Este cuento no corresponde / Javier Rizzo

Dedicado a la escritura, como siempre, me empeñé durante tres noches

en escribir el cuento que nos habían solicitado por parte de la embajada

de México en Hungría.

 

Al concluirlo me reuní con algunos amigos para que me dieran su opinión.

El cuento dio resultados distintos de lo que tenía planeado. A la hora

de leerlo todos se reían. No porque el cuento estuviera mal escrito,

sino porque decían que simplemente les causaba risa. Esto no fue agradable.

Era el cuento que pensaba leer en la Octava Convención de Escritores

Serios de Budapest.

 

El primero en leerlo fue Dago. Nos reunimos en un café, apenas ocupado por dos ancianos y nosotros. Mientras leyó la primera cuartilla sólo emitió algunos quejidos. Al principio yo no sabía si se trataba de una congestión nasal. Conforme fue avanzando, los gemidos aumentaron, acompañados de gestos risueño-extraños que fueron modificando su cara.

 

—¿Qué pasa? —le pregunté.

 

—Nada, nada. Espera, déjame terminarlo.

 

Esperé, echando un vistazo alrededor. Los dos comensales de la otra mesa

no tenían la mínima intención de mirarnos. Sólo voltearon hacia Dago cuando lanzó una carcajada en la cuartilla cuatro y otra carcajada en la

cuartilla cinco y luego en la seis y así hasta el final.

 

—Mira, Raki —dijo, poniendo las hojas en la mesa—, es inevitable

que uno se ría.

Cuando lo dijo noté que los dos viejos no me quitaban la mirada, mientras también se reían. Ahora estaba frente a un problema. Me pregunté cómo iba a leer el relato en una convención seria, donde probablemente habría escritores trajeados que en sus relatos reflejarían los conflictos actuales del medio ambiente,

las nuevas políticas de la Unión Europea o la hambruna en África.

 

Ese mismo jueves me reuní por la noche con otro colega. No tenía tiempo para escribir algo distinto. La noche del día siguiente debía estar tomando el avión. Normalmente tardaba de tres a cinco días

en terminar un cuento, y el sábado por la mañana debía estar pisando suelo húngaro, sentado ante un círculo de narradores internacionales.

 

Mi segundo colega actuó de una manera similar a la de Dago.

La diferencia en su lectura fue que sus risotadas aparecieron en capítulos distintos. Mientras escuchaba sus «Jajaja, qué buena onda, Raki, jaja», yo me aferraba a la quinta Heineken de la noche.

 

Como era de esperar, hubo reacciones semejantes en el resto

de mis colegas que comentaron el cuento por la red. Mis opciones para llevar otro relato eran prácticamente nulas. El tema había sido especificado en la convocatoria. Hurgué entre mis textos, buscando algo afín a lo requerido. Pero nada tenía sentido.

 

Después de un agotador vuelo, el sábado por la mañana me reuní en el hotel Hilton de Budapest con los demás escritores. Tuvimos un par de horas para descansar y nos dividieron en grupos para llevarnos hacia el Centro de Convenciones Literarias.

 

Todos estaban trajeados. Yo iba con un conjunto casual, apoyado por un saco de pana para pretender formalidad. Algunos de ellos llevaban adornado el cuello con estolas, otros usaban mancuernillas de piedras coloridas o plumajes en la solapa. Los temas tomaron rumbo hacia lo que imaginé: el cuento de un personaje que narraba la pobreza en África, el terrorismo que desintegró a una familia, un matrimonio que dio todo porque su hijo llegara a un puesto importante en la onu.

 

El segundo día tocó mi turno. Estaba a menos de cinco minutos de leer, después de la única escritora que conmovió a todos en el salón. Qué mierda si se ríen de lo mío, pensé, sólo es un relato que no va cambiar

la deuda externa del país. Leo y me voy. Pero se acercaba mi lectura y me costaba evitar la temblorina en las manos mientras sostenía la carpeta con el cuento. Entonces escuché a la moderadora decir: «Damos paso a la lectura del señor Raki Formale, narrador mexicano…», etcétera.

 

En cuanto terminé de leer el cuarto renglón escuché una risa. Me quedé callado unos segundos y continué. A la mitad de la primera cuartilla escuché otra vez la risa. Alcé la mirada, con la misma seriedad de los personajes que tenía frente a mí. Intenté buscar al señor risas. En el principio de la segunda cuartilla la carcajada me cimbró en los oídos. Azoté las hojas y dije:

 

—Oiga usted, si se trata de una convención seria, no entiendo de qué se ríe,

¿podría explicármelo?

 

El silencio se extendió por el salón entero. Sólo algunas toses avejentadas. Después comenzaron los murmullos entre los organizadores del congreso y entre los escritores. Uno de los representantes de la convención escribió una nota y comenzó a pasarla. La hoja recorrió

la mesa hasta que llegó a mi lugar. En la nota leí: «Disculpe las molestias que le causamos, la persona que se ríe es un invitado especial. Desafortunadamente padece un síndrome que le impide controlar su propia risa. Le pedimos que continúe con toda confianza».

 

Esa noche, durante los diez minutos que leí, nadie se rió.

 

 

 

Comparte este texto: