para O. González Terrazas
i
Rompió el cristal y se metió en mi cama. Yo no hice nada. Me quedé quieta.
—Soy un sueño. Me llamo Eva.
Dijo.
Yo volví a dormir con esa certeza. Cuando desperté, ella seguía ahí, a mi lado, con esa respiración uniforme de los que siempre están tranquilos. Sin hacer mucho ruido me puse en pie. No quería despertarla. Sólo me acerqué a la ventana y miré los vidrios rotos sobre el suelo. Los toqué tan precipitadamente que me corté el dedo. La sangre salió como un pequeño encuentro azaroso. Iba a limpiarla cuando me asaltó el deseo de tocar, con ese dedo ensangrentado, el cuerpo dócil de Eva. Pero me contuve y suspiré. «Si yo pudiera dormir así…». Quizá por eso no la desperté: porque ella estaba tan tranquila.
ii
Cuando salí a trabajar pensé que Eva era un cansancio mío. Una alucinación tardía después de un duelo muy triste por la muerte de mi padre; por el trabajo atrasado, constante; por una madre enferma, necia; por las presiones económicas; por el ir y venir de aquello que irremediablemente va y viene sobre nosotros: pequeños triunfos y mortificaciones. Y ahí, con todo eso encima, recordé a mi padre, parado frente a mi puerta, justo antes de apagar la luz para que durmiera.
—Cuidado con los fantasmas, si crees en ellos, aparecen.
iii
En mi cubículo intenté retomar la rutina diaria y olvidar el incidente de la noche. Me tranquilicé y comencé a ordenar mis papeles. Sin embargo, y después de un rato de dudarlo mucho, tomé el teléfono y marqué mi número. El timbre sonó varias veces, sonreí, todo había sido un sueño, demasiada presión en mi cabeza, demasiadas… Pero descolgaron el auricular:
—¿Sí?
Toda la voz se me quedó en la garganta y sólo atiné a pronunciar:
—¿Eva?
—Sí, soy yo.
Quise colgar; sin embargo, era yo la que debía dominar la situación:
—¿Todo está bien?
—Sí. Tardé en contestar porque me estaba duchando.
—¿Duchando? ¿Y encontraste las toallas? Están justo al lado, en el mueble de color verde. Si están rasposas es porque yo no les pongo suavizante, tú sabes, no secan bien…
Me llevé la mano a la cabeza, no podía creer lo que estaba diciendo. Toallas, suavizante…
—No hay problema, a mí así me gustan también.
—Si tienes hambre, en el refrigerador hay comida.
—Ya me preparé algo.
—Ah. Bueno, pues adiós.
Cuando colgué sentí que ya no tenía cuerpo. Era un inmenso vacío que me arrastraba hacia dentro de mí, donde había un vacío mayor: yo. Y cuando casi estaba a punto de tocar esa nada, de dejar de estar ahí con todos mis convencionalismos, me dije: «¿Qué me pasa? Ahora mismo voy a mi casa y saco a esa tipa». Luego me vino ese mareo y me senté, la boca seca, como todos mis pensamientos, como todas mis emociones, como todo a mi alrededor. Llegué a pensar que si tocaba la pared o el escritorio, o simplemente una de mis manos, se desmoronaría el mundo. Traté de organizar mis ideas. ¿Cómo pude dejar yo a una extraña en mi casa, salir a trabajar y sólo tener como referencia su nombre? Además, ¿por qué entró por la ventana? E imaginé la escena, pues sólo sentí su mano tibia como en un sueño. Pero ella no era un sueño. ¡Había contestado el teléfono!
Entonces reflexioné sobre la posibilidad de que en esos momentos en mi casa ya estuvieran metidos varios desconocidos, hurgando en mis cosas, bebiendo, comiendo y destruyendo. Robando. Sonreí. ¿Qué podrían llevarse? Sólo tenía muebles viejos, libros y alguna que otra cosa de valor. Todo recuperable, salvo las fotografías, un anillo de oro, recuerdo de mi padre, junto con su detector de metales y un mapa falso para encontrar un tesoro. Si eso se perdiera, pensé, me dolería, sólo eso lograría hacerme sentir algo. Pero no, Eva no podía ser una ladrona. Pudo haberme matado cuando entró por la ventana. O atarme. O golpearme. O secuestrarme. Nada hizo. Se metió en mi cama y me dejó dormir. Sin embargo, podía ser peligrosa. No más que yo, en todo caso, mira que dejarla entrar así como así, y permitirle tantas confianzas… Quizá la sorpresa de su llegada intempestiva me desarmó, me confundió.
