In memoriam † José Miguel Oviedo
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Me dijo que, justo cuando supo que se había enamorado de él, se dio cuenta también de que era un completo idiota. Ahora tenía ante sí un grave dilema; me explicó: «Si sigo adelante con mi amor por él, por lealtad o hábito, ¿estoy cometiendo yo misma una gran idiotez? Si, por el contrario, trato de ser más inteligente y de olvidarme de él, ¿qué me garantiza que esa renuncia no me haga sentir culpable y termine enamorándome todavía más de él, precisamente porque es la víctima, el más débil de los dos? ¿No será posible amarnos hasta la total idiotez, que nos funda en un solo ser distinto y mejor que nosotros dos por separado?». Como me dice todo esto en medio de un aeropuerto, con un ruido y un tráfico espantosos, justo en el momento en que mi avión está por partir, le doy una rápida sugerencia, advirtiéndole que luego le escribiré una carta con más detalles: «Creo que lo que debes hacer es casarte con él y averiguarlo un par de años después. Si no te has arrepentido entonces, eso quiere decir que él no era tan idiota o que tú lo eres un poco ahora, y entonces ya no importa que él lo sea. De otra manera siempre te quedarás con la duda». Me mira pensativa, mientras me dice adiós con la mano; apenas me instalo en mi asiento, me doy cuenta de que agregar algo más por escrito sería una idiotez.
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Veo en los diarios el rostro probable del asesino, compuesto con los datos de los testigos de su fuga; veo la boca grande, cruelmente ajustada en una mueca involuntaria; veo la nariz larga, en forma de lágrima; los anteojos de fina armadura que cubren los ojos desconfiados. Sus crímenes son odiosos: jovencitas violadas y mutiladas, niños torturados y luego descuartizados, inscripciones rituales en los cadáveres, etcétera. Mirando el dibujo con más atención, descubro que los rasgos físicos del asesino se parecen a los míos: cualquier persona excitada por el golpeteo de las noticias en los periódicos y la televisión podría confundirnos. La única diferencia objetiva es que yo no uso esa gorrita deportiva que él llevaba en cada una de sus fechorías, y que yo no he estado en los lugares en que las cometió, por lo menos no a las mismas horas o por los mismos motivos. Ahora, cuando salgo a la calle y voy de compras o de paseo, no puedo evitar sentirme ligeramente incómodo si la gente me clava la mirada, pues tal vez sospechen de mí. Deseo que lo capturen cuanto antes, pero no sé si por un sentido de justicia o porque sencillamente me conviene que detengan a alguien, aun a riesgo de que no sea verdadero culpable: una confusión siempre es posible.
Tomados de Cuaderno imaginario
(Libros del Laberinto / uam / Universidad Iberoamericana,
Ciudad de México, 1996).