Fantasmas en La Habana (fragmento) / Julián Herbert

Llegando a La Habana me encontré con mi amigo, el artista conceptual Bobo Lafragua, una especie de Andy Warhol (no tanto: más bien un Willy Fadanelli de provincias) por su capacidad para reunir en torno a sí a una corte de groupies, discípulos famélicos y muchachas con una autoestima tan pobre que se quitan la ropa cada vez que alguien pronuncia (así sea refiriéndose a una marca de cerveza) la palabra modelo. Mi amigo Lafragua (cuya obra formaba parte del kit artístico que diversas instituciones culturales mexicanas estaban llevando gratuitamente al pueblo de Cuba: remesas enviadas por un hermano mortificado por la culpa histórica) había arribado al puerto dos días antes que yo. Ya para entonces tenía bien controlada la ciudad.

     Nos hospedaron en el hotel Comodoro, no demasiado lejos del aeropuerto, por la zona de Miramar. En cuanto bajé del microbús, Bobo dijo, a manera de saludo:

     —Estamos anca su puta madre de La Habana Vieja. Pero no te
preocupes, cabrón, es muy fácil llegar. Ya sé además qué hacer si no tienes tiempo de ir tan lejos: aquí en corto está la embajada rusa. No mames, ve a verla nomás para que documentes lo faraónicos que eran estos pinches weyes, cabrón, tú que muy izquierdoso. Pero si vas, ve de día, cabrón, no se te ocurra ir de noche. De noche toda Quinta es territorio de las vestidas más nalgonas del Caribe: puro camarón.

     Se le notaba que se había atravesado media botella de Stoli y —quién sabe— a lo mejor hasta tres o cuatro rayas. Agregó, pasándome un brazo por el hombro y empujándome suavemente hacia el mostrador de recepción:

     —Mañana comeremos en el barrio chino, cabrón. Y el jueves iremos a la Casa de la Música del centro, a conocer a los mismísimos NG La Banda. Luego voy a llevarte a una paladar muy oculta, por Almendares, donde dicen que se hace la langosta más rica. Pero no te me agüites, que hoy también tengo planes para ti: anda a tu cuarto y vístete.

     Girando sobre sus talones y dirigiéndose a la mínima porra que ya se había agenciado en el hotel (tres pintorcitos mexicanos con compungida cara de adolescentes que nos miraban, amoscados, desde un cómodo sillón de piel situado frente a los teléfonos del lobby) dijo, golpeando el aire con un puño:

     —Al Diablito Tuntún, camaradas.

     Los chicos asintieron, sonriendo casi con temor.

     Yo siempre he sido un hombre dócil. Pero con un gramo de opio en los pulmones (más o menos lo único que había consumido en el avión) soy un zombie.

     Me registré, subí a mi cuarto, deshice la maleta y me duché. Dados el clima y el ambiente (el Comodoro es un hotel de los cincuenta, chaparrito y extenso, tres azulísimas piscinas y cuatro restoranes y una sala de baile con orquesta y, de cara al mar, doscientos cuartos rematados por anchos balcones-terraza equipados de sillas y mesitas que recuerdan la escena del cumpleaños de Hyman Roth en The Godfather ii) elegí un atuendo cuasi yucateco: pantalones de lino, guayabera, tenis Reebok.

     Un rato después bajé al lobby. Esperé, junto a los tres pintorcitos, durante casi una hora.      Luego telefoneé a la habitación de Bobo. Nada. De seguro se había quedado dormido.

(Eso es lo único malo de mi amigo. Se levanta a las seis de la mañana y, a las nueve, ya está preparando el primer desarmador. A mediodía, insiste: «¡Vamos a un téibol!»… Pero, apenas anochece, está nocaut. Hace un par de años le extirparon la vesícula, lo que menguó severamente su tolerancia a los paraísos artificiales. A veces pienso que es el negativo de un vampiro).

     Como ya estábamos excitados y en ropa de salir, los tres pintorcitos y yo decidimos continuar con los planes de Bobo Lafragua.

     —¿A dónde es que vamos?

     —Al Diablito Tuntún.

     —¿Y qué es eso?

     Ninguno de los chicos lo sabía: habían llegado a La Habana sólo unas horas antes que yo.      Así que preguntamos a un taxista, quien nos condujo hasta la Casa de la Música de Miramar y nos señaló la escalera exterior que llevaba a la planta alta.

     —Es ahí.

     Antes de bajar del taxi, me surtí una ración de opio del botecito de Afrin Lub que había orgullosamente contrabandeado por una de las aduanas más peligrosas de América Latina. Me di cuenta de que el botellín me duraría, si acaso, esa noche y una más.

