X Concurso Literario Luvina Joven
Baliza
Ricardo Adrián Gómez Cruz
Licenciatura en Letras Hispánicas, CUCSH
Me pasa el brazo por los hombros y me ofrece uno de sus cigarrillos. Nos sentamos a fumar en silencio, mirando hacia la distancia, en direcciones distintas.
—Ya, no te molestes —me dice mientras pierdo la vista en el atardecer y me dejo abrazar por el sopor del verano.
Estamos en las bancas del Mercado Juárez y es el primer cigarrillo que fumo en mucho tiempo; me había prometido dejarlo pero no tengo opción; me siento sumamente frustrado en este día en específico.
Todo comenzó en Diciembre del año pasado cuando las compras navideñas y mi afición a la lectura me llevaron a buscar ejemplares más económicos en las librerías de segunda mano de López Cotilla.
Una corazonada, sentimiento o instinto, no sé muy bien qué fue, me hizo adentrarme en el centro de Guadalajara en busca de un regalo para mí mismo aunque mi sentido común me suplicaba tomar el tren ligero de una vez, pues conocía dos verdades universales que pronto se harían presentes: en invierno oscurece más pronto y las librerías de viejo cierran temprano.
Eventualmente llegué a un pequeño local cuya dirección no logro recordar, aunque aún sé cómo llegar, pues se encuentra en una angosta calle que parece ser más un callejón escondido en alguna de las cuadras del centro histórico. El lugar era acogedor a pesar de su edad; los libreros de madera se encontraban algo carcomidos, la luz amarilla no propiciaba una mejor vista y además del olor a páginas amarillentas, estaba el del polvo y una sensación curiosamente calurosa. El dependiente era un anciano recargado sobre sus codos en el mostrador mientras leía algún libro de pasta gruesa.
—Buenas tardes —saludé, pero el hombre apenas levantó la mirada para verme.
Me sentí abochornado e instintivamente me escondí detrás de un librero para no mostrar mi vergüenza; por alguna razón me sentí expuesto, como un niño que quisiera impresionar a alguien que evidentemente sabe más y en lugar de congratular el progreso, reprocha la carencia.
Comencé a caminar mientras leía descuidadamente las portadas y lomos, y pensaba en mi ruta de escape: sólo saldría de allí rápido y haría lo posible por perderme rápidamente de la vista del anciano.
Estaba reuniendo valor para salir mostrándome seguro de mí mismo pero sin levantar sospechas de haber robado, si alguno es extremadamente tímido conocerá lo que implica la interacción social, cuando tropecé con una pequeña mesa provocando así la caída de los libros que tenía encima. Me apresuré a recogerlos y mientras estaba en cuclillas maldiciendo mi torpeza logré divisar una cubierta roja con sólo las iniciales I. J. en dorado. Lo tomé y lo primero que me sorprendió fue el perfecto estado en el que se encontraba; revisé los datos y mi impresión fue mayor cuando descubrí que había sido impreso en 1997, tan sólo trece años antes. No pude por menos que comenzar a leerlo:
Si alguno se dispusiera a escudriñar cada una de las ventanas de avenida Juárez después de que caiga el Sol descubriría que muchas no parecen tener conexión con algún edificio o entrada; es decir, son cristales inconexos que vigilan al centro.
Durante los últimos meses me he dedicado a investigar y trazar planos de los edificios para intentar comprender dicho suceso y convencerme de que siempre ha estado ahí. No obstante cuando puedo hacer mis visitas diurnas he olvidado en qué edificios se supone que aparecen.
Sin embargo, lo mejor será comenzar por el principio si me lo permiten.
Llevé el libro al mostrador con visible emoción por mi hallazgo tras ojear unas páginas rápidamente.
—Disculpe —dije y me deshice de mi sonrisa; a veces mostrar poco interés es la mejor forma de regatear.
El hombre me miró, volvió a su libro y me respondió.
—Setenta pesos.
Ya en el tren ligero, rebeldemente recargado en la puerta, presionaba el libro contra mi pecho a la par que divagaba sobre su contenido, ¿era el diario de un loco o una novela negra más, tal vez un ensayo? No lo sabía pero lo que me había capturado era su mención de lugares de la ciudad: el Hotel Roma, el Parque Rojo, el Panteón de Mezquitán; jamás en mi vida me había topado con una historia situada en la ciudad donde vivía.
Una vez en mi departamento, continué leyendo.
Vivo a un costado del Hotel Roma, en un pequeño departamento o cuartucho cuya única gracia es una ventana que me deja disfrutar del aire y la vista nocturna en mis periodos de insomnio.
Fue durante uno de éstos cuando me percaté de una ventana del edificio de enfrente: resaltaba curiosamente por su oscuridad, pues mientras el resto proyectaba luz ésta se mantenía como un pequeño abismo en medio de la urbe. Me sentí intrigado y comencé a formar una historia en mi mente.
Eventualmente me quedé dormido y cuando amaneció no pude discernir dónde estaba mi pequeño abismo a pesar de estar cara a cara con aquel lado del edificio.
No diré que aquella noche no dormí por leer porque simplemente no soy así; me sentía cansado y sabía que al día siguiente el libro seguiría sobre mi buró listo para cuando yo lo necesitara.
Lo terminé un par de días después y quedé intrigado ya no sólo por la historia sino por el autor y el propio título. Investigué en mi lenta computadora pero el internet todavía no era parte esencial de la vida diaria y no encontré información alguna.
Así opté por preguntar en la librería; durante todo el trayecto combatí la ansiedad de hablar con el vendedor en forma de ardor estomacal. Para mi buena suerte aquella tarde atendía un joven que por desgracia conocía poco de libros.
—El que sabe realmente es mi abuelo, yo sólo trabajo para él pero si quieres le puedo preguntar.
—Gracias —dije—. Me daré una vuelta por aquí después de Navidad.
Viajé a casa de mis abuelos en otro estado para pasar las fiestas decembrinas. Allí estaban mis padres, hermanos, tíos y primos, familia que no veía desde hacía mucho a fin de cuentas. La distancia para mí no era problema: podría haber dejado de frecuentarlos aunque viviéramos en la misma ciudad.
Me encontraba ensimismado con un vaso de ponche en Nochebuena mientras los mayores hablaban, ¿hasta cuándo iba a contar yo dentro de ese grupo?, cuando me interceptó mi primo más grande.
—¿Cómo te va, primito? ¿Por qué tan callado? ¿O es que aún te sientes inventado por Sabato?
Cuando éramos más jóvenes, adolescentes que solían frecuentarse, él solía recomendarme y prestarme libros. Tenía una gran afición a leer, sin embargo se decantó por estudiar una ingeniería allí mismo y yo por las letras en Guadalajara. Fue él quien me recomendó al argentino y su trilogía, misma que me costó mucho finalizar, quizá no por su dificultad sino porque mi interés fue el identificarme solamente con Martín de Sobre Héroes Y Tumbas. Pero mi primo leía aún de vez en cuando así que tuve un atisbo de esperanza y le comenté mi situación.
—Pues no sé, ¿qué tiene de especial? Es un libro local y ya.
—No, es que nadie escribe sobre Guadalajara; todos los cuentos, las novelas, son en el Distrito Federal, en San Francisco, en Paris, en Barcelona, pero en Guadalajara no, sólo menciones breves.
—Quizá no son textos trascendentales o las historias ahí son nimias.
Mi ánimo de profundizar en el autor que rendía tributo a mi ciudad de alojamiento estaba devastado.
—Tengo un contacto que me consigue libros y me los envía, quizás él pueda ayudarte —dijo de pronto—. Pero mejor revisa en las bibliotecas primero.
—Claro —respondí—, como no lo he hecho antes…
Me reuní con el contacto en Enero. Analizó el libro, indagó por su cuenta, visitamos al viejo pero nadie sabía absolutamente nada. Recorrimos todas las librerías del centro y otras no tan céntricas, las conocidas y nuevas para mí a lo largo de meses. Admiré en él su fluidez y forma de relacionarse con la gente, me recordaba a mi primo y pude entender por qué eran amigos, aunque no cómo se conocieron; nunca averiguamos sobre el otro.
El contacto podía entrar a una tienda y preguntar directamente al dependiente sin titubear, sin pensarlo, agradecer con una sonrisa y partir sin ruborizarse o dudar. Yo me mantenía detrás de él con los brazos cubriéndome el torso apenado sin razón alguna mientras recordaba que tan sólo algunos meses atrás yo tuve también a alguien que preguntaba por mí en las librerías. Me sentí melancólico por el recuerdo cuando me interrumpió.
—No saben nada, vámonos.
Terminó el invierno y después la primavera. Para el verano seguíamos sin saber nada cuando me pidió dar por terminada la búsqueda.
—Ya, no te molestes. Seguro alguien escribirá en algún momento sobre esta ciudad y ya está.
—Sí, supongo que tienes razón.
Me quedé en silencio y él se levantó. Arrojó la colilla lejos y se despidió.
—Bueno, pues adiós. Si necesitas un libro u otra búsqueda sabes dónde encontrarme. Fue divertido, ¿no?
—Sí, claro —respondí desganado—. Fue entretenido.
Se dio la vuelta y comenzó a alejarse tranquilamente. Por mi parte, yo seguía con la misma duda desde hace meses; más que aprender algo no podía dejar de pensar en lo que me dijo mi primo en invierno y la facultad no me enseñó explícitamente.
—Oye —le grité— ¿qué hace a un libro trascendental?
Él se giró, levantó los hombros.
—No sé, eso de las pasiones humanas, creo.
—¿Y ya? Éste tiene de todo.
—O que conmuevan a mucha gente.
—Conmigo lo hizo éste, seguro que lo habría hecho de haber tenido más alcance.
—Hombre, pero no todos son como tú, no todos quieren saber sobre lo cercano.
Asentí y lo dejé irse mientras recordaba cómo durante mi adolescencia me sentía único en mi círculo social y tan identificado con personajes como Martín o la forma de pensar del propio Juan Pablo Castel. Durante mucho tiempo me creí parte de un grupo de gente triste y tímida disperso y que se conectaba mediante obras como éstas. No obstante la tristeza de la juventud temprana amainó y me dejó breves episodios ácidos que me hacían criticar mi antigua creencia de ser diferente al resto. Ahora, años después, me confrontaba a mí mismo: simplemente soy individual. Me sentí agobiado y empequeñecido, diminuto ante todos: Sabato, Saramago, Schweblin, Toscana y otros tantos más.
A mi lado estaba mi legajo palpitante; yo lo había escrito, impreso y empastado desde hacía meses cuando comencé a perder la esperanza en la búsqueda. Ahora se encontraba allí, irradiándome inseguridad y dudas. Me levanté con él y comencé a caminar.
Entro en una librería de segunda mano y lo dejo en algún estante. Esta es la última vez que lo veo. Quizás en algún momento alguien lo encontrará y decidirá comprarlo o robarlo, realmente eso no importa. O tal vez se perderá con el tiempo y las iniciales R. G. se borrarán de su pasta gruesa. Me voy de la tienda sin mirarlo más y deseándole el mejor destino posible a esa pequeña baliza de mi existencia.