Leonardo Padura ha escrito una obra literaria de anclaje universal y clásico. La comprensión profunda de su obra entraña un reto más que estimulante. Para ello propongo lo que yo llamaría tres claves de valor de su obra: la estética de la vulnerabilidad, la historia como poética y el desciframiento del misterio.
La estética de la vulnerabilidad
Acaso porque no hay nada más inapelable que la caída y acaso porque la vana mitología contemporánea insiste, a contrapelo, en que se simule la elevación y el triunfo, nada satisface más a un lector inteligente y sensible que la estética de la vulnerabilidad.
Mario Conde, el personaje creado por Leonardo Padura que tuvo una primera etapa en cuatro novelas, que inician con Pasado perfecto, publicada en 1991,1 es un personaje cuya verosimilitud se funda en la vulnerabilidad que representa.
Mario Conde es un desertor universitario que acaba ejerciendo un oficio que desprecia: ser policía. Su vida transcurre entre investigar crímenes, recordar constantemente su pasado, el amor escurridizo de Tamara y el deseo permanente, pero insatisfecho, de convertirse en escritor.
Sin embargo, la nostalgia de Mario Conde se alivia cuando fuma un buen tabaco negro, cuando bebe ron con su amigo Carlos, cuando degusta los platillos diversos que prepara Jose, la madre de su amigo, o cuando, en la atmósfera de un amor que necesita, pero no logra asir, surge la contingencia de una aventura erótica.
La amistad, los singulares olores marinos de La Habana, el mecido de un mar que parece darle todo a pesar de que es inasible y distante, son los bienes genuinos de un detective que rezuma cubanía y que va a revelar, como si no, los conflictos sociales de un país, al lado de sus encantos.
Después de escribir la tetralogía referida, Padura había decidido hacer descansar a Mario Conde. Se encontraba escribiendo La novela de mi vida, narrativa virtuosa a la que me referiré en unos momentos. Como el mismo Padura menciona, tuvo entonces un «bloqueo». Puntualmente, como llega siempre el destino, recibió una invitación de sus editores brasileños para escribir una novela no tan larga en la que debía evocar a un escritor. Así comenzó Adiós, Hemingway, una novela que tiene muchas razones para ser la más traducida de Padura.
Mario Conde revive ahí con fuerza. Es ahora un policía retirado que «trafica» con libros y que tiene como misión, en esta ocasión, eximir de culpa a Ernest Hemingway porque se ha encontrado un cadáver en La Vigía, finca habanera que habitó el escritor norteamericano en San Francisco de Paula. El asesinato sucedió a fines de los años cincuenta. Y Conde se recuerda de la mano de su abuelo saludando en la lejanía a ese hombre robusto y aventurero, de barba blanca, que fue Hemingway.
Frente al mar, ese mar que Nicolás Guillén, Alejo Carpentier y Leonardo Padura nos han hecho navegar, el Conde propulsa una colilla ya mínima del cigarro que ha agotado:
El escozor que sintió en la piel lo había devuelto a la realidad y, de regreso al adolorido mundo de los vivos, pensó cuánto le hubiera gustado saber la razón verdadera por la cual estaba allí frente al mar, dispuesto a emprender un imprevisible viaje al pasado. Entonces empezó a convencerse de que muchas de las preguntas que se iba a hacer desde ese instante no tendrían respuestas, pero lo tranquilizó recordar cómo algo similar había ocurrido con otras muchas preguntas arrastradas a lo largo y ancho de su existencia, hasta llegar a aceptar la maligna evidencia de que debía resignarse a vivir con más interrogantes que certezas, con más pérdidas que ganancias.2
Esta sensibilidad de Mario Conde es, con mucho, la sensibilidad del hombre común de nuestros días. Es la estética de la vulnerabilidad: como Mario Conde, sabemos que el mundo de los vivos duele, dudamos íntimamente de las razones de nuestra existencia y de la de los otros; acaso somos —como el Conde dice— «unos recordadores de mierda» y Padura nos advierte que es una maligna evidencia que el hombre con conciencia viva con más interrogantes que certezas por el porvenir, ni aun con todos los seguros adquiridos.
La historia como poética
Con Mario Conde, Leonardo Padura abre un espacio en la historia de la literatura cubana, con el que logra desafiar su tiempo porque ignoró el contenido politizado que se solicitaba a las letras nacionales.