     No sé los otros: yo subí la escalinata de troncos con la solemne sensación de estar pisando las alpargatas de Estrellita Rodríguez.

     Todo fue ingresar al salón; enseguida se difuminó el encanto. Era una galería descolorida, de paredes altas y techos de madera ruda, equipada con elegantes muebles malhechos, como de casa de citas en decadencia: poltronas turcas con el foam de fuera, sillitas diminutas hechas con pino de tercera y rematadas con garigoles de oro oxidado, plantas artificiales, refrigeradores decrépitos —eso sí: llenos de cerveza Polar— roncando como gorilas… La música estaba bajita y algunas sillas seguían trepadas en las estrechísimas mesas circulares. Consulté mi reloj: iban a dar las once.

     —No, compadre —dijo el hombre de la entrada, leyéndome el pensamiento—. Aquí la fiesta empieza pa las tres, pa las cuatro. Si quieren algo antes, abran pista allá abajo. Está empezando a tocar el Sur Caribe.

      Así que tuvimos que pagar doble entrada. Calculé que, en apenas seis o siete horas, había gastado ya la cantidad de cucs que según yo iban a rendirme para un fin de semana.

     Ricardo Leyva estaba machacando suavecito la duela con «El Patatum»: si le va dar que le dé, que le dé, mira el coro que te traje. Los tres pintorcitos (indistintos para mí bajo la luz magullada de la noche habanera) (una suerte de jóvenes Greas masculinas cuyo único ojo y diente era el limpio vidrio del ron) pidieron una botella que nos atravesamos enseguida, qué calor, y no era difícil notar, por la falta de destreza para el baile, que casi todos los concurrentes varones éramos extranjeros, muchísimo venezolano fingiendo ser comunista y arritmado, pero ni de chiste, y de los mexicanos mejor no digo nada, tenemos un presidente filofascista y una sintaxis excepcionalmente pacata (a menos que no extrañes en este punto de la prosa un punto o un punto y coma) y bailamos la salsa con dos pies izquierdos y las piernas tan abiertas que parecemos Manuel Capetillo toreando en blanco y negro. Las mujeres, en cambio, eran, la mayoría, oriundas de la isla. Lo mismo te citaban a Lenin en ruso que estareaban la maquinita sin que apenas roncaran los pistones, blam blam arrastraban el alma en los pies rozando suavecito la madera, dame más dame mucho pa que se rompa el cartucho, y era difícil para un par de primerizos como yo y las tres Greas de la pintura mexicana joven distinguir entre la buena danza y la buena estética corpórea lo que había de moral y de buenas costumbres: quiénes eran las leales defensoras del Partido que acudieron a celebrar con los compañeros que nos visitan desde la hermana república de Venezuela; quiénes eran las chicas fáciles cuyo pensamiento se había deformado por tanto captar televisión imperialista mediante antenas del mercado negro (no me importa que seas colectivista y afable: soy cubano, soy Popular); y quiénes eran, por último, las licenciosas y abiertamente mercadeables jineteras —o como dice la Gente de Zona: su-salsa-no-es-conmigo / su-salsa-es-con-conjunto.

     (Que me perdonen las Decentes Camaradas Insertas En La Lucha, pero marcándonos un son somos todos iguales: a la verga el Partido Comunista).

     Hacia las tres de la mañana, Ricardo Leyva y Sur Caribe remataron el show con el tema que todos los cubanos estaban esperando (lo sé porque, al empezar la melodía de viento, lo meseros que pasaban a mi lado sonreían y me palmeaban fuertemente la espalda): «Añoranza por la conga». Micaela se fue y sólo vive llorando, dicen que es la conga lo que está extrañando, dicen que ella quiere lo que ya no tiene, que es arrollar Chagó: un blues cubano para denostar a los balseros. Criminal. Como si los héroes de la patria tuvieran derecho a vanagloriarse de expropiarnos la música, los muy comemierdas. Pero oh oh OOOH, that shakespearian conga: de pronto todos estábamos dando de saltos. Una percusión incendiaria, domesticada desde la calle, fierros en la hoguera: un farsante me dijo que yo era rockero. Éramos la versión Walt Disney de la danza del desfile del Primero de Mayo en la Plaza de la Revolución: puro turista frívolo y putañero tratando de agenciarse un culito proletario que le ayude a sentir, por una vez, la erótica elevación —histórica, marxistaleninista y dialéctica— de las masas. Si no te puedes unir al heroísmo, cógetelo. Hasta Los Orgasmos Siempre /

     Se acabó la música.