iv
Caminé toda la tarde. No quise ir a casa y encontrarme con ella. Tenía muchos problemas acumulados en todas partes como para tener otro, justo ahí, donde no deseaba ninguno. No quería verla. No sin antes saber cómo hablarle, qué decirle. Fui, sin darme cuenta, al café donde mi padre y yo solíamos conversar. Me senté en la mesa de siempre y el mesero de costumbre se acercó a tomar la orden. Me relajé. Encendí un cigarro y dejé de preocuparme un momento. Fue cuando llegó el café que invadió todo mi organismo y me incorporó el pensamiento. Di un trago y comencé a mirar todo aquello con otros ojos, quizá con los ojos de alguien a quien le gustan los hábitos y va ahí todos los días para sentir que es alguien, porque ocupa un espacio y lo reconocen en ese espacio. Ahí nadie me preguntaría por Eva, ni por mis problemas. Me sentí de buen humor. Se hizo de noche. Volví a casa.
v
Cuando entré, Eva seguía ahí. Me puse nerviosa. Era mi casa y parecía yo una invitada invadiendo un espacio perfectamente mío. ¿Cómo podía estar invadiendo mi propio espacio? Quedé quieta en la entrada unos segundos, vacilando… Por fin, Eva habló.
—Hice la cena.
Yo la miré y agregué contrariada:
—Qué amable, no había necesidad…
—Es lo menos que puedo hacer si voy a vivir contigo.
¿Vivir conmigo? No supe qué decir. Ella hablaba con tanta naturalidad y se movía en la casa con tanta displicencia que me pareció de mal gusto cortar ahí, en el recibidor, sus expectativas de vida… conmigo. Sonreí nerviosa.
—Vamos a cenar camarones.
—Odio los camarones.
—Pues no hay más.
Comí en silencio y agradecí que ella también lo hiciera, no estaba para conversaciones. Recuerdo sólo que la miraba constantemente mientras ingería esas bestias marinas. La miraba con la curiosidad de quien se encuentra absorto dentro de un salón de espejos en una feria. Te reflejas en ellos diferente, como podrías ser, como podrías haber sido. Eva interceptó mi última mirada y yo bajé la cabeza, apenada de haber sido descubierta no observándola, sino añorando estar en esa feria frente al espejo que te refleja diferente, como podrías ser, como podrías haber sido…
vi
Agradecí la cena. Le dije que yo lavaría los platos. No se opuso y se fue a mi sillón a leer. Cuando terminé el aseo de la cocina, me retiré a mi habitación sin dirigirle la palabra. Yo no quería hablar ni que me hablara. Ya vería mañana la manera de sacarla de la casa, no tenía por qué estar ahí. Yo vivía bien sola, la soledad me sentaba bien. Me acosté en mi cama. Miré la ventana sin cristal, por donde el viento se colaba. Cerré los ojos. Puse mi mano sobre ellos y quise dormir. Dormir. Pero sólo soñé.
Estaba con mi padre. Él excavaba en el suelo de un convento. Sólo eso recuerdo, a mi padre cada vez más dentro de aquel hoyo que comenzaba a cobrar dimensiones intolerables.
—Aquí hay oro.
Dijo y continuó excavando. Por fin, se oyó al fondo un ruido. La pala pegó contra algo duro. Mi padre salió consternado, emocionado. Se sentó a mi lado y encendió un cigarro.
—Ya se hace de noche, hija.
—Papá, eso que sonó allá abajo, ¿será un tesoro?
No contestó. Cuando terminó su cigarro encendió otro y otro, hasta que me venció la noche. Me quedé dormida dentro del mismo sueño. Pero volví a despertar, mi padre no estaba. Me asomé al hoyo y sólo encontré un silencio pavoroso.
—Ningún tesoro, como siempre.
Dije. Después volví a recostarme sobre mí misma hasta quedar dormida.
vii
Abrí los ojos. Eva dormía a mi lado. Me sentí extraña de estar junto a ella, de mirarla dormir, de envidiar su sueño, su reposo. ¡De que estuviera acostada en mi cama! Me levanté. Quise abandonar la habitación, fumar un cigarro, para después luchar contra el insomnio que me ganaba la batalla hasta la madrugada. Pero, al salir, la puerta hizo un ruido extraño, y junto con ese sonido agudo vi una sombra deslizarse por la pared del salón. Me acerqué lentamente y encendí la luz, asustada:
—¿Quién anda ahí?
