Fatherland Front

Myriam Moscona

Ciudad de México, 1955. Su libro más reciente es León de Lidia (Tusquets, 2022).

Así lo soñé, le explico a mi hermano.

—¿Sabes qué? Me turbó tanto que mejor lo anoté y prefiero leértelo porque tenía poco de haber despertado.

—¿No decías que amabas eso de Walter Benjamin?

—¿Qué cosa?

—Que nunca debes hablar de tus sueños al despertar porque los traicionas.

—No hablé con nadie. Después de darle unos sorbos al café, fui por mi libreta y escribí este fragmento:

Mi papá ya viejo, la cara flaca, consumido y sin memoria.

Llevaba guantes negros y un saco grueso de cuadros café

con leche. Hacía frío. Lo vi sentado, quería mostrarme un

cuaderno de forma italiana a doble raya. Allí, papá escribía

palabras sin ton ni son y una que otra línea, más

estructurada, con caracteres cirílicos. El cuaderno estaba

igual de viejo y gastado que él y lo sostenía con cierta

dificultad entre sus manos enfundadas. Su cara tenía

algunas manchas, seguramente con diseños similares a las

que debía tener bajo sus guantes. ¿Por qué usas guantes,

papá? Tú lo sabes, me dijo asintiendo con la cabeza.

Conozco el mundo de los muertos, le dije, y no me engaño.

Se lo fui leyendo a mi hermano porque sabía que iba a darme una respuesta. 

Me respondió igual que el cuaderno de papá, con frases inconexas.

La voz de mi hermano rebotaba, parecía estar hablando adentro de una concha de mar. Desprendida del sueño, así comenzó una historia de la que hubiera querido no enterarme esa mañana.

Volví a recordar los guantes negros y la sonrisa enigmática de mi padre anciano. Los guantes, me dijo la eterna voz intrusa, son para ocultar las manos llagadas. Tiene que usarlos siempre sin interrupción, hasta cuando se baña.

Savalí

¿Savalí? ¿Otra vez con tu ladino? No le digas savalí, no lo pobretees. Mejor ayúdalo, le digo, sin mover los labios, a la voz que siempre me pellizca por dentro. 

Mi papá usaba guantes negros porque sus manos estaban llenas de costras de sangre. Mi hermano mirándome de frente, con claridad, me reviró con otro tema que, en realidad, era el mismo. 

—Mira lo que dice aquí: «un partisano es un guerrillero que se opone a un ejército de ocupación. El término se refiere principalmente a organizaciones clandestinas de resistencia durante la Segunda Guerra Mundial».

¿A qué viene esa lectura? Además, hay mejores fuentes que internet, ¿no crees?  

Y comienza mi cuerpo a reaccionar golpeado por la verdad.

Gracias a Ítalo Calvino fui entendiendo lo que el sueño me revelaba. 

El infierno de los vivos no es algo que será: hay uno, es

aquel que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos

los días. 

No mucho después llegó a nuestras manos el único escrito de ese tiempo que se conservó de mi padre. Parece que lo escribió ya de mayor y con una prosa vigilada. Para mi sorpresa estaba escrito en un inglés perfecto, durante sus años postuniversitarios.

Era el inicio del invierno de 1942. Un grupo de muchachos

búlgaros y yo estábamos en la loma de la montaña cercana

a Plovdiv. Llevábamos diez o doce días a salto de mata.

Habíamos perdido contacto con el grupo de mando. No sé

si era diciembre o enero, pero había hielo en las laderas.

Estábamos cercados. Se escuchaba el bullicio del fuego y

unas cancioncillas alemanas. Comencé a no sentir el pie

derecho. Quería darme una buena refriega de alcohol, pero

hacerlo era perder un tiempo que no nos sobraba. El resto

lo he olvidado. 

El mayor era yo. A punto de cumplir 24. 

Uno de los alemanes en el costado más occidental del

monte estaba borracho y se había quedado dormido. Con

el largavista, pudimos observar que entre sus manos

sostenía un fusil colgado de los hombros con una cinta gris.