     Nos mantuvimos en el bar un rato más. Matamos de dos tragos una segunda botella de Havana Club. Luego, pasadas las cuatro, subimos otra vez al Diablo. Estaba ya repleto. Entre los concurrentes descubrimos, claro, a un fresquísimo Bobo Lafragua.

     —¿Por qué salieron tan temprano, pendejos camaradas? —dijo esbozando la mejor de sus sonrisas.

     El compañero Lafragua se distingue, entre otras cosas, por su impecable gusto al vestir. Llevaba una camisa blanca de seda opaca, unos cómodos zapatos Berrendo, lentes de Montblanc y unos Dockers color crema con cinturón Ferroni. Se había sujetado el ralo y largo cabello con un anillo de plata. Estaba sentado frente a una botella de Stolichnaya, una de Glenlivet y varias latas de Red Bull.

     —Llegan a tiempo: estoy haciendo kamikazes para mis comadres aquí presentes      —refiriéndose a tres chicas que lo acompañaban.

     Nos sentamos a su mesa. Los tres pintores comenzaron a tragar, en automático, la mezcla venenosa que Bobo preparaba: una parte de vodka y otra de whisky por dos de Red Bull. Yo había decidido dejar de beber: el alcohol estaba bloqueando el efecto del opio. Preferí seguir suministrándome generosos chorros nasales de la droga…

     El Diablito Tuntún es el máximo after de La Habana.

     Exagero: hay muchos más. Pero todos vienen a rematar en lo mismo. La mayoría son clandestinos, y qué flojera buscar un coche para ir hasta Parque Lenin poco antes del amanecer, o qué sórdido beber aguardiente a pico de botella en el malecón con niñas y niños de trece años, o qué caro pagar lo que cobra una pensión en El Vedado para rozarse con reggaetoneros famosísimos que para ti no son más que otro anónimo cubano pretensioso con camiseta de gringo y desplantes de líder sindical mexicano, y qué afán de moverse demasiado sólo para volver a conocer a las mismas jineteras míticas y comunes y corrientes, con sus perfumes empalagosamente idénticos a los de una teibolera de París o de Reynosa, y al cabo de todo terminar cogiendo, más borracho que un trapo de barman, aprisa y mal, en los mismos cuartuchos descascarados de Centro Habana que usan todos los turistas, viniéndote al compás de la voz de una malhumorada viejecita que, en el cuarto de al lado, echa pestes contra ti y contra el régimen mientras ve clandestinamente Telemundo.

     El Diablito Tuntún es un duty free de putas a donde vienen a palomear muchos músicos luego de concluir sus shows. Aunque la prostitución siga siendo ilegal (por eso en Cuba tantos y de tan variado modo la practican), en El Diablito los estándares para juzgarla son aún más relajados que en cualquier otro antro legítimo de la capital. Las chicas entran a pasto, estragadísimas por la noche de refuego pero más aguerridas que nunca: avariciosas, malcogidas, al borde del vómito por chupar pingas blandas diminutas, dormidas, soberbias, malhumoradas (depende de cuántos cucs se hayan hecho en este turno), lujuriosas. Con ganas inconfesas de llegar: demasiado queso en la cabeza, diría un santero de Regla. El Diablito Tuntún es un paraíso de pesadilla donde la música resulta intolerable y cinco o seis mujeres bailan alrededor de ti tratando de llevarte a la cama. Es el lugar perfecto para una noche de juerga cuando eres un monógamo anestesiado por el opio y torturado por el hecho de ser hijo de una prostituta.

     Antes de salir de México, hablé con Mónica: sin que viniera al caso le prometí, en medio de tremenda borrachera, una fidelidad tan solemne que debo haberla dejado con los pelos de punta. Le confesé que mi madre se había dedicado por años a la prostitución, lo que me había incapacitado desde siempre para intercambiar dinero por sexo.

     —Así que puedes estar tranquila —finalicé, sin reparar demasiado en la mirada de horror que ella me dirigía.

     Luego quise comentar esto mismo con Bobo Lafragua.

     Le dije:

     —Soy feliz, soy un hombre feliz, y quiero que me perdones si no te acompaño a ir de putas.

     Analíticamente, Bobo respondió:

     —Putas, lo que se dice putas, van a estar ahí. Pero de qué te apuras; hazle como Fidel: cierras los ojos y ya está… Ni te aflijas: el paraíso del Período Especial ya no existe. Ahora salen más caras que una corista de Las Vegas. Los pendejos europeos las pusieron de moda.      Calculo que tu sueldito pinche nunca te alcanzará para follar con una hembra de Cuba.