—Sólo Eva.
¿Eva? Si ella duerme en mi cama ahora y yo… Apagué la luz, corrí a mi cuarto y me metí en la cama. Ella seguía ahí y la sombra afuera. Cerré los ojos, no los volví a abrir hasta que amaneció.
viii
Me estoy volviendo loca o tomando conciencia de las cosas. Por eso no hice mucho ruido, por eso no le dije a Eva, ni a nadie, que veía sombras y sentía miedo, mucho miedo. Por eso dejé que ella se quedara en mi casa, leyera mis libros, durmiera en mi cama y me importunara con sus cosas. Eso pensaba mientras recogía unos papeles sobre el escritorio de mi estudio. Luego, me di cuenta de que Eva había dejado un libro entreabierto, un libro, ¿mío?, no lo sé, me pareció diferente. Tal vez por eso sentí curiosidad de leer la página abierta, quizá por ello me atreví a inmiscuirme en esa página. Dejé de lado los papeles que estaba recogiendo y leí:
El sueño de Hara fue raptado por las nubes de la noche. Se lo llevaron lejos, adonde la lluvia lo mantuviera despierto. Se lo llevaron en dos caballos plateados que la luna negra les prestó. Por órdenes de Ryu lo encerraron dentro de una roca blanca custodiada por la vigilia. Ryu odiaba a Hara porque éste tenía sueños hermosos y placenteros, mientras que él sólo pesadillas negras. Por eso aprisionó entre las paredes blancas el sueño de su amo. Siete días pasó encerrado el sueño de Hara, porque al octavo día vio, disimulada sobre lo alto de la roca, una ventana. Subió hasta ahí y con la fuerza de su aliento rompió en mil pedazos los gruesos cristales del día para volver a la noche. Cuando Hara tuvo al sueño de nuevo en su cabeza, y no las pesadillas de Ryu, una mariposa le indicó dónde podría encontrar a su enemigo. La mariposa lo condujo hasta el centro mismo de su palacio, donde se alojaba el maligno traidor. Ryu, cuando vio la cólera en los ojos de su amo, quiso convertirse en un cuervo y huir. Mas la espada de éste le alcanzó antes y le cortó la cabeza. Cuando ésta rodó por el piso salieron las pesadillas de Ryu en forma de serpientes negras, que metió en una bolsa de seda y tiró al mar. Hara, desde entonces, tuvo más cuidado de sí mismo y no contó nunca más sus sueños.
Sonreí al terminar de leer la historia, definitivamente el libro no era mío. ¿De dónde lo habrá sacado? Apagué la luz y me fui a mi habitación. A Eva la pude distinguir en la cocina moviendo trastes y hablando sola. Yo no quise llamarla. Sólo quería dormir. Pero el sueño se murió de repente en mi cabeza cuando descubrí una mariposa aleteando nerviosa en mi cuarto, lista para partir a algún lado. Me aterré por la coincidencia y salí a buscar a Eva. Al llegar ambas a la habitación, la mariposa ya se había ido.
—Debiste seguirla.
Dijo.
ix
Y veía sombras por todos lados. Eso comenzó a inquietarme, pues se hicieron más constantes con el arribo de Eva. Ahora hasta en el trabajo me las tropezaba, las descubría, ahí, moviéndose como si yo no las observara. Se sentaban sobre las sillas, se recostaban sobre el librero, o se acercaban entre ellas para bailar o abrazarse o decirse algo al oído. Yo intenté evadirlas, hacerlas a un lado, pero ellas insistían en reafirmar su presencia. Aparecían en los momentos menos oportunos, cuando estaba en una junta de trabajo, o dando una clase, o de compras en el mercado. Ahí estaban, como en un teatro donde se representan escenas extrañas, y me obligaban a cerrar los ojos para concentrarme en mis tareas cotidianas. Sombras gigantescas o minúsculas que escenificaban batallas, subían y bajaban de los muebles haciendo piruetas de circo, cantaban a coro, mutaban en animales o cosas, se burlaban de mis interlocutores haciéndome, a veces, perder la compostura y esbozar una sonrisa. Con el tiempo comenzaron a imitarme, de manera que, al entrar a cualquier sitio, me veía a mí mismo hacer lo que había hecho antes. A veces hasta anticipaban mis movimientos. Y, cosa curiosa, no perdí mi sombra verdadera. Pese a ser seducida por las otras, nunca olvidó la compostura y quedó atada a mis pies.