De alguna manera, esta posición ya la había expresado en Fiebre de caballos,3 su primera novela, que —por cierto— cumple tres décadas este año, y lo había hecho porque es la historia de un amor juvenil que negó su atención al contenido ideológico correcto. Como Padura explica en su ensayo «Escribir en Cuba en el siglo xxi»: «Un escritor cubano debía ser, además, un ser social con suficiente conciencia de clase, del momento histórico… alguien capaz de manejar con tino el arte castrante de la autocensura para evitar el agravio de la censura». 4
Sin embargo, a fines de los ochenta y en los noventa —al mismo tiempo que las amarras ideológicas y políticas se liberan: cae el muro de Berlín, se debilita la estructura de la Unión Soviética, se procesa en Cuba a hombres de Estado por actos de corrupción—, las condiciones económicas empeoran.
Si la microhistoria de Cuba y del mundo se manifiesta a través de la saga de Mario Conde, los grandes acontecimientos históricos forman parte de una poética narrativa paduriana en al menos dos de sus novelas: La novela de mi vida (2002) y El hombre que amaba los perros.5
Me referiré sólo a la primera porque considero que ha recibido menor atención y porque está basada en la vida de un personaje entrañable para Cuba y para México: José María Heredia. Tres son los tiempos narrativos que se desarrollan en esta obra: el de Fernando Terry, profesor, especialista en Heredia, desterrado de la universidad cubana por su incorreción ideológica, pero quien vuelve a la isla e inicia la búsqueda de un misterioso documento autobiográfico del poeta.
El segundo tiempo narrativo es el de José María Heredia, a principios del siglo xix, a quien el lector puede apreciar descubriendo su vocación como poeta, iniciándose en los deleites del erotismo y del amor, y siendo víctima de las emboscadas políticas, primero en Cuba y luego en México.
El tercer tiempo narrativo es el del hijo de Heredia, quien deposita un legajo autobiográfico, escrito por su padre, en una logia masónica. En el enigmático legajo, José María Heredia revela información que compromete a familias y personajes de la isla, por lo que su paradero es incierto.
Con La novela de mi vida, Leonardo Padura salda cuentas con la historia que le tocó vivir a Heredia, y con fragmentos de la historia de Cuba y de México, principalmente. En su narrativa, la historia no es utilizada como fuga, sino como veta que permite explicar nuevamente las contradicciones humanas más flagrantes. José María Heredia creyó prematuramente en la defensa de la independencia de Cuba; por ello tuvo que abandonar una isla que él consideró siempre su hogar.
Parte de su destierro, Heredia lo vivió en Boston. Frente a las cataratas del Niágara, así reflexiona el poeta a través de la prosa paduriana:
Contemplando la caída de las aguas y la subida del rocío me pareció ver en aquel espectáculo la imagen de mis pasiones y de la borrasca de mi vida, y nunca como en ese instante sentí el peso tremendo de mi soledad, el lamentable desamor en que vivía, el absurdo infinito que marcaba los senderos de mi vida, haciéndola correr, como los rápidos del Niágara, por caminos abruptos y fatales. Con los ojos humedecidos por el agua y las lágrimas me pregunté entonces por qué no terminaba de despertar de mi sueño. ¿Cuándo, ¡Dios mío!, acabaría la novela de mi vida y empezaría al fin su realidad?6
Padura atraviesa los hechos históricos con el ser espiritual, psicológico y filosófico de sus personajes. Su poder imaginativo y creativo dialoga con el mar histórico de la existencia. Por ello podemos decir que en su obra la historia es parte de su poética.
El desciframiento del misterio
A manera de conclusión.
La historia y la vulnerabilidad humana no serían nada, en el universo literario paduriano, si no estuviesen entretejidas por aquello que escapa momentáneamente a la razón: el instante inasible del futuro narrativo, que puede ser presa de la ilusión, del deseo, o de la intriga.
El conocimiento secreto siempre entraña una profundidad: la del espíritu, la del pensamiento o la de las acciones del hombre. Padura lo sabe, pero no es su convicción final exaltar las volutas de lo inasible. Leonardo Padura construye portentosos y estratégicos laberintos narrativos que tienen un propósito. Como el poeta Celan, tal vez considera que la realidad no existe, sino que debe ser buscada y ganada. Padura busca y gana su realidad a través del lenguaje y la estructura de su narrativa. Acaso por ello ha afirmado que escribía como loco para no volverse loco.
Cuenta Padura que fue invitado a un encuentro de novelas policiacas aun antes de haber publicado alguna en su tipo. Me gusta pensar, ahora, que el halo de su genio literario resonaba ya, transparente, en los hilos cósmicos de un designio que él ha asumido majestuoso y suave, sutil y contundente.