Espirales de ADN

Silvia Eugenia Castillero

Ciudad de México, 1963. Su libro más reciente es Después, seguía la muerte (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2024).

1
Dormía. Lejos, desde muy lejos, llegaba una melodía; varias tonalidades que se abrazaban como formando trenzas. Entre sueños veía luces de colores, se unían, se desprendían, danzaban por mi mente como espirales. Era la hora de despertarse e ir a desayunar. Pero prefería quedarme acurrucada escuchando aquello que me llenaba de tanto gozo, escucharlo y mirar las formas en mi cerebro. Tal vez no era en mi cerebro, bailaban sobre mi piel, o dentro de mis ojos, o quizá en mis músculos. El caso es que temblaban dentro de mí. Me sucedía domingo tras domingo. Y permanecía en mi cama de niña, sin querer salir de aquella bella dimensión.

2
Tonos y tonalidades. Lejos pero aquí mismo llegaban sus cantos, sus rostros, me arrullaban y yo me iba, los escuchaba cada vez más distantes hasta perderlos. Los agudos se volvían tonos graves, notas en do y sol; sostenidos que chirriaban cada vez más alto mientras yo me perdía en el abismo. Caía en lo negro, en un silencio lleno de sonoridades como estrellas, hasta quedar en un hueco negro con resonancias. Dormida de nuevo. Sola.

3
Era una escalera que se formaba frente a mí. Después, trenzas de colores. Mi madre y mis hermanos cantaban. Desde sus bocas salían voces suaves, sonrisas, las miradas de todos. Las tonalidades seguían formando espirales parecidos al ADN. Los miraba subir y bajar; girar; eran canciones de cuna. Eran arrullos. Me iba durmiendo, me iba cayendo, me iba hacia el útero de nuevo, me alejaba de cualquier realidad. Y caía, una, dos, innumerables veces hasta perderlos de vista, ya no veía moverse sus bocas ni alcanzaba a distinguir sus ojos, y desde muy lejos dejaba de escucharlos. ¿Qué era eso?

4
Desde los tiempos inmemoriales, al nacer, al inicio de la conciencia, la música aparece en las almas, llega en las «nanas», en cualquier melodía, canción, tarareo y se instala para siempre. El violín era un tejido sutil de lo inalcanzable. Era justamente eso: lo innombrable, lo inconmensurable. Sobre la piel percibía esas notas que mi padre lograba hacer salir del violín. Tersas y a la vez punzantes, agudas. Eran notas felices. Paseaban en el aire de la casa y ahí quedaban mostrándonos la parte infinita del corazón. Escucharlo era llegar a completar algo incompleto, tener en las manos millones de luciérnagas. Escucharlo era ver lo verde de sus ojos. Y sentir frente a nuestros pies la imposibilidad de convertirnos en esas notas musicales. Poseerlas entre las manos, jugar con ellas como si fueran esferas. O si no, ascender hasta tocarlas y volverlas dúctiles, completas.

5
Completas nunca pudieron haber sido. Incompleta era siempre la experiencia de la música. Había agujeros en las notas, o más bien en la manera como los tonos entraban en los oídos y caían como cascadas dentro del cuerpo. Una banda de Moebius siempre recomenzando sin llegar nunca a ningún final. Inalcanzable e infinita.

6
Infinita en su telar de notas, la música teje realidad e irrealidades. Secuencias que ascienden y descienden, se metamorfosean en aves, tallos, semillas. Y vuelven a ser cantos de pájaro. La música nos lleva a vivir varios niveles en ese tejido elaborado con lo concreto y lo imaginario. Dentro de él nos contemplamos a nosotros mismos.

7
Contemplar con la piel. Era el violín y luego las mandolinas, el laúd, llegaban luego el piano y el chelo. Era Bach con sus fugas, diversas voces entrelazándose, distintas velocidades; tonos y semitonos. Modulaciones para ir de fa a re y luego de mi a fa sostenido. Terminar para recomenzar cinco tonos arriba. Luego otra secuencia entra para lograr contrastes, nuevos ritmos y melodías que cavan más hondo; armonías que punzan hasta el torrente sanguíneo. Percibimos dentro lo indecible. Nos emocionamos y se siente el todo en el propio pulso.

8
suena el ritmo en la memoria
suena incisivo
tonada misteriosa escaleras arriba
cuando aparecía la máscara mortuoria de Beethoven
nos percibía sin oírnos gritar
oscura
y sonaba la pasión
desde esos labios cerrados
balbuceaba
lo vi muchas veces
mover sus labios
gesticular
por eso no podíamos cruzar el pasillo
la barrera era más grande que la palabra
el sonido abarcaba el espacio
no lográbamos dar un paso más
sus ojos cegados nos seguían
escaleras abajo
nadie entendía esa imposibilidad
el misterio de la música esparcido
entre cuadros y puertas en casa de los abuelos
Beethoven mirándonos
ciego y muerto
lleno de enigmas

9
En Beethoven todo puede devenir todo. El todo nunca es externo a lo singular, sino que emerge del movimiento, afirma Theodor W. Adorno. «En Beethoven no hay mediación entre los temas, sino que como en Hegel es el todo, en cuanto puro devenir, él mismo la mediación concreta. En Beethoven no hay partes de transición y la riqueza de las figuras cumple esencialmente con el fin de disolver el ser-ahí topológico de los temas singulares. Por eso el todo ejerce violencia sobre lo singular… Pero aquí la alteración del carácter, la fungibilidad del tema funciona como medio de tensión y disfraz que provoca la resolución: el tema no es así, sino que se presenta así, y la dulzura de la armonización es la del disimulo: como si el tema retrospectivamente descubriese esta última posibilidad, por así decir seductora, pero sin sucumbir a ella. Justamente esto, esta renuncia, es también el umbral que separa a Beethoven del romanticismo» (Theodor W. Adorno, Beethoven. Filosofía de la música. Trad. Antonio Gómez Schneekloth y Alfredo Brotons Muñoz. Akal, 2020).

10
La música es un enigma. Es directa, accesible, sutil y a la vez compleja. Es matemática pura, es ritmo, composición. Si el número real es un elemento divisorio de dos sucesiones ilimitadas (Dedekind), las notas musicales —como las palabras— también lo son. El infinito o continuo —según lo definió Cantor— no es numerable. Es imposible contar todos los elementos que lo constituyen mediante números enteros. No obstante, la potencialidad ilimitada del cosmos puede esbozarse a través del arte. Esa complejidad de contrarios, esas paradojas que posee la realidad, la manifestación de la imposibilidad, el intervalo entre algo y lo otro, sólo puede resolverlo el acto creador.
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