¿Por qué tenía tantas sombras en la cabeza?
x
—Háblame de tu padre.
Dijo.
Yo me quedé muy quieta, mirando por la ventana, fumando un cigarro. ¿Cómo hablar de mi padre? ¿Qué decir de él? ¿De qué manera recordarlo? Si no hubiera sido todo tan repentino. Si hubiese tenido tiempo para aprehender su muerte, también lo hubiera tenido para retener sus modos, sus maneras, sus pensamientos, sus recuerdos y sus deseos. Mas de pronto ya no está ahí, y ya tu vida flota sobre tu vida solamente. E intentas recordarlo, y no es posible, porque el tiempo se lleva las facciones, los ademanes, las expresiones, su olor. Miras las fotografías, es él, pero no es el mismo que recuerdas, porque ahí se ve plano y distante, sin la dimensión que tú esperas inútilmente darle en el cerebro. Tampoco está en ninguna parte su afecto, su manera de acercarse a ti para decirte alguna cosa sin importancia y rutinaria, para ayudarte en las pequeñas labores que detestas: las compras, el mecánico, los albañiles y el fontanero, la casera y los vecinos. No, no se puede hablar de un padre así, simplemente, sin caer en el abismo de lo dicho siempre, sin atormentarse un segundo porque ya no te acuerdas bien y te acuerdas perfectamente, pero no se expresa, porque ya todo se vuelve como abstracto, porque él deja de ser carne y se vuelve una idea. O una sombra como las que ahora percibo en cualquier muro, deslizándose por lo mío y por lo ajeno. No, Eva, yo no puedo hablar de mi padre, debí decirte, y sólo atiné a contestarte:
—A él le gustaba buscar tesoros —y seguí fumando.
xi
—¿Es verdad que vives con alguien?
Me preguntó Antonio, inquieto.
—No estoy segura.
—¿No estás segura?
—No lo sé. ¿Sabes?, entró por la ventana.
—¿Quién?
—Eva.
—Ah. Pudo usar la puerta. ¿No crees? Me gustaría hablar con ella. Conocerla.
—Es rara, no sale de casa. Sólo sé que lee y habla poco. Más adelante, tal vez…
—¿Trabaja? ¿Tiene familia? ¿Dinero? ¿Alguna responsabilidad?
—No lo sé. Entró por la ventana, ya te dije.
xii
Cuando llegué a casa, Eva había pintado el mar en las paredes del salón.
—Es el Pacífico.
Dijo.
Por eso tenía olas altas y se agitaba intranquilo. A mí me gusta el océano Pacífico, yo nací cerca de él. A mi padre también le agradaba ir a verlo, sobre todo a las zonas donde más se agitaba, donde arrastraba todo como si la furia se gestara ahí, en el corazón de sus olas. Yo creía a veces, cuando nadaba mar adentro, que ya no regresaría, porque ahí, entre la violencia y el cielo, nunca se sabe si se saldrá vivo. Eso era lo más excitante, el no saber si saldrías vivo. Y aunque estaba contenta de tener al Pacífico metido en el salón de mi casa, tuve que reprimir los deseos creativos de mi invitada:
—Eva, no puedes pintar mi casa así como así cuando te dé la gana.
—Con esto ya no vamos a ver sombras.
Caí en el sofá desconcertada. Yo no le había contado nada sobre eso.
—¿Sombras?
—Sí, la casa está llena de sombras.
—¿Tú las ves, Eva?
—Sí, pero no son mías.
—Mías tampoco.
—Pues entonces vamos a ahogarlas.
No se ahogaron porque eran mías, como las pesadillas, como todos esos recuerdos que no salían de mí sino sólo para torturarme. Pues siempre estaba triste e insatisfecha, y porque no sabía por qué siempre estaba triste e insatisfecha. Así de simple, así de certero, sin más explicaciones, pues no hay explicaciones. Porque todo acaba reduciéndose a palabras. Y para describirnos necesitamos recurrir a las frases de siempre: esto es como una infelicidad nata, un hoyo en alguna parte del cuerpo. No hay explicaciones. Es así porque al sentir no pensamos, o porque sentir es un pensamiento que yo no quiero hurgar. Las sombras siguieron y yo me acostumbré a vivir con ellas. Cada quien tiene su tragedia y la lleva como puede.
xiii
—¿Dónde está el mapa del tesoro de tu padre?
