X Finalista Luvinaria – cuento / El calor de las luciérnagas / Jorge Ramí­rez

X Concurso Literario Luvina Joven

 

El calor de las luciérnagas
Jorge Bladimir Ramírez Guerrero
Licenciatura en Letras Hispánicas, CUSur

Camila siente un escalofrío que le recorre la espalda hasta llegar a los pies. Está sentada, ve los autos pasar uno tras otro. Fuma al ritmo del semáforo. Son las siete y media de la llamada. La gente va al trabajo o a la escuela. La gente se mueve, toma decisiones, pero ella se siente anclada a esa banca, echando raíces en ese pedazo de tierra resquebrajada por el frío de la mañana. Con una mano sostiene el cigarro y con la otra su teléfono. No sabe si debería llamarlo. Siente cómo el humo entra por su boca y viaja a cada rincón de su cuerpo. En los pulmones, en el estómago, en el cabello y en la nariz, el humo se apodera del ambiente.
                  Camila piensa en el parque, en los paseos con Rocky, su perro. Extraña la correa roja y la compañía de su mejor amigo. Pero Rocky está lejos, también está solo. Revisa el reloj. Vuelve a fumar. Descansa la vista en el horizonte. Se siente sola y piensa que escuchar alguna voz la podría reconfortar. ¿Tendría el valor para llamarlo y contarle todo? Su estómago ruge como un volcán antes de la erupción. Siente náuseas, agruras y miedo. No ha desayunado más que cigarros.
                  Piensa en la noche en que lo vio por primera vez. En el parque, en los árboles, en el misterio, en las sombras sin nombre. La noche de las luciérnagas, cuando notó al muchacho de la sudadera roja, sin nombre, solo un bulto que avanzaba en círculos, un bulto que parecía seguirla, que cada vez estaba más cerca, pero no lo suficiente para ponerle nombre, rostro ni voz. El muchacho de la sudadera roja era eso: un color, un atributo y sólo eso.
      La mejor sería volver a casa, recostarse, tal vez comer algo. Se levanta de la banca, ve detenidamente la glorieta donde estaba sentada. Pone mucha atención en el árbol, en los pequeños brotes de pasto que crece en la tierra seca. Comienza a caminar, cree que las calles le ayudarán a tomar una decisión o, al menos, a no pensar, a no mirar el reloj cada treinta segundos.
                  Camila siente su vientre lleno, invadido. Sólo de pensar en las posibilidades, su cabeza se convierte en una galería de lugares no vividos. Doctores. La cama de un hospital. Las paredes blancas. El vientre hinchado. Los pañales. El duelo. Las voces. Las caras al ver a Camila con un pedacito de carne entre los brazos. Y no puede soportarlo, no quiere que nada de eso exista, ni siquiera en su mente.
      Las calles se extienden bajo el sol que poco a poco toma fuerza. Camila siente el sol en la cara, las náuseas suben poco a poco hasta golpear su garganta. El vómito tiene garras que arañan el tracto digestivo de Camila hasta hacerla palidecer, hasta sentir que dentro de ella hay muchos parásitos, un grupo de intrusos que tienen la intención de destruirla, de desgarrarla desde adentro. Traga salivas con todas sus fuerzas, sabe que vomitar sería mucho peor. Camina hasta llegar al parque de La Llorona. Vuelve a sentarse. Saca de la bolsa de su pantalón el teléfono. Llama a Fernando, el celular suena muchas veces hasta que una voz robótica anuncia el fracaso: el número que usted llamó no está disponible. Guarda el teléfono, siente que la calle está de luto, que el silencio de Fernando es el silencio del mundo, que está sola, como siempre.
                  Fue en ese parque donde lo conoció. ¿Cuántos días pasaron antes de que él le dijera “¿cómo se llama tu perrito?”. Esa noche, el chico de la sudadera roja dejó de ser un completo desconocido. Ese día tuvo rostro, voz y sonrisa. Se convirtió en una persona. A ella le gustaba verlo ir y venir, acercarse y luego desaparecer su silueta entre los árboles. “Se llama Rocky”, eso fue lo único que pudo decirle con un hilo de voz apenas perceptible. Comenzaron a caminar juntos por el parque.
                  Después de ese día vinieron otros, como cascada, como una parvada de buitres, como una serie de desastres. Caminaban juntos, lo suficientemente para que la mano gruesa de él estuviera cerca de la mano pálida de ella. Sus manos, frente a frente, se reconocían, se miraban a los ojos. Después de correr, Fernando fumaba. Camila recuerda la primera vez que fumaron juntos. "Me pasa el brazo por los hombros y me ofrece uno de sus cigarrillos. Nos sentamos a fumar en silencio, miramos ambos hacia la distancia, en direcciones distintas.” Camila descubrió que el humo podía tener cuerpo.
