidad; así los amantes crean (¿o actúan?) un mundo distinto, de lenguaje propio, cifrado, que implica el cuerpo en su amplia y sutilísima extensión, y se exigen la unión, la correspondencia total sin contenciones.
Sólo al escape de los sueños soy la actriz que le da sangre y forma a una adolescente que baila entre los tendederos de un patio y se encuentra con la mirada embotada de otro, y sin palabras ambos entran a la casa y se entregan a un instante de eternidad e irreflexión. Sólo en ese mundo irreal soy capaz de pertenecer a ese otro mundo irreal, el de los amantes.
1 Camus, A. (1942). El mito de Sísifo.