Cuando yo tenía tres o cuatro años, mi padre llevó a casa un aparato de radio. Esto sucedió hace seis décadas. Era una de las pocas consolas que había en el pueblo en ese entonces, una posesión que nos llenaba de orgullo y un espectáculo público para los vecinos. No recuerdo si la marca era Marconi, Philips o alguna otra. Sin embargo, sí recuerdo que, cuando la instalaron y la prendieron, sonaron canciones memorables de K. L. Saighal Hemant Kumar Mukherjee, Khurshid y Talat Mahamud. Sesenta años después, todavía recuerdo con gran claridad las dulces melodías del primer programa de radio que escuché. Durante todo este tiempo he seguido escuchando la radio, casi únicamente por la música que transmite. Por supuesto, no era sólo la radio la que me proporcionaba canciones. Venían también de familiares de mayor edad que las tarareaban mientras realizaban actividades en el hogar. Uno las obtenía en festivales y bodas, y en las ceremonias de bienvenida a los recién llegados a la familia. Venían de mendigos errantes, conductores de carretas de bueyes, granjeros absortos en los campos de siembra, mujeres reunidas para hacer encurtidos y especias, artistas de katha y kirtana y, las más dulces de ellas, de las madres que arrullaban a sus bebés.
Después, mucho tiempo después, cuando yo tenía ya treinta y tantos, comencé a trabajar con los adivasi en el oeste de India. Cada vez que nuestra discusión giraba en torno a su identidad, invariablemente aludían a sus canciones tradicionales. Para entonces había leído un montón de Marx, Gandhi, Ambedkar y Lohia y me gustaba imaginar que los adivasi se morían por hablar sobre la injusticia que el «sistema» les había provocado. Para mi sorpresa, ellos no estaban tan articulados sobre lo político como sobre lo cultural. A través de mis años de trabajo con ellos, he conocido a individuos que pueden cantar todo el Mahabharata seguido. Los bhil que viven en la frontera de Rajastán y Gujarat tienen varias epopeyas propias; y los cantantes se enorgullecían inmensamente de presentar toda la obra, sin perder una sola sílaba. También me encontré con miembros de la comunidad bharthari de los estados boscosos del centro de la India, que podían interpretar sólo por preguntarles toda la saga de un rey legendario. Un amigo mío de la comunidad banjara me dijo una vez que los banjara tienen un género poético llamado lehngi. Cuando le sugerí que escribiera alguna de las composiciones si las recordaba, respondió que podía recordar cerca de seis mil lehngis. Su afirmación no me sorprendió porque anteriormente había escuchado de un amigo de la comunidad nayak que él sabía más de nueve mil canciones. Y además tenía una gran voz. Todavía recuerdo lo fascinado que yo estaba cuando él cantaba durante horas, una canción tras otra.
Las tribus y las castas en India son comunidades distintas. Los que pertenecen a castas no pertenecen a tribus, y los que pertenecen a tribus quedan fuera de la pirámide de castas. Lo que los aproxima es probablemente su amor por las canciones. Como adolescente y como joven, hice numerosos viajes con otros de mi edad. Invariablemente, la marca de cada viaje era un juego que quizá sólo los indios, y quizá los africanos, juegan. Ese juego no necesita tablero, pelota ni bate. Requiere la habilidad de cantar una canción que tenga una sílaba inicial que es la sílaba final de la canción cantada por el equipo contrario. El juego tiene pocas reglas. Puede jugarse sin fin. No hay ganador ni perdedor realmente; y no se necesita entrenamiento especial o el don de una voz sonora para participar en él. Quizás sea el más democrático de los juegos que conozco. Se llama antakshari.
