Fauna fantástica / Askari Mateos

a Francisco Toledo

1.

El día de la inauguración la galería se ha abarrotado. Admiradores, compradores, conocidos, periodistas, lambiscones, curadores, alcohólicos disfrazados de amantes del arte, y uno que otro conocedor. Habían estado esperando ese momento. El artista, tras años de trabajo en los que permaneció aislado, por fin presenta su nueva producción. Todos, de una u otra forma, están sorprendidos.
Una serie de cuadros colma las blancas paredes del recinto. El imaginario que habita en las obras es una fauna fantástica en tonos terracota. Los trazos son impecables. Hay murciélagos, conejos, alacranes, changos, cangrejos, cocodrilos, coyotes, sapos, chapulines, elefantes, arañas, tortugas. Insuperable museografía. Texto de sala sobrio. La obra habla por sí sola, dicen algunos, mientras arquean las cejas.
     Tan pronto aparece en la galería, los cuestionamientos de la prensa arrinconan al artista contra un pilar. Responde con evasivas. Nunca le han gustado las entrevistas. Lluvia de luces. Una, dos, tres, cuatro preguntas. Con un movimiento de manos despacha a los reporteros. Mientras, la gente se pasea entre esos cien metros cuadrados con cervezas o mezcales en mano. Remuelen con delicadeza los canapés que los meseros reparten. Nadie imagina cómo han sido concebidas esas piezas que admiran, o fingen admirar. Las comentan. Sonríen y miran a los otros. Sus gestos y movimientos son códigos inviolables. Observan al artista replegado en uno de los rincones. Nadie sabe que éste se siente amenazado.
     Una hora antes, el artista, para reafirmarse, ha dibujado su autorretrato junto al espejo del baño. No le gustan las apologías y mucho menos las críticas. Desea no tener que asistir a la inauguración de su exposición, pero no tiene de otra. La galería ha informado su presencia a los medios. El artista teme. Teme que esta vez alguien pueda descubrir lo que entraña su arte. No está seguro si le reconforta saber que posiblemente todo haya terminado. Sin embargo, se viste con una camisa de algodón y unos pantalones de lino. Calza sus viejos zapatos descarapelados. Ni siquiera repara en acicalarse el cabello cuando se mira en el espejo. Es ahí, en el espejo, donde observa el paso fugaz de algo extraño a sus espaldas. El artista cierra los ojos. Respira profundo. Cuando los abre nuevamente no encuentra nada más que su reflejo. La casa sigue en silencio.

2.

Apenas un mes atrás tuvo lugar la última aparición. Fueron unos sapos. El primero de ellos se movía entre las sábanas mientras el artista dormía. Éste de inmediato saltó de la cama y al intentar ponerse los zapatos se encontró con un renacuajo gordo al que estuvo a punto de aplastar con el pie. No tardó en descubrir que el cuarto se iba llenando de sapos. Brincaban con lentitud de un lugar a otro. En la mesa de trabajo, dentro del clóset, por los libreros, sobre el buró. Descalzo, salió de prisa al patio. Cientos de sapos ya habían ocupado las macetas y los pasillos, las bancas de madera y los quicios de las puertas. Los renacuajos posaban sus ojos saltones sobre el artista y emitían sonidos inflando sus enormes papadas. Aquello parecía un gran tapete verde de variados tonos. El artista se llevó las delgadas manos a la cabeza y revolvió más aún su cabellera larga y canosa. Quiso gritar, insultarlos, pero se contuvo. No quería despertar a los vecinos. Además, como de costumbre, no le creerían. El croar se hizo tan intenso que tuvo que abandonar la casa en plena madrugada. Antes de hacerlo fue a su estudio y cogió un rollo de papel de dibujo que se metió bajo el brazo. Cogió también algunos lápices que guardó con urgencia en uno de sus bolsillos. Los sapos lo tenían rodeado. Croaban y croaban. Lamían con sus lenguas delgadas y rasposas los pies del artista. Sin embargo, desde hacía mucho tiempo éste había dejado de sentir ese desasosiego. Sabía cómo hacerlos desaparecer.
     Vagó por el Centro Histórico. Por momentos se sentaba en algún quicio o alguna jardinera y dibujaba con vehemencia. Los renacuajos que lo seguían se iban haciendo menos. En una banca del zócalo dio los últimos trazos. Los sapos habían desaparecido. Sintió una tristeza infinita cuando recorrió con la vista la plaza solitaria que el amanecer iba despejando de sus sombras. Regresó a casa con varios bocetos bajo el brazo. Caminaba agotado, como un soldado que vuelve de la batalla, con la cara, las manos y la camisa manchadas de grafito. El cabello revuelto. Descalzo.

3.

