X Finalista Luvinaria – cuento / Humo J/ ovany Escareño

X Concurso Literario Luvina Joven

 

Humo
Jovany Escareño Dávalos
Licenciatura en Letras Hispánicas, CUCSH

He tenido muchas ganas de escribir últimamente y sin embargo no encuentro la ocasión para hacerlo. Los domingos son los únicos días en los que me puedo sentar y no hacer nada. Pero no hacer nada no me llevará a escribir nada. Entiendes la lógica, ¿no? Porque entonces si la nada a la que me siento los domingos con tanto empeño no me sirve para escribir, entonces ¿cómo se llega al acto de escribir? Tengo unas tremendas ganas de escribir, pero hay algo que siempre falla. Los domingos son la única cosa que quedará por siempre guardado como día sagrado, pero como yo no creo en nada, creo que dios me castiga no pudiendo escribir por no creer en él. Claro, dirás que es absurdo no creer y luego nombrarlo como si creyera, pero la verdad es que creo que lo podrías entender bien. Lo nombramos solo por costumbre, como repetiríamos frases de guerra si estuviéramos en una. Es una palabra que está vacía y que la llenamos con lo que nos plazca. Imagina esto: estamos sentados a la orilla de un río después de un largo día de trabajo, ¿qué querrías después de un largo día de trabajo? Nadie quiere comer después de sentir el verdadero peso del cansancio producido por el esfuerzo físico, porque sabes que te caerá más peso del que en ese momento te quieres librar. ¿Entonces qué buscas? Exacto, algo que te quite peso. Pero como casi siempre el cansancio disminuye nuestras ganas para hablar, entonces buscaríamos (aunque en realidad lo hacemos inconscientemente) unas pocas palabras para expresar lo que deseamos. Así que si yo digo “Dios mío” y suspiro, ¿creerás que lo que deseo es un cigarrillo? Claro que lo entenderías, porque sabes lo que se ha sentido trabajar arduamente y buscarías el alimento más liviano del mundo. Así que tú o yo sacaríamos nuestra cajetilla de cigarros y nos ofreceríamos uno con la seguridad de que la frase pronunciada por ti o por mí significa “Quiero algo que me quite el peso de cargar este cuerpo”. Tal vez recuerdes a mi tía Lucrecia. Era alta, de pelo negro, de tez morena. La conociste en una reunión familiar de Año Nuevo. Últimamente la recuerdo constantemente con un cigarro en la mano. ¿Se puede imaginar a alguien que fuma sin un cigarro en la mano? Lo que quiero decir es que si yo pintara, haría el retrato de mía tía con un cigarro porque este sería como una parte de sí misma, como tener una peca, un lunar, una marca de nacimiento. El cigarro sería su marca. Pero quiero decir que no fumó desde siempre. Hay marcas que adquirimos con el tiempo y en la familia esta marca se hereda cuando llegamos a jóvenes. Es una marca de juventud, una marca que florece cuando entramos a la adolescencia. Mis padres tuvieron esta marca por un tiempo y solo pude verla en fotografías. La primera vez que me vieron con un cigarro, se enojaron bastante, pero como recordando que habían tenido la marca, pensaron que alguna vez, como a ellos, se me pasaría. Pero no creo dejarlo nunca y traigo el recuerdo de mi tía por eso. La comida es al cuerpo lo que el cigarro al alma. ¿Recuerdas que cuerpo tenía? Cuando estuvo en el hospital la visité un par de veces y como habíamos compartido en algunas reuniones algunas cajetillas, me dijo: “Hijo, ¿no traes tus cigarros?”. Le dije que no porque estaba ahí por una neumonía. No sería capaz de hacer eso. Le dije que solo fumaba cuando estaba en casa y que ya no los cargaba, así que ella, apenas con una voz quedita, dijo “Ni modo”. Me sentí triste al negarle algo que siempre me había compartido, incluso a veces me compraba una cajetilla como le compraba a los primos una bolsa de papas o un refresco. Cuando regresé a verla estaba muy mal. Ya habían pasado varias semanas y no hubo mejoras. Me miraba con desolación, se quejaba todo el tiempo de dolores en el pecho y no soportaba más el hospital. Me repitió de nuevo la temida frase y esa vez le dije que sí, que sí tenía. ¿Cómo negarle la última cosa que nos libera el peso del cuerpo? Sobre todo a ella, que sentía que eran sus últimos días. Abrí la ventana del cuarto y le prendí un cigarrillo. Dio una gran aspirada, como si con ello concentrara todo el deseo de liberarse del dolor de su cuerpo. Pero se acabó el cigarro y dijo “Dios, qué feo”. No creo que conociera a dios y menos que lo nombrara solo para hablar de su aspecto. Decía esta frase como la culminación del acto de fumar. Dios tenía el significado del inicio y fin del acto de fumar, porque tenía en el colectivo la capacidad de convertir en luz a los cuerpos, ¿y qué hay más leve que la luz? Pero hablar de algo estético anteponiendo su nombre no podía sino significar que lo que estaba viviendo era desagradable. En realidad dios no era nada. Solo expresaba el grado máximo de las cosas. Por eso sabía que dios, seguido de algo feo, no era más que la expresión de lo terrible que ella se sentía. Dios es como un adverbio que potencia el sentimiento de la existencia. Así que ahora entenderás mejor que si digo “Dios” y suspiro es porque quiero librarme, mediante un respiro, del peso que conlleva cargar mi cuerpo.  Cuando fui a ver a mi tía por última vez ya había fallecido. Quiero decir visitar y última vez porque era su cuerpo en su ataúd y le prendí una vela y deseaba que tras consumirse la cera ella se hubiera desprendido ya de su cuerpo como el humo que producen los cigarros y que se convirtiera por fin en ese humo que tanto hacía pasar por sus pulmones como deseando algún día salir de una enorme bocanada de su propio cuerpo.

