En el Canto xi del Infierno, Dante Alighieri refiere en terza rima, traducida por José María Micó, que Virgilio
Me dijo entonces: «La Filosofía
explica a quien la entiende, en muchas partes,
que la naturaleza tiene origen
en la labor de la divina mente,
y, si con atención lees tu Física,
en las primeras páginas se explica
que el arte imita a la naturaleza
como alumno al maestro, y nuestro arte
es, por decirlo así, nieto de Dios».
Como lo recuerdan sucesivas notas a pie de página, alude a Aristóteles, quien, en el segundo libro de la Física, sostiene que «las cosas están hechas de la manera en que su naturaleza dispuso que fuesen hechas, y su naturaleza dispuso que fuesen hechas de la manera en que están hechas, si nada lo impide. Pero están hechas para algo. Luego han sido por la naturaleza para ser tales como son. Por ejemplo, si una cosa hubiese sido generada tal como lo está ahora por el arte. Y si las cosas por naturaleza fuesen generadas no sólo por la naturaleza sino también por el arte, serían generadas tales como lo están ahora por la naturaleza. Así, cada una espera la otra. En general, en algunos casos el arte completa lo que la naturaleza no puede llevar a término, en otros imita a la naturaleza».
Antes de que en Trieste, en 1768, lo asesinara un cocinero con antecedentes penales, que fue condenado a muerte por «crimen crapuloso», el arqueólogo, secretario de la Biblioteca del Vaticano y lector de Aristóteles Johann Joachim Winckelmannn proponía que los entonces modernos no deberían imitar a la naturaleza, sino a las obras de la antigua Grecia que representaban la belleza natural.
La imitación puede importar asimismo una iniciación. En Efluvios cordiales de un monje amante del arte, Wilhelm Heinrich Wackenroder y Ludwig Tieck refieren la historia de un aprendiz al que llaman Antonio, que desde su niñez había tenido inclinación por la pintura y dibujaba copias de las estampas que encontraba. «Antonio se había ejercitado reproduciendo las obras de diferentes maestros de su tiempo, y la semejanza de sus imitaciones le proporcionaba un enorme placer, llevando cuenta de sus paulatinos avances. Un día vio algunos dibujos y pinturas de Rafael; había oído con frecuencia pronunciar su nombre con grandes alabanzas y desde ese momento procedió a reproducir las obras de aquel nombre tan elogiado. Pero cuando, sin saber por qué, resultó que no podía hacer las copias, soltó impacientemente el pincel de la mano» y le escribió «al más excelente de todos los pintores, Rafael de Urbino», confesándole sus trabajos vanos por reproducir sus obras y que creía que poseía algún secreto en su trabajo.
Rafael le respondió con generosidad que no se lo podía decir, «no porque sea un secreto que no quiera descubrir, pues me gustaría de todo corazón informarte a ti y a cualquiera, sino porque me es desconocido.
»Intuyo que no me creerás, pero así es. Lo mismo que uno no puede dar cuenta del porqué de su voz ronca y suave, tampoco puedo decirte el porqué de que mis cuadros tomen precisamente una forma determinada y no otra».
Wackenroder y Tieck (hay quien sostiene que sólo Wackenroder) reproducen una hoja hallada entre los manuscritos conservados en el monasterio del monje amante del arte, cuyo autor anónimo afirma ser amigo de Rafael y por eso le confió que siempre había deseado con fervor pintar a la Virgen María «en su perfección celestial, aunque todavía no se atrevía a ello. Su ánimo cavilaba permanentemente en su imagen, día y noche, sólo que no podía completarla a satisfacción».
Una noche tenebrosa «su ojo se vio atraído por un claro resplandor en la pared opuesta a su cama y, una vez que había mirado con atención, advirtió que su cuadro de la madona que, aún inconcluso, estaba colgado en la pared, irradiaba la luz más dulce y se había convertido en un cuadro perfecto y realmente vivo».
La carta al Can Grande de la Scala de Verona atribuida a Dante considera que «los retóricos suelen adelantar un como pregusto de las cosas que van a exponer para cautivar la atención del auditorio; los poetas, en cambio, no solamente captan la atención del lector, sino que, además, suelen añadir una invocación. La cual está de acuerdo con su intento, pues los poetas necesitan una larga invocación, ya que deben postular a los espíritus superiores algo que sobrepuja la común posibilidad de los hombres, es decir, un don divino».
Los griegos antiguos acostumbraban invocar a las musas.
Sin poder prescindir de la ironía, Oscar Wilde escribió que «revelar al arte y ocultar al artista es la finalidad del arte». Quizá es lo que han logrado los falsificadores más diestros y sagaces. Creía también que «la naturaleza imita al arte y esta imitación es su único contacto con el hombre civilizado», y espetaba que «las acusaciones de plagio emanan de los labios finos y exangües de la impotencia o de las bocazas grotescas de los que, no poseyendo nada propio, se imaginan que pasarán por ricos gritando que les han robado».
En uno de sus textos reiteradamente aludidos, Borges escribe acerca de una obra, «tal vez la más significativa de nuestro tiempo, consta de los capítulos noveno y trigésimo octavo de la primera parte del Don Quijote y de un fragmento del capítulo veintidós», escritos en el siglo xx por Pierre Menard. Para Borges, «el fragmentario Quijote de Menard es más sutil que el de Cervantes», y considera que «es una revelación cotejar el Don Quijote de Menard con el de Cervantes. Éste, por ejemplo, escribió (Don Quijote, primera parte, noveno capítulo): “la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”. Redactada en el siglo xvii por el “ingenio lego” Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe: “la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir”».
Entre otras cosas, Borges cree que «Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura».
Jules Renard anotó en su diario, el 21 de abril de 1896: «Si tuviera talento, me imitarían. Si me imitaran, me pondría de moda. Si me pongo de moda, pasaré muy pronto de moda. Por lo tanto, es mejor que no tenga talento».