Guadalajara, Jalisco, 1993. Su publicación más reciente es El cuerpo helado de Eusebio (Luvina 112, 2023).
—¿Te imaginas con qué canción te hicieron tus papás?
—No quiero tener esa imagen en la cabeza.
—¿No lo habías pensado?
—¿En mis papás cogiendo?
—Ajá, cogiendo y escuchando música, el día en que te concibieron.
—Creo que a mí me trajo la cigüeña.
—Aburrido. Tus papás cogieron y a raíz de ese bello y primitivo acto de apareamiento llegaste al mundo.
—Se divorciaron un mes antes de que naciera. Quizás soy el resultado de la única vez que trataron de aparearse.
—¿Y te imaginas con qué canción fue?
—¿Para qué chingados quieres saber eso?
—No sé, me da mucha curiosidad.
Nahuel extiende la sábana sobre sus cuerpos. Echa un vistazo a la habitación de Julián: sus pantalones de mezclilla están doblados sobre la cómoda, sus sandalias bajo la cama, la luz del sol no les da en la cara y las motas de polvo caen apaciguadas en el librero. Fear of flying, Erica Jong. Dear God, It’s me, Margaret, Judy Blum. El país bajo mi piel, Gioconda Belli. Nahuel trata de recordar en dónde ha visto esos libros. Todo está en su lugar, incluso su brazo velludo sobre la columna vertebral de Julián.
—¿Y si pudieras escoger la canción con la que te hicieron?
—Estás loco.
—Anda, dime.
—¿A ti con cuál canción te hicieron?
—Yo elegí la canción con la que creo que me hicieron.
—¿Cuál?
—«Venus as a Boy», de Björk.
—¿Björk es la loca de Islandia?
—Seguro que hay más de una loca en Islandia.
—¿Y por qué esa canción? Tus papás ni hablan inglés, ¿o sí?
—Y francés. La escogí porque me gusta pensar que me hicieron con la intención de coger y no con la intención de concebir a la hermosa criatura a la que le estás acariciando las nalgas.
—