Recuerdo que la última vez que estuvimos juntos estábamos en la casa de campo de mis abuelos. Yo no quise ir pero ella insistía en que fuera. Era tal vez porque ella y yo éramos de los pocos que compartían la marca del cigarro y fumar es por lo común un acto en solitario. Pero si estábamos nosotros dos en una reunión, hacíamos de este acto un acto de compañía. Esa última vez le pregunté cuándo había comenzado a fumar y me dijo: Iba en la preparatoria cuando fumé mi primer cigarro. Primero lo hacía para saber lo que se sentía, pero después ya no lo pude dejar porque esa época fue de muchos problemas y el cigarro fue lo único que lograba tranquilizarme. Muchos creen que fumar es una moda, que se adopta como si fuera un capricho. Y yo también lo creí por un tiempo hasta que empecé a vivir cosas realmente duras y ahí supe que era ansiosa, que las cosas me hacían llorar y desesperarme con facilidad. Creía que podía controlar el impacto de las cosas que vivía pero no, mi cuerpo no resistía, sentía una opresión en el pecho que me hacía estar al borde de un ataque. Lo único que lograba regular esa terrible ansiedad era el cigarro. No quería volver a sentir eso nunca, así que desde entonces ocupo parte de mi día en fumar por lo menos cinco cigarros.
      Los primos pequeños jugaban dentro de la casa. La música estaba en tan alto volumen que la gente debía gritar para escucharse y a mí me daba un poco de risa porque pensaba que quien había puesto la música tal vez quería que nadie hablara y todos se sometían a eso y seguían con normalidad sus pláticas. Era el absurdo de la conversación, era como un mito de la caverna pero con sonidos. El oído escucha solo el eco que producen los objetos que lo rodean. La luz es equiparable al fuerte sonido que distorsiona el sentido auditivo. Cuando un objeto ha caído podemos verlo, pero si oímos que un objeto ha caído, nos llega apenas el eco que produce su caída. Cuando oímos ese sonido, es demasiado tarde para responder a la causa que ha producido su caída. De esta forma yo imaginaba que todos estaban cegados, quiero decir sordos, porque el ruido distorsionaba su percepción de la realidad e imaginaba que lo que unos y otros se decían y respondían no se relacionaba en nada con lo que platicaban, de tal forma que cada uno decía cualquier frase que se le viniera a la mente y que respondiera a lo que ellos mismos pensaban que el otro decía.
      Salí y Lucrecia ya estaba afuera y me dijo: “No creí que fueras a tardar tanto en salir. No soporté más su fiesta y me salí”. Bueno, es que me quedé solo para observar lo que hacían, ni siquiera se escuchaban entre ellos, le dije. Y nos reímos de ese absurdo. Paseamos alrededor de la casa y me dijo que cerca de allí había un lugar desde donde se podía ver el barranco. De niña nunca la dejaban ir pero ella iba a escondidas, sobre todo cuando había hecho cosas malas o cuando se sentía triste. Quiero ir, le dije. Y caminamos 15 o 20 minutos. La vista era hermosa desde ese lugar. No había bancas, pero teníamos unas enormes piedras y el pasto para sentarnos. Me pasa el brazo por los hombros y me ofrece uno de sus cigarrillos. Nos sentamos a fumar en silencio, mirando ambos hacia la distancia, en direcciones distintas. Yo no sabía que esa vez sería la última que estaríamos juntos y esa imagen la tengo grabada en la memoria, como si Lucrecia hubiera volteado a ver en su dirección el final de su vida acercándose y yo miraba en otra dirección, como viendo apenas lo que había vivido y lo que me faltaba para llegar hacia donde los ojos de Lucrecia posaban su mirada. Ahora lo sé. Sé que ella miraba hacia el futuro, pero tal vez ella no sabía también que miraba hacia su muerte. Me fumo allí el último cigarro en su memoria y de él sale el humo que en un instante parece tan concreto y luego se disuelve en el calor de la tarde. Ya las palabras no alcanzan para nada, así que digo “Dios”, tratando que en esa palabra se concentre el peso que no deseo para mí ni para nadie tras la muerte de quien vida deseó ser humo y humo y nada más que humo.

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