Ciudad de México, 1978. Su libro más reciente es Lo que no se mueve (Veinti6 Veinti8, 2024).
Marcela no puede quitar los ojos del espacio donde debería estar el pastel. Las hermanas de José Luis tienen la cara brillante y ella siente una gota correr desde el pliegue detrás de su rodilla hasta el talón. Bebe del vaso de plástico y mastica hielo. El ruido no le deja escuchar a las tres mujeres que contribuyeron con bolsas de papitas y un aderezo cremoso para el que ha tenido que ir a la casa y volver con un paquete de tostadas.
José Luis pone la mano sobre su muslo y le da un suave apretón. Al menos las tostadas no están verdes, como el espagueti que ella estuvo a punto de preparar. «Aquí todo se pudre», dijo en voz alta aunque estaba sola y tiró la pasta con todo y envoltura. «Es el campo», se hubiera apresurado a decir él y respirado profundo, como para probar que el aire, cargado de ese moho que crece en las orillas de clósets y alacenas, también está pleno de oxígeno.
Ellas sonríen y la miran con lástima. Una seca las perlas de sudor sobre sus labios dándose toquecitos con la servilleta, otra mira hacia la barra de metal que cruza el techo de la casa club. Las palomas han vuelto a reunirse.
—Seguro se cagan en las mesas.
—¿Y si nos vamos a la casa? —sugiere una.
—No vamos a caber. —José Luis hace un gesto hacia el resto de las mesas de plástico.
Los manteles azules son para mesas redondas y aunque Marcela los ha doblado para disimular los excedentes, parecen fundirse sobre las sillas.
—Lo bueno es que apenas tienes tres meses —dice la que alcanza el paquete de tostadas y usa las uñas para tirar de la liga.
—Imagínate a los seis —suspira la otra y se lleva una papa a los labios.
—Para entonces ya va a estar más fresco.
—Y con esos tobillos que tienes, quién sabe cómo se te van a poner.
—A mí siempre me han gustado los tobillos de Marce.
Ella aprieta la mano que José Luis aún no ha quitado de su muslo.
—¿No quieren ir a ver a los niños al parquecito?
—Seguro están bien, si algo pasa ya vendrán a dar lata.
—Ay, qué pena que se nos olvidara el pastel.
—Alfredo lo trae. —La mayor se abanica con un plato desechable.
—Nada más que den las cuatro, baja el fresco del cerro —insiste José Luis.
Marcela lo escuchó decir que iba a tomar notas para calcular la hora exacta de la reunión durante semanas, pero los sábados y domingos se queda dormido apenas se sienta en el sillón. «Nada más una pestañita», dice y pone música en el celular o prende la tele, se pierde por dos horas y despierta cuando está oscureciendo y ya pasó la ola de calor. Ella sabe que todavía falta, que el fresco no llega hasta las siete. Piensa en el aire acondicionado del coche refrescándole el pecho, las piernas, los pies que despega de las sandalias.
—Puedo ir por un helado.
—Ellos vienen de camino, ya no tardan.
—Qué bueno que invertiste, hermanito —dice la que insistió en que no se casaran todavía, ni siquiera por el civil—. Hay que estirar el dinero lo más que se pueda.
—Deberían aprovechar también, antes de que suba más el metro cuadrado.
Una se encoge de hombros, otra sigue comiendo papas, la mayor da pasos hacia la banqueta, se cubre la frente con la mano y desde ahí, da un par de órdenes a los niños que seguramente van a acabar empanizados de tierra o mordidos por un perro.
Los tacos que mandó hacer se entibian dentro de la vaporera, las moscas rondan. «¿Por qué hay tantas?», preguntó cuando recién se mudaron y él dijo que así era la vida de los pioneros. Los llanos por los que andaban las vacas habían estado ahí desde siempre, esperando a gente como ellos. «Somos muy listos, llegamos antes que nadie». Al caer el sol y muy temprano en la mañana, cuando él se va al trabajo, Marcela ve a un grupo de cebúes blancos pastar a sólo unos metros de la puerta. Sus pieles parecen terciopelo y sus ojos, canicas. El chorro de su orina, que sale en cuanto alzan la cola, es más grueso que el de la manguera en el jardín.
«No deje la basura afuera, doñita, aquí hay pumas», le advirtió el señor que las pastoreaba la vez que ella se sirvió un café y esperó afuera de la casa para sentirse así, pionera, como José Luis decía. Le contó, y los dos fueron caminando hasta la caseta de la entrada, donde el guardia se rio. «Son jaurías de perros, de esos que la gente viene a abandonar en la carretera para que no los sigan de regreso».