—No sé. Guardado. No me enfades, quiero descansar.
Eva comenzó a abrir los armarios y a sacar todo. Luego siguió con los cajones, con los anaqueles, revisó debajo de los muebles, en la alacena, en el baño, en los libreros.
—¿Dónde está?
—Por ahí. No recuerdo dónde lo puse.
En verdad había olvidado dónde estaba. Y le di la espalda, quería dormir, necesitaba dormir, todo ese insomnio acumulado comenzaba a destruirme los nervios. Además, tenía que pagar al médico de mi madre, las medicinas, la hipoteca, y Eva sólo quería el mapa.
—Si lo encuentro, prométeme que vamos a buscar el tesoro.
—Cuando tenga tiempo.
Eva se calló. Y me alarmó que se quedara en silencio, así, de repente. Me senté en la cama, ella ya no estaba ahí. Le grité, no contestó, instintivamente miré hacia la ventana, nada, sólo el viento entrando ligero.
xiv
Eva había sacado el mapa de mi padre y lo tenía sobre la mesa del comedor —lo encontró, cuando yo lo había olvidado. Lo observaba como si ella fuera un verdadero buscador de tesoros. Atenta. Con su dedo iba recorriendo aquel territorio amarillento. Luego hacía anotaciones en unas hojas de papel. Las hojas estaban llenas de equis. Equis por todas partes. Equis que habían saltado de las hojas y se internaban en el suelo, en las puertas, en los vasos, en los platos, en algunos cubiertos también —para ser exactos, sólo en las cucharas. Equis en mi bata de baño. Equis en mis pantuflas. Equis en el piso de mi recámara. Equis en el techo de la cocina. Equis en la taza del sanitario. Equis en las sillas, equis en sus manos. Equis en las mías también, pues cuando llegué se apresuró a pintar dos enormes equis en las palmas de mis manos. Las equis no eran iguales. Eran diferentes en todos los casos. Delgadas. Gordas. Espectaculares. Insulsas. Cautivantes. Barrocas. Renacentistas. Medievales. Góticas. Maquiavélicas. Angelicales. Despiertas. Dormidas. Hambrientas. Escurridizas. Inquietantes. Reveladoras. De fuego, aire, tierra y mar. Equis recostadas o alineadas. Equis. Montones de equis. Recortadas. Pegadas. Pintadas. Bordadas. Algunas se preparaban en el horno. Otras eran hielo en el refrigerador. Eva y sus equis invadían mi casa.
—Sólo una es la buena. Tenemos que encontrarla y ponerla aquí en el mapa.
—Eva, es falso. Nadie te vende el mapa de un tesoro.
—Pero tu padre lo compró.
—Mi padre estaba loco, como mi madre, como todos.
Grité furiosa. Eva me miró calladamente. Siguió concentrada en las equis y en el mapa, recorriéndolo con su dedo. Yo me recosté sobre una enorme equis que descansaba sobre mi sofá y me puse a mirar el mar negro que amenazaba con cubrirme. Mar con peces dorados, con sirenas, con barcos hundidos arrasados por quedarse a la deriva. Sí, a la deriva, pensé. Peces, sirenas y barcos que se van muy lejos a morir. Equis y mapas. Cerré los ojos…
xv
Después soñé (rutina).
Era niña. Estaba en la vieja casa de mi infancia. Sentada en las escaleras de piedra miraba hacia el final de la escalera, sorprendida de que estuviera tan oscura. Me levanté y descendí. Con la mano toqué el principio de la oscuridad y la sentí aterciopelada. La acaricié con curiosidad. Introduje mi mano dentro y aquello era tibio. La retiré. Me disponía a entrar en esa noche bajo techo cuando cientos de ojos de pájaros se abrieron ahí mismo, en la entrada oscura. Era una cortina de pájaros negros. Comenzaron a mover las alas, a revolotear, a sobrevolarme y yo los seguí. Me cansé de caminar y quise detenerme pero los pájaros me obligaban a seguir. Se despejó el horizonte y a lo lejos vi a mi padre cavando. Corrí hasta él, no decía nada. Por fin, le pregunté: ¿Por qué te moriste? ¿Por qué me dejaste aquí en medio de todos y de todo? Él se volvió a mirarme con unos ojos muy oscuros como los de los pájaros de antes. Nada dijo. Se levantó y se convirtió en cenizas.
xvi
—Voy a renunciar, Antonio. Ya no quiero trabajar aquí. Estoy muy cansada.
