Rosario, Argentina, 1951. Uno de sus libros más recientes es El corazón del daño (Literatura Random House, 2022).
En Las horas felices, su más reciente contribución a la serie Último reino, Pascal Quignard vuelve a deslumbrarnos con una escritura fragmentaria que incluye en su deriva los más diversos aspectos de la literatura y el arte universal. En sus páginas conviven el libro de horas del duque de Berry con San Juan de la Cruz, la cábala con los cuentos de hadas, la música barroca con Santa Teresa, Durero con el emperador Adriano, la dinastía de los Ming con Bach, Heráclito con Emily Dickinson, Linneo con Rousseau. La lista sería interminable porque en Quignard, según la fórmula neoplatónica, todo se relaciona con todo.
El procedimiento sugiere, acaso, precursores. Sus Pequeños tratados, tejidos con citas eruditas en prosa o en verso, en francés y en latín, revelan una evidente afinidad con los capítulos arborescentes, veloces y lúcidos, del ensayista francés del siglo XVI, Michel de Montaigne.
Varias son las coincidencias entre ambos escritores. En primer lugar, la concisión, variedad y contrastes que contienen sus textos. Si Montaigne se refería a los suyos como una «marquetería mal unida» y prefería el desorden a la pulsión didáctica y retórica de los pedantes, es evidente que también Quignard apuesta por una prosa abigarrada y poética, que avanza «a saltos y a brincos» para explorar los enigmas de nuestra condición, en toda su miseria, vanidad, inconstancia y también dignidad.
En segundo lugar, ambos eligieron —a cierta altura de la vida— recluirse para dedicarse sólo a escribir: uno en la biblioteca de la torre de su castillo, el otro abandonando en 1994 todos sus cargos (hasta entonces, había sido secretario general de Gallimard y dirigido en Versalles el Festival de Ópera Barroca). Esta secesión toma en Quignard una cualidad particular. No se trata sólo, como en el autor de los Ensayos, de «dejar ocioso a su espíritu para que este se retraiga y se asiente en sí», sino de liberar al yo de la lengua común para dar con una singularidad insumisa y reacia a todos los empleos, géneros y máscaras de la mediación social. En otras palabras, para poder pasar, como Charles de Saint-Évremont, de un lenguaje suntuoso a una lengua calcinada.
Autor de innumerables libros, entre los que resultan imprescindibles Pequeños tratados, Las sombras errantes, El nombre en la punta de la lengua, Morir por pensar, El origen de la danza, El sexo y el espanto, El odio a la música y Todas las mañanas del mundo, Pascal Quignard resiste, sin embargo, cualquier tentativa que intente fijarlo en una genealogía o clasificación. Lo que, a primera vista, aparece como ficción se complejiza para hospedar un haber lleno de enigmas etimológicos, reflexiones filosóficas, evocaciones autobiográficas y leyendas de todo tipo cuya intención es negar, a partir del detalle y lo minúsculo, toda continuidad al progreso supuesto, atroz o supersticioso de la Historia.
Sus libros son volúmenes de pocas páginas donde aparecen aporías extraordinariamente densas. Curiosos momentos de éxtasis donde el autor, acaso más silencioso que los demás, en páginas más mudas todavía, consiente en perder su identidad y su lenguaje a fin de construir una casa para la escritura permanente de la herida.
Y lo hace sin distraerse un instante de alucinar con lo perdido, con la noche sensorial del útero. Esa música que, como un viejo bramido, nos transporta a la parte más íntima de la lengua, el continente sonoro donde se movía nuestro cuerpo, durante la existencia prenatal, antes de la respiración, del grito, de la posibilidad de hablar.
Los verdaderos músicos, nos recuerda Quignard en su libro Butes, son los que aflojan la cuerda de la lengua. En su música, se pierde el aliento y se siente el dolor de estar vivos. Con ellos, la música no es tanto lenguaje como una fuerza que se encamina hacia un espacio sin discurso.
Lo dice él mismo en Las horas felices: «Lo que no se puede contar sólo puede volver si se inventa un pequeño cofre donde insertarlo. Un cofre donde pueda disimulárselo. Un arco tras el cual se lo saque de las miradas. A eso lo llamamos: una novela. Que es un poema por pura insurrección emotiva, por ser un fragmento insumergible donde todos los elementos, aun los incongruentes, se imbrican en un error mágico».
Tomar una partitura y blanquearla, llenarla de silencio, pareciera ser el dictum de este autor. Un poco a la manera de Apeles para quien, según se dice, levantar la mano del dibujo era el momento clave del arte puesto que allí se hacía posible desraizar la experiencia de la encerrona simbólica.
Así escribe Quignard: como un pensador nómade que, en medio de la errancia, intenta dar con una miniatura que no se deja interpretar. Esa miniatura es también una manera de buscar el mundo perdido en lo real y esperar de la destitución subjetiva «un camino de voz en el muro de Babel».
Termino con sus palabras al ser galardonado con el prestigioso Premio Formentor (que recibieron, entre otros, Borges y Beckett): «Para mí, este premio no es sólo la recompensa por una obra. Es un ejercicio espiritual que está siendo reconocido. Se ha percibido y reconocido una manera de vivir, algo extrema, salvaje y libresca a la vez, apartada de todos, sin un día festivo desde hace más de cincuenta años. Gracias».