—¿Qué tal el parquecito? Ahora que Alfredo lo vea, seguro se anima —le dice José Luis a la hermana que, la hayan obedecido o no los niños, vuelve a la mesa—. Lo voy a llevar a que vea las canchas, hay una de básquet y otra de fut. Hay pista para correr alrededor de toda la barda para ti que corres, hermana. —Le hace un gesto a la que sigue abanicándose con el plato.
—Pero acá no hay gimnasios.
—No tardan en levantarlos —dice él y hunde una tostada en el aderezo que a Marcela le da náuseas.
—¿Todo bien? —susurra una al oído de la que fue a hacer señas a los niños.
La hermana asiente. José Luis se pone a hablar del arquitecto, de la gran entrada que va a dar la bienvenida a los visitantes cuando acaben la nueva sección y hasta de un lago con patos que ella no recuerda en ningún momento haber escuchado que iba a existir. Los imagina, a los patos y a los sobrinos de José Luis, echados sobre la hierba, a punto de ser atacados por jaurías de perros.
—¿No tienen sed? Los niños. Puedo ir por una nieve para ellos —sugiere y la hermana que ha ido a verlos mueve la cabeza: no, deslizando los párpados lentamente, igual que hizo José Luis cuando dijo que el pastor y el guardia de la caseta la estaban vacilando.
«Querían asustarte para no batallar. Seguro los regañan los de la constructora porque no les gusta que dejemos el bote ahí afuera. No quieren que este lugar pierda categoría, que los hagamos ver mal». Ella comprobó a los pocos días que los vecinos, desperdigados y silenciosos, quemaban su basura en botes de fierro. El humo se elevaba por encima de las azoteas: aquellas casas eran de dos pisos y según él, la que ellos compraron podría crecerse igual. «Los cimientos están preparados para aguantar un tercer nivel».
—Imagínate, hermana, un piso para tus hijos, para ellos solos o para ustedes, si quieren el que esté más cerca de la azotea, donde hacen uno de esos patios con lucecitas y su asador. Ni les haría falta aquí la casa club.
Había visto los cimientos en la nueva sección y no pensó lo mismo. «Ni aljibe tenemos», se quejó. Él la abrazó por detrás y dijo que no hacía falta: había pozos y un extenso manto freático. «¿De dónde crees que se alimenta el bosque, o quién lo riega con este calorón?», metió su mano bajo el resorte de su falda. «A ver, dime, de dónde», se rio ella, y entreabrió las piernas.
—¿Por dónde viene Alfredo?
—Es que fue por Miguel y Armando, dice que hay un trafical en el puente.
—Qué pena, de veras, hermano.
—Ah, no hace falta el pastel para celebrar.
Si termina el trabajo de la casa y su corazón empieza a latir rápido o le falta el aire, Marcela va a recorrer el muro perimetral del fraccionamiento y busca los árboles que, como él dice, han estado ahí desde hace cuarenta o cincuenta años. Como era complicado tirarlos o convenía aprovechar lo frondosos que son, los arquitectos planearon glorietas y parques alrededor de ellos. Les toma fotos y José Luis los busca en internet para decirle cómo se llaman. «Este es un encino, este es un tepehuaje; este, un pino triste» y a los dos les da risa porque en algunas páginas también lo llaman pino llorón y tiene las agujas como pestañas de aguacero. Le da miedo convertirse en uno de esos o en uno peor: un pino chingaquedito. «¿A qué hospital vamos a ir, si aquí no hay ni clínicas ni nada?».
—Nosotras vimos un Oxxo en el camino, ¿te acuerdas?
—Mejor que sí traiga un helado.
—Ni van a llegar —dice Marcela en voz muy baja.
Necesita otro hielo. Un vaso de agua. Se levanta y con ella la tierra que anuncia la llegada de una camioneta y un carro. Las palomas se agitan por encima de sus cabezas y dejan caer un líquido espeso que apenas libra las papas y ensucia el mantel. Ella lo cubre con una servilleta.
—Ya se nos hacía que no llegábamos. Me vas a tener que cambiar los amortiguadores, cuñado.
—¿Con esa troca?
—Yo nomás iba atrás de él para que abriera brecha, ¡feliz cumpleaños!
—Pues sí, con esos baches. Además, llevártela al taller ya no va a salir gratis.
—Nunca fue gratis, Alfredo.
—No, ¿verdad?
—Pensamos que se habían perdido.
Marcela se encamina a la hielera. Abre una cerveza y roba un par de sorbos. Se mete un hielo más a la boca. Mastica casi al ritmo de las palmadas que se propinan unos a otros. El sonido le recuerda a los cebúes y sus jorobas. Sirve el resto de la botella en su vaso.
—Allá están sus primos, miren, váyanse para allá.
—Ahorita que esté la comida les hablamos.
—¿No hay pizza?
—Son tacos.
—¿Y el pastel?
—¿Cuál pastel?
Esconde el casco detrás de la hielera. Agarra cuatro chelas frescas.