—¿Y qué vas a hacer?
—Buscar un tesoro.
—¿Y quién va a cuidar de tu madre, de tus cosas?
—No sé.
—¿De qué vas a vivir?
—Del tesoro, cuando lo encuentre.
—Debes decírselo a tu madre. Pensar bien las cosas.
—Sí. Algo haré.
—¿Lo sabe Eva?
—No, hoy se lo diré.
xvii
—Eva, vamos a ir a buscar el tesoro del mapa.
Ella me miró calladamente y no me contestó. Yo tampoco agregué más, encendí un cigarro y me quedé mirando por la ventana. Luego me fui a ver a mi madre. Durante el trayecto fui ensayando la mejor manera de contarle mi… idea. Mas cuando la vi aproximarse me invadió una tristeza enorme. No, ésa no era mi madre. Era su espectro. Eso que dejaba ahí, en la silla, la enfermera, era una sombra, como las que veía por la casa, por dondequiera. O era un recuerdo, un azaroso recuerdo que yo no escogí. Y me acobardé, no pude hablar. Ella, además, no decía nada. Se sentó dócilmente, se quitó los lentes oscuros. Y le vi los ojos, donde sólo pude encontrar confusión, que sí tiene un rostro. Era ése, el de mi madre. ¿Cómo se puede terminar así, despojada de lo que se creyó ser durante tanto tiempo? ¿Cómo mirarse al espejo después de una cincuentena de años y descubrirse reducida a la incapacidad de reconocerse, de que te reconozcan? Al final, uno acaba mostrando su verdadero rostro: sol o desvanecido viento de la nada. Después de unos minutos en silencio, le hablé:
—Mamá, voy a dejar el trabajo. Pero todo va a estar bien.
—Hija, ¿por qué?
—Voy a buscar un tesoro.
—Puedes hacerlo los fines de semana, como tu padre.
—No, así no se puede, a medias.
—Y ¿te vas a ir?
—Sí, a buscarlo.
—¿Y yo? ¿Me vas a dejar?
—…
—¿De qué vas a vivir?
—Del tesoro, cuando lo encuentre.
Luego bebió un poco de agua y me llamó con otro nombre para pedirme una cita, pues le dolía la espalda y necesitaba un masaje. Después comenzó a hablar de cosas que eran mitad invento, mitad pasado y al final se puso a llorar. Yo no pude abrazarla ni consolarla, pues el mar me tragó de un golpe y me varó muy lejos. Mi madre me miraba entre lágrimas sin decir nada, las sombras también me miraban sin decir palabra, y Eva, ¿dónde estaba Eva? Aquello sabía a vértigo. A puro abismo. Fue cuando sentí la mano de la enfermera sacándome de ahí.
—El doctor quiere hablarle sobre un nuevo tratamiento.
Sonreí e intenté ponerme en pie para ir a verlo. Fue cuando mi madre habló:
—Mi hija se ha ido.
—Si no me he ido, mamá.
—Es igual, ya no está. ¿Qué voy a hacer?
Le acerqué unos pañuelos desechables y eso avivó el llanto. Estuve a punto de llorar también, no sé ni por qué, porque yo nunca sé nada de mí ni de los otros. Quizá en el fondo sí, por eso se acercó una sombra y me condujo a la salida sin ver al médico.
xviii
Esa noche Eva me abrazó muy fuerte. Yo miraba la ventana cerrada y con el cristal nuevo, por fin se lo había puesto. No lloraba, e ignoraba las sombras que irremediablemente infestaban la habitación. Cerré los ojos para sentir el tibio contacto de las manos de Eva.
—Vete a buscar el tesoro del mapa.
Dijo.
—No puedo, Eva. Debo estar aquí.
—Yo puedo quedarme en tu lugar, si tú quieres.
Me levanté y la miré a los ojos.
—¿Lo harías?
—Sí.
Tomé mi bolso. Ella sonrió y me miró calladamente. No quise ni pensar ni dudar, aquello era una certeza, tenía que serlo… Lo hice, sí, rompí el cristal y salí por la ventana.