Tenía la mano relajada cerca del gatillo y sus labios vibraban

con sus ronquidos. Allí se abría el único camino para

escapar por la ladera. Si no nos apurábamos, nos

reventarían en cuestión de horas o tal vez menos. Era

clarísimo que iban a aniquilarnos y que no había otro sitio

para huir.

Fui yo quien dio la orden. Yo la di. Toni era el mejor y sería

él quien disparara. 

—¿Estás seguro, León, de que es la mejor estrategia? —me

dijo con los labios morados por el frío. 

—Si a ti se te ocurre algo mejor, dilo en este segundo

porque no nos sobra tiempo para hacer una asamblea.

Asumo la decisión.

—¿Ah sí? ¿Y también te harás cargo de recoger nuestros

cadáveres? Lo dudo porque estarás tendido en el hielo

igual que todos.

Le menté la madre al tiempo que comenzamos la caminata.

La adrenalina es más eficaz que cualquier analgésico. Mi pie

comenzó a obedecer, como si el ardor del miedo calentara

también el pie entumecido y sus cartílagos. Recuerdo

haberle picado con fuerza las costillas a Toni en el momento

calculado. 

Vino el disparo exacto y la muerte instantánea del joven

alemán. Ya era cosa de segundos. Teníamos que bajar antes

de que sus compatriotas, mucho mejor armados, alcanzaran

el lugar. Lo vi tirado con su esvástica cosida al traje. No

tenía ni 18 años.

Comprendí el gesto de mi padre desde los vapores del sueño. Se dibujaba en mi mente con claridad, como si me dijera «entiende, por eso llevo guantes, necesito cubrirme la sangre». Lo comprendí todo. Mi padre dio la orden de matar al joven alemán.

—¿Seguirá pagando por dentro la muerte de un muchacho que dormía fuera del pelotón? ¿Será eso? —le pregunté a mi hermano a media voz.

—No lo sé. ¿Y tampoco sabes cómo se llama la organización rebelde en la que se enlistó, verdad? 

—No.

Fatherland Front

—¿Fatherland? Es difícil de creer. Father land. Parece mentira…

A raíz del sueño de los guantes negros fui a buscar a un anciano. Yoshi. Fue amigo de mi padre y lo perdí de vista por décadas. Él guardaba ese escrito de papá entre cientos de papeles. Tenía noventa años o tal vez más. Vivía solo con una mujer zapoteca de dientes muy blancos que lo cuidaba en la calle Miami de la colonia Nápoles en la Ciudad de México. Yoshi no podía caminar, pero era lúcido y muy consciente de su condición. Nunca se lamentaba. Sus ojos lucían apagados tras una especie de membrana viscosa. Era rápido en sus deducciones y su memoria seguía intacta. Su casa, tapizada por libros de historia, geografía y estética parecía que iba a caérsele encima. Le pidió a la mujer que le bajara el libro azul del tercer estante a la derecha. Lo hojeó unos segundos e inmediatamente localizó lo que quería leerme. Lo tradujo del búlgaro como si estuviera leyendo en español.

La fuerza armada del Frente de la Patria era el Ejército

Rebelde de Liberación Nacional, cuyos destacamentos

fueron organizados en los bosques búlgaros para combatir

a las Fuerzas Armadas del Reino de Bulgaria y sus aliados,

los alemanes del Imperio nazi. El Frente de la Patria,

Fatherland, contaba con veinte mil guerrilleros, diez mil

participantes de grupos de combate y apoyo logístico de

aproximadamente doscientos mil simpatizantes. En los

combates cayeron nueve mil 415 guerrilleros del Ejército

Rebelde de Liberación Nacional y veinte mil enlaces y

simpatizantes fueron asesinados por el gobierno fascista, ya

sea mediante ahorcamiento o quemados vivos. Otras

decenas de miles de militantes murieron en campos de

concentración. 