                  Pero ese recuerdo se volvía nebuloso, como si fuera una historia que alguien le contó a Camila, o una historia que ella leyó en algún libro. Ella y él, en su memoria, parecían fantasmas o sombras o una simulación. Algo que ella quisiera haber tenido y tal vez no tuvo. Lo que sí tenía era el silencio, el número no disponible, la incertidumbre, la bomba de tiempo, las náuseas, la decisión, la batalla contra el tiempo. 
                  Debe seguir caminando, llegar a su casa, desayunar o vomitar. No importa el orden. Quiera estar sola sin sentirse sola. Al terminar su cuarto cigarro de la mañana se pone de pie. El sol ya no es un recién nacido risueño. Siente el calor en la espalda crecer. Su estómago está cada vez más caliente. Quisiera beber agua o leche o un equipo de bomberos que apague el incendio que hay dentro. Pero las calles están secas como sus manos. No hay nada que beber.
                  Aprovecha la esquina y el semáforo para sacar el celular y llamar a Casandra. La voz de su amiga sería mejor que el desayuno, mejor que una larga noche de sueño reparador. Era lo que necesitaba, rejuvenecer con una sola llamada, tener energía suficiente para llegar a casa y después tomar una decisión. Llama a Casandra una vez, dos veces, tres veces hasta que la llamada se convierte en buzón directo. No tiene tiempo para lamentaciones, no hay un lugar para descansar y el sol va ganando fuerza, el calor se extendía más allá de la espalda, se adhiere a su cuello como un beso de fuego constante que quema el contorno de su blusa.
                  Fernando, la noche, las luciérnagas, el parque, los árboles, los ladridos de Rocky que nadie escuchaba, los primeros besos. El sabor a sal, a sudor, a cigarro. El calor que brotaba de su cuerpo como una fogata entre la nieve. Su boca, el terreno que ganaban sus manos. El silencio. Las invitaciones, las propuestas. La potencia de su voz, amplificada en su mente, como si muchos hombres dijeran las mismas palabras al mismo tiempo. Como si cada una de sus frases tuviera un eco propio.
      Al recordar la casa de Fernando, siente asco. Recuerda la mesa empolvada, el jarrón con girasoles secos, las telarañas del baño y la cucaracha muerta en medio de la cocina. El cuarto, las sábanas, el olor de las almohadas. El vidrio roto, el cenicero lleno. Quisiera escapar de su recuerdo, borrarlo, anular ese día y que todo fuera como antes. Que todo fuera ir al parque, pasear a Rocky, agarrarse de la mano y sentir las mejillas encendidas. Pero ni su mente ni su cuerpo pueden regresar atrás. Quisiera perder el nombre, y que el muchacho de la sudadera roja volviera a ser una posibilidad, un desconocido, una promesa, una compañía anónima. Pero ya era tarde, porque el humo estaba en todas partes. Porque las noches lejos de casa se sienten cortas, como un abrir y cerrar de ojos.
      El cansancio en los pies anuncia su llegada con un estruendo mudo. La mochila que lleva en su espalda se convierte en una barra de plomo caliente. Siente mareos, pequeñas olas personales que la hacen abrir y cerrar los ojos, como si dudara de sus pasos, como si al parpadear, las sombras de la calle ganaran terreno.
                  Está a tres cuadras de su casa. No tiene más opción que llamar a su mamá, necesita saber si está en casa, si está enojada o preocupada. El teléfono suena y no hay nadie del otro lado. Debe estar en el trabajo, piensa. En una reunión urgente, se convence como si pudiera ver a su mamá rodeada de otros empleados. Entra a la casa, va al baño. Vomita con el estómago vacío. En la taza hay espuma mezclada con un líquido amarillo y espeso. Se enjuaga, al menos ya no tendrá asco. Al menos va a comer algo, al menos va a dormir en una cama que no huele a abandono.
                  Después de servir el vaso con leche, reconoce que no tiene apetito, que su cabeza sigue dando pasos hacia el pasado. Quisiera fumar, quisiera escuchar a Fernando, decirle la verdad.
                  Si pudiera vomitar la noche, el parque, cada árbol, las flores, los nidos de los pájaros y los grupos de luciérnagas, lo haría. Si pudiera vomitar semanas enteras hasta remediarlo todo, lo haría. Camila está sola en la cocina de su casa. Busca en su teléfono más opciones, quiere recuperar la sensación de vacío en su cuerpo, quiere dejar de una anfitriona, despedirse del huésped, estar sola desde adentro.

 

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