Esta vez el sobresalto no fue tan grande. Pero hubo un tiempo en que realmente la zozobra invadía al artista. La primera experiencia la tuvo en la infancia. Terrible para un niño de apenas ocho años. Se trataba de un enorme cocodrilo. Era una mañana soleada. Regresaba de la escuela. Al doblar la esquina de una de las calles de su pueblo se encontró de frente con el reptil, que lo miraba con sus desorbitados ojos ambarinos. Pareciera que, por lo corto de sus patas, los cocodrilos son lentos. El niño pudo comprobar que no es así. Luego de salir del pasmo, echó a correr. El animal sólo alcanzó a darle un pequeño golpe en la pierna con su hocico. Un hocico que escondía filosas hileras de dientes. Lo primero que hizo al llegar a su casa fue comunicarles a sus padres que un lagarto se lo quería comer. La alarma de que un reptil vagaba por las calles se propagó por todo el pueblo. Las autoridades asignaron a un grupo de topiles y pescadores para atrapar al animal. Nunca lo hallaron. Sin embargo, el cocodrilo seguía acechando al niño cada vez que éste salía a la calle. Pronto descubrió que el lagarto no le haría ningún daño. Ninguno de sus compañeros de escuela le creía una sola palabra. Y los padres, por supuesto, sabían que su hijo tenía una imaginación desarrollada, así que hicieron oídos sordos a sus quejas. Cierto día, el lagarto amaneció echado al pie de su cama. Era la primera vez que el animal entraba a su casa. De inmediato dio aviso a sus padres, quienes, por supuesto, no vieron nada. La insistencia del niño era tal que un día los padres le pidieron que se lo dibujara. Y lo hizo. Entonces el cocodrilo se esfumó. Eso fue el principio de todo. No sería la última vez que vería a ese lagarto. Ni el último de los animales que se le aparecerían.

4.

Una ocasión, apenas unos cuantos años después, observó que el pueblo era sobrevolado por miles de murciélagos. Se lo comunicó a sus amigos, a sus padres, y a todas las personas que se encontraba. Nadie le hacía caso. Los animales dormían durante el día colgados de árboles, de las bóvedas de los mercados y los templos. Por la noche revoloteaban y hacían ruidos extraños. Más que andar en busca de alimento, parecían juguetear. El niño se sentaba en el patio de su casa y los dibujaba en su cuaderno. Cuando las hojas se hicieron insuficientes, tuvo que recurrir al muro de un lote baldío. Compró pintura acrílica y pintó tantos murciélagos que pronto atiborró la gran barda. Con el tiempo todos en la ciudad supieron de la existencia del mural. Lo admiraban, intrigados por la identidad del autor, que se supo unos años después, cuando el artista comenzó a ganar notoriedad.

5.

Una de las apariciones que más lo preocuparon fue la de un elefante. El artista ya era un adulto y entonces se había mudado a la ciudad de Oaxaca. Sin embargo, aquella vez sintió un miedo terrible. El enorme elefante se paseaba por el patio de su casa. El animal bebía agua de una pequeña alberca que el artista había mandado construir para sus hijos. Comía las hojas de las jacarandas que adornaban el patio. Lo que realmente le preocupaba al artista era que, si el paquidermo abandonaba ese espacio, seguramente lo destruiría todo. Tenía que impedirlo a toda costa, a pesar de que empezaba a acostumbrarse a su presencia, a sus ojos tristes, a su piel seca que contrastaba con la suavidad de sus grandes orejas, incluso a su barritar nocturno. El artista suponía que llamaba a otros de su manada. Con toda la tristeza del mundo, un buen día cogió una gubia y comenzó a dibujarlo en una placa de metal. Extrañó durante meses al paquidermo. Pero entonces supo que su trabajo tenía un poco de heroísmo y que él era quien protegía a la ciudad de amenazas terribles. Aquel elefante pasó a formar parte de una serie de grabados que incluían una zoología fantástica que lo llevó a viajar por el mundo.
     En París vio changos colgados de la Torre Eiffel. En Londres recorrió en compañía de miles de chapulines la National Gallery. También vio decenas de lagartos chapotear en las orillas del Támesis. En Venecia se montó en los caparazones de enormes tortugas con las que paseó por los canales. En estos viajes descubrió que no es ni ha sido el único ser que ha tenido estas visiones. No tardó en identificarse con otros artistas y escritores en iguales circunstancias. Se acostumbró a convivir con esa fauna fantástica, aunque, incluso ahora, nunca faltan los sobresaltos, sobre todo por lo imprevisible de su llegada.

6.

La gente se empieza a retirar, muy pronto las obras dejarán de ser suyas. Todo mundo las ha estado esperando. Las fichas técnicas de las piezas empiezan a ser marcadas con etiquetas rojas. Vendida. Vendida. Vendida. Con nostalgia las contempla por última vez. Y se va, sin despedirse de nadie. Camina con una ansiedad incontrolable las pocas calles que lo separan de su casa. Al llegar, no encuentra changos ni chapulines ni cangrejos. No escucha el croar de sapos o el barritar de elefantes. El artista se encuentra muy triste. Contempla su autorretrato en la pared del baño. Lo acaricia. Luego se dirige al patio, con la esperanza de ver algún murciélago volar. Tal vez un lagarto salga de la piscina. Nada se manifiesta durante las dos horas que permanece sentado en una silla de madera. Cuando está a punto de resignarse e irse a dormir, escucha, sin asomo de estupor, un ruido de pisadas acercándose. Es un  . Le lame la mano. El artista sonríe, lo levanta y se lo pone sobre las piernas. Acaricia la piel lampiña y caliente del animal hasta que es vencido por el sueño. Antes de que el sol despunte, el perro ladra y ladra sin parar. Corre frenético por toda la casa. El artista despierta. Se irrita. Por un instante piensa que debería dibujar al xoloitzcuintle. No lo hace. A veces prefiere no estar solo.

 

 

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