—Muchas gracias, siempre tan acomedida, qué bárbara, Marcelita, ¿cómo has estado?
Les entrega una a cada uno como respuesta y ellos la abrazan. Todavía fríos, casi helados, seguro traían el aire del carro al máximo.
—Te escribí para que lo trajeras, Alfredo.
—¿Qué?
—Pues el pastel de mi hermano.
—Es que desde que cruzamos el puente no hay señal.
—Aquí sí hay.
—Oye, pero esos baches no se los van a arreglar nunca. A menos que les abran otro camino para llegar hasta acá, no hay manera que cierren esa calle, ¿eh?
—A lo mejor si trabajan de noche.
—Ha de estar como boca de lobo, imagínate, ¿sí hay alumbrado? No me fijé.
Marcela da tragos largos, empuja hacia ellos los platos con papas. Las palomas no dejan de aletear. Hace un par de semanas, se subió a la azotea a revisar el tinaco porque el agua de la casa apestaba. Quería descartar que fuera algo que debieran reclamar a los arquitectos, antes de achacarlo a su embarazo. Lo descubrió sin tapa y, adentro, flotando en el agua, alcanzó a ver palomas ahogadas, no supo cuántas. «Aquí hay gente así, señora, se llevan lo que pueden, lo roban y lo venden. Si va a las tiendas que están en el camino, le venden su misma tapa», dijo el de la caseta y ella quiso preguntarle de qué servía él. «Vienen de noche, aprovechando que casi no hay luz y son calladitos para trepar las azoteas. Desde aquí, ni quien los mire. Por eso los de la constructora no ponen los tinacos hasta que ustedes se mudan».
José Luis la había regañado por subirse: «Ya no eres tú sola», le dijo y luego fueron juntos a comprar garrafones de agua, pastillas de cloro y una tapa nueva en las tiendas en el camino que atraviesa el barrio al que él llama cariñosamente «el Pueblito».
Marcela examinó el rostro de los muchachos que los atendieron, del viene viene que les indicó con una franela dónde pararse, del señor que dijo que sólo aceptaban efectivo y les entregó una nota escrita a mano. Los cuatro tenían cara de rateros. «Ha de haber sido el viento. Ya lo oíste en la noche», insistió José Luis. La primera madrugada que se había levantado a vomitar, Marcela había escuchado los aullidos del aire colándose entre las rendijas de la puerta, silbando por los agujeros en los marcos de las ventanas que después él rellenó con silicón. «Pronto va a haber más vecinos y te vas a sentir más segura. Mientras, ponemos herrajes». Aseguró la tapa con unos fierros y quemó las palomas muertas en el bote que en el que ahora ellos también queman la basura.
—¿Y los demás?
Dos de los niños se acercan a la mesa, sudorosos y oliendo a pollo mojado, como dice su mamá. Bebe de tirón lo que resta en su vaso.
—¿Pues a quién más invitaron que nomás no llegan?
—A los del nuevo taller —responde José Luis.
—Qué bueno, qué bien.
Ella misma los llamó, además de mandarles los datos por mensaje de texto. Perdone pero stá pasando la Tuzanía verdad? También le marcó a un par de los otros, los que José Luis había tenido que despedir cuando las hermanas decidieron vender su parte del taller. «Mi papá nos lo dejó a partes iguales, Marcela. Todo pasa por algo: es cansado ser jefe. Podemos comprar una casa, empezar de cero, tener algo nada más de nosotros».
—¿A qué hora es la comida? —pregunta el mayor de los sobrinos y agarra papas con la mano sucia—. ¿No hay pizzas?
—Voy por unas —dice José Luis.
—No, yo voy.
—¿Cómo crees, Marce?
—No me tardo. —Le da un beso muy cerca de la oreja y le susurra—: Es tu cumpleaños.
—Ay qué pena, hermano, si a nosotras nos tocaba comprarlo, deja les cooperamos.
—¿Te encargo unos cigarros, Marcelita?
—Pero aquí no se puede fumar. —Una de las hermanas hace un gesto hacia el abdomen de Marcela que todavía no se bota pero, según le han dicho ellas, no debe tardar por cómo le ha aumentado el busto.
—Nos los fumamos allá en donde dices que están los niños, sirve que les echamos un ojo.
—Te vas a aventar una hora.
—Por eso. —Le da otro beso rápido, esperando que no le note el aliento a alcohol.
Él mueve la cabeza pero le entrega las llaves y le da su cartera.
—Que se traiga a los demás invitados —ríe uno de los concuños.
«A lo mejor cuando ustedes ya no estén», quisiera contestarle, pero extiende la mano para recibir el dinero de los cigarros.
—De los rojos está bien, Marcelita.
La hermana mayor busca en su bolsa y saca cien pesos.
—Para el pastel.