     Al colgar el teléfono me sentí desconcertado: por primera vez fui consciente de lo amenazadora y opresiva que puede ser la sexualidad de un pueblo al que desconoces.

     Aquella noche en El Diablito Tuntún, Bobo Lafragua me dio, a su tosca manera, la razón.      Apartándose un poco de las chicas a las que pretendía estar emborrachando (en realidad a ellas lo que les importaba era cerrar el trato con los pintorcitos-Greas), me susurró:

     —¿A qué hora cogerán estas gentes, tú?… Se pasan el día hablando de sexo en las calles y la noche bebiendo y negociando sexo en los bares… Pa mí que ni cogen. O sea: por gusto, no.

     El opio me había elevado a una beatitud remotamente autista. Pensé: ¿qué estamos haciendo aquí?… Hice un esfuerzo para preguntárselo a mi amigo.

     —Tú —respondió—, nada. Tú ya estás hasta el huevo. Yo estoy esperando a una muchacha.

     Debo haberlo mirado con extrañeza, porque agregó:

     —No a cualquier muchacha: esta noche tengo un sistema especial de selección.

     Los chicos Greas y las chicas Kamikaze se levantaron simultáneamente de sus sillas de pino de tercera con garigoles de oro oxidado. Ellos buscaron la cartera para dejar algunos cucs sobre la mesa en tanto ellas los abrazaban, se recargaban en sus cuellos y les tocaban la entrepierna, susurrando casi a coro:

     —Pero si ya estás listo…

     Fue una escena digna del Banquete de Platón.

     Las tres parejas salieron. A medida que las transacciones iban cumpliéndose en distintos rincones del establecimiento, la concurrencia comenzó poco a poco a menguar. El Diablito Tuntún es un lugar de un-dos-tres-por-mí-y-por-todos-mis-amigos: apenas dura lleno un par de horas y luego todo mundo corre como loco a follar. Durante unos minutos, Bobo Lafragua y yo nos miramos a los ojos con tanta insistencia que dos mulatos guapos se acercaron a ofrecernos compañía. Bobo siguió bebiendo kamikazes. Yo aspiré las últimas gotas de mi caldo de opio.

     Por pura perversidad, por puro self-hate, por puro ocio, comencé a pasar revista a las chicas rezagadas de la noche, intentando dilucidar cuál era la que más me recordaba a mi mamá. Todas tenían, claro, un rasgo en común: eran ligeramente mayores al estándar habanero. Primero descarté a las rubias. Luego a un par de morochas con las tetas bien grandes. Dejé fuera a una negra bajita que se carcajeaba feo: mamá siempre se describía a sí misma como una hembra muy cool en los horarios de trabajo. Al final no quedaba mucho: una pelona de rasgos muy finos y cara ligeramente rolliza, sentada sola frente a la barra; una mujer alta de pelo largo y negro a la que había visto salir con un cliente una hora antes, y que recién hacía un minuto regresaba al bar, tan fresca; dos señoras de gimnasio que de seguro eran hermanas y cuchicheaban a dos mesas de nosotros…

     —Ésa —dijo Bobo Lafragua, señalando a la mujer alta de pelo largo y negro a la que yo, por tercera ocasión, seguía con la mirada.

     —Sí —contesté, distraído.

     —Ni hablar: si te gusta, me la llevo.

     Se levantó y se dirigió hacia ella.

     Entonces entendí cuál era su método de selección.

     Ni siquiera alcancé a escandalizarme: estaba tan drogado que sólo deseaba reunir la voluntad suficiente para levantarme de la silla, tomar un taxi y llegar al hotel, donde tenía guardado el resto de mi opio. Por un momento pensé que sería de buena educación explicarle a Bobo que se había confundido, que la mujer no me excitaba en lo más mínimo sino que su desvencijado rostro me había recordado, vagamente, la vejez de mamá. Que el daño que intentaba hacerme no era kinky sino simplemente triste, y no iba yo a correr al baño del hotel a masturbarme imaginando cómo se templaba él a la chica, y a la tarde siguiente iba yo a levantarme sin envidia ni curiosidad, sin preguntas escabrosas ni deseo de detalles, sintiéndome simplemente, de nuevo, una puta estafada: un sentimiento de vergüenza y desesperación del que, de todos modos, rara vez logro escapar cuando despierto cada día…

     No lo alcancé.

     No dije nada.

 

 

Comparte este texto: