Los versos de «La canción del pirata» de Espronceda, sitiados por el tiempo y los jejenes, abren la entrada al ruinoso, pero todavía vivo, hotel El Bucanero. El mediodía de un verano con bruma y poca lluvia incendia las calles de San Blas. Veo a mi padre en plena madurez nadar en las aguas tranquilas de la pequeña bahía. Las palmeras contaban historias del galeón de Filipinas, y jugábamos a cerrar los ojos y nadar con fuerza para llegar a Mindanao y encontrarnos con Legazpi y sus incansables marineros, guiados por la misteriosa corriente del Pacífico. Veo a mi padre sentado en una banca del Viejo Fuerte, veo sus manos de acero apoyadas en sus poderosos muslos. Todo en él era para mí fuerte e inextricable. Lo veía una vez al año y la espera me hacía engrandecerlo. Venía de España y hablaba de su lejana Cantabria como si fuera un reino perdido. Yo veía el esplendor de los verdes montañeses y presentía la lluvia constante y el inquieto juego de las nubes dirigidas por el viento. El Valle de Toranzo aparecía entre las palmeras y el bochorno del mediodía de San Blas. Me paraba en el vestíbulo del hotel y decía en voz alta: «Que es mi barco mi tesoro, que es mi dios la libertad, mi ley la fuerza del viento, mi única patria la mar». Por la tarde escogíamos el lugar en el que terminaría nuestro viaje… ¿Mindanao? ¿Torrelavega? ¿El Estambul del Capitán Pirata: «Asia a un lado, al otro Europa y ahí a su frente Estambul…»? De noche completaba el viaje y regresaba en la amanecida a mi cama del hotel de nuestros milagros. La última mañana de las vacaciones me quedaba tendido bajo una palmera viendo a mi padre nadar sin descanso. Me quedaban unos cuantos días a su lado. No sabía si quererlo o aborrecer su abandono roto una vez al año. Sintiendo su mano fuerte en mi hombro me sabía seguro. Él me llevaría a Mindanao, a Cantabria o a Estambul. Regresaba la alegría de estar vivo: «Y va el capitán pirata cantando alegre en la popa…». Ese capitán pirata era mi padre, a quien veía sólo una vez al año.