El calor dentro del auto la abraza y Marcela enciende el aire acondicionado, apunta las rendijas hacia ella pero no abre las ventanillas. Prefiere cocerse a darles la oportunidad de que le encarguen algo más en lo que se echa de reversa. «Ya no somos dos, Marce». Acomoda los espejos y el asiento a su altura, se pone el cinturón. Hace un último gesto al aire, una despedida con la mano sin mirar hacia la casa club, endereza el coche y avanza. El guardia sonríe como asombrado de verla manejar y ella pone la radio para no darle las buenas tardes.
El motor se queja pero Marcela no piensa bajarle al aire hasta que el pecho le duela de frío, como la vez que se fueron juntos a Vallarta y llegaron a un hotel a unas cuadras del mar. Los ventiladores de techo eran tan malos que terminaron bajando al estacionamiento para hacer el amor en el asiento trasero, felices y helados. A lo lejos, con una impresión ondulada de espejismo, alcanza a ver la fila de carros a vuelta de rueda y más allá, el puente.
José Luis le había pedido a sus hermanas el pastel de chocolate. «Es el que le gusta a todo el mundo, Marce». Ahora que es ella quien va a comprarlo, decide que será de zanahoria, el favorito de él, el sabor que elegirá si alguna vez tienen pastel de bodas.
El embotellamiento está cada vez más cerca y un conductor en la radio habla de desapariciones, de asesinatos, de las campañas políticas que ya pintan las bardas: «Vota por Fulano y mejora tu vida». Marcela reduce la velocidad y cambia de estación. Encuentra una de música y sigue el ritmo con los dedos sobre el volante, no conoce la tonada. Ve carros frente a ella que ponen la direccional y dan vuelta en u. Mira todos los movimientos que tienen que hacer para salirse del único carril y sus caras de fastidio cuando se integran a la fila en sentido contrario. Pone neutral en lugar de estar pise y pise el clutch. «No tiene caso, pero mejor que la gente lo haga así, para que nos lo traigan a arreglar después», suele decir José Luis y luego señala las placitas en obra negra: «¿Qué crees que van a poner?». Un banco, una farmacia, una panadería de las que le gustan a ella, donde cualquier pieza cuesta 35 pesos. «Qué fifí», se burla y ella dice que lo que pasa es que él siempre escoge chiquitas, en lugar de elegir grandes, para que valga la pena. Si le preguntara ahora mismo, desearía que los pioneros de aquellos locales no vendan jamás pasteles ni pizzas. Quiere ir por ellas cada vez que su familia venga de visita.
Un perro se mueve entre los carros, indeciso de cruzar la avenida. «Aquí los vienen a tirar, le digo, unos todavía traen los collares puestos pero sin placas, para que uno no pueda regresarlos», le contó el guardia. Ojalá encuentre rápido una jauría para no estar solo y comer basura acompañado. «Tú crees que por amor tienes todo seguro», le dijo su madre cuando le habló. Replicó que no le había hablado para pedirle consejo, sino para invitarla. «¿Qué le voy a celebrar yo a ese muchacho?».
«Que me quiere, mamá», repite, moviendo los labios.
El perro ya está del otro lado y ella alcanza el inicio de la pendiente. Sólo se trata de seguir, ahora sí, con la velocidad puesta para que el carro no se vaya para atrás. Mira los autos y tráilers que corren por debajo, el grupo de personas que se aprietan en el andén, listos para subir al macrobús recién instalado en el Periférico. Las líneas de casas y edificios rodeados de postes y cables, los árboles con nombres que a nadie le interesan.
Los vuelve a ver cuando viene de regreso y detenida allá arriba, la esperan los anuncios con promesas de las constructoras, el humo de los vendedores de pollo asado, los prados inmensos. Lleva las pizzas en la cajuela, aunque tal vez no fue el olor a queso sino el cigarro que se fumó mientras las esperaba lo que le revolvió el estómago. Compró un paquete nuevo para que su concuño no la acuse y escondió en su bolsa la que había abierto. Ya empezaron a llegar ls demas del taller, le escribió José Luis. Dos cajas descansan en el asiento trasero, junto a un par de velas que él no se hubiera atrevido a comprar. dnde vienes? Del macrobús bajan sólo unos cuantos pasajeros, los que aguardan en el andén comienzan a empujarse. todo bien? Abre un poquito la ventana y tira el chicle de yerbabuena. estoy en el puente amor que empiecen con los tacos casi llego.
Su pecho está frío y a pesar del aire acondicionado, le cuesta respirar. Ha de ser culpa del cigarro. O del bebé, que también es un pionero y ocupa un hueco cada vez más grande dentro de su cuerpo. textraño marce. Sonríe, mira las cajas de pastel por el retrovisor. Uno es de chocolate; el otro, de zanahoria. Frente a ella, la hilera de coches se estira y el horizonte se borronea por el calor que sube del asfalto.