Volví a repetirme en silencio: «mi padre ordenó la muerte del alemán para salvarse el pellejo». El pellejo. Quisiera que Yoshi me ayudara a entender.

Él sabía más detalles. Por ejemplo, las palabras que mi padre dijo antes de salir hacia las montañas de Plovdiv, en Bulgaria, vestido con un traje caqui y una mochila de lona, llena a reventar. 

Iban los dos muchachos. Es decir, Yoshi, años más joven que su compañero —y mi padre—, enfundados, los dos, hacia la misma noche.

Yoshi subió los ojos, recargó las manos en los brazos de la silla de ruedas con una sonrisa delgada, casi imperceptible, como si el recuerdo fuera una escena que sucediera allí, frente a sus ojos, en ese mismo instante.

—Te lo diré. Antes de desaparecer tras la puerta, tu papá le dijo a tu abuela: «Quédate tranquila, maiko, regresaré vivo». Y ella le suplicó: «No te vayas, hijo, recapacita, te necesitamos».

Gracias a Yoshi, comprendí que mi papá no soportaba pensar en las mismas posibles palabras que el joven nazi habría dicho antes de salir de su casa en algún lugar de Alemania. «Quédate tranquila, mutter. Regresaré vivo». 

—¿Esto te lo confesó él, el anciano? —me pregunta incrédulo mi hermano a quien corrí a ver saliendo de la colonia Nápoles.

Toqué la mano rugosa de Yoshi y otra vez lo miré a los ojos en silencio.

—Tal vez por eso papá no puede acabar de morir —pensé para mis adentros.

Más allá de si era nazi o no, el chico era un jovencito que mi padre consideraba preso de una situación que no eligió. Era casi un adolescente. Pienso que toleraba mal haberlo visto morir a esa edad por una orden que él mismo dio, sí, aunque fuera un nazi. Mi padre era lo que hoy se llama el «autor intelectual» de su muerte. Dudo que durante los años de terror se empleara un término con tan poca monta militar. Aunque fuera un nazi, es muy probable que haya sido, por su edad, víctima de una situación sin salida. Estaba loco mi papá. No sé por qué esa tendencia a una empatía exacerbada, incluso hacia alguien que, de tenerte de frente, te hubiera humillado.

Yoshi me regaló el escrito de papá y no creo que pasara ni un mes cuando murió dormido.

Por las noches, regresaban escenas de mi sueño, volvía a ver sus guantes negros, me imaginaba sus llagas, su sentimiento de culpa, sus diálogos internos, su incapacidad para colocarse en un lugar distinto que el de su lenta y razonada destrucción. Aunque se haya muerto por negligente, por no hacerse cargo de sanar, también yo comienzo a justificarlo. Siempre las hijas disculpamos y protegemos la figura patriarcal. Con las madres solemos ser más exigentes, menos misericordiosas. Son nuestras iguales y de niñas sentimos una rivalidad. Al fin y al cabo, ellas son la pareja de nuestro primer amor. Y en aquellos tiempos, ¿quién iba a cuestionarse? Eso se actuaba con toda naturalidad, así salía, en crudo. Sin filtros. 

Mi padre comenzó a fumar desde ese invierno en que dio la orden del disparo contra el nazi. Ya de mayor, proyectaran lo que fuera, se salía del cine a la mitad de la película, se apartaba de cualquier junta de trabajo; incluso se escondió en el baño del hospital cuando lo internaron en su primer infarto y hacía las cosas menos esperadas, hasta las más indignas, por seguir fumando. Su adicción a la nicotina lo tenía esclavizado. La misma semana de su muerte, a sus 47 años, sus pulmones recibían el impacto de setenta cigarros al día, como si en las volutas de humo se dibujara una bomba redondita y de apariencia fugaz, hasta que, un día, se activó. Tras esas volutas de humo, había un reloj invisible que él escuchaba por dentro, tactictac tactictac. Una cosa muy distinta es que fingiera no escucharlo. Lo que ya sabemos: todos los plazos se cumplen.

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