La memoria histórica de la India también privilegia las canciones y a los cantantes por encima de otros iconos culturales. Cuando un indio comienza a pensar en los tiempos medievales, los nombres que primero aparecen ante su ojo mental son los de Kabir y Mira, Jaydeva y Chandidas, Surdas y Nanak, Akkamahadevi y Tukaram, Thyagraj y Narsi Mehta, cada uno de los cuales está entre los más grandes creadores de canciones y entre los cantantes más icónicos. Cada uno de ellos tenía su filosofía propia y, sin embargo, todos ellos viven en la memoria de la India como cantantes de amor, devoción y humanidad. El genio de Gandhi era colosal en comparación; pero, para todo indio, sus diarias bayans [canciones devocionales] «raghupati raghav rajaram» o «vaishnav jana to tene kahiye» lo dicen todo. Rabindranath era un genio renacentista de amplio espectro que abarcaba la filosofía, la educación, el teatro, la política, la ficción, la pintura y la poesía. Dejó una huella indeleble en la cultura india del siglo xx. No obstante, nada llegó tan lejos y tan profundo en las mentes de la gente como lo hicieron sus canciones.
No debiera ser una exageración afirmar que, en términos de la capacidad del ciudadano promedio para recordar una gran cantidad de canciones y tararearlas con una voz terrible, la India probablemente encabece la lista mundial. La cercanía que muestran los indios con los sufíes en Rajastán, los bauls en Bengala, los varkaris en Maharashtra y el gusto con que las muchachas y los muchachos en Gujarat se sumergen en el canto garba y en las melodías bihu en Assam, nos define a todos como una sola nación de amantes de la canción.
Los neurólogos nos dicen que la cognición del lenguaje y la lógica se controla en una parte del cerebro, mientras que la inscripción de la canción y la melodía en la memoria ocurre en otra parte del mismo. Sería demasiado aventurarse proponer que la mente india con «excedente de canciones» responde a la lógica normal y a la información ligada al lenguaje de una manera algo diferente a la mente de la gente de otras culturas con «déficit de canciones». Sin embargo, al menos en cierta medida, este argumento puede sostenerse cuando notamos que, mientras la colonización cambió nuestro gusto en prácticamente todos los campos de la actividad racional e imaginativa, la música en la India continuó estando segura de sí misma durante todo el periodo colonial y más allá. Además, cuando una forma de arte moderno completamente basada en la tecnología como el cine llegó a la India, los creadores de nuestras películas rápidamente pusieron la canción en su corazón. Esto no ha sucedido en otros lugares, con la excepción del cine árabe, y allí tampoco en la misma escala. Puede que no esté demasiado fuera de lugar afirmar que «la canción» es el sello distintivo de la civilización india.
Estos pensamientos me vinieron a la mente cuando supe que recientemente comenzó a aparecer mucho grafiti en las paredes de Bangalore pidiendo liberar la música del control del gobierno. Decía: «Devuelvan la música, devuelvan el alma». El grafiti fue ocasionado por el estricto control del Estado sobre la música en vivo en restaurantes y bares. De repente comenzó a surgir en Mahatma Gandhi Road, en Museum Road, en Levelle Road y en St. Mark’s. Éstos son lugares frecuentados por la generación millennial. Los jóvenes cuya música fue apagada por la policía estatal comenzaron a escribir: «Remember to forget, Four Ders, Sammzie, Rastad, King Turac, Guess who, King and Zero…». La respuesta del estado al grafiti fue salir a buscar a quienes protestaron abiertamente y ficharlos. Cualquiera que conozca el lugar que tiene la canción en la mente india bien puede sentir que la protesta no tiene tanto que ver con la música y con el placer sensorial. Es algo más profundo. Comenzó con la generación «2 K-plus». Si un analista cultural señalara la coincidencia de que el grafiti en Bangalore haya comenzado a aparecer precisamente cuando de manera silenciosa los votantes de Maharashtra y Haryana pusieron en su lugar a los regímenes gobernantes, uno no puede descartarla como una opinión política tendenciosa. Quizás necesitemos leer con más atención la escritura que ha comenzado a aparecer en la pared, una buena razón para cantar una canción más para alentar a la democracia.
Publicado originalmente en The Telegraph-Kolkata el 1 noviembre de 2019.
Traducción del inglés de Víctor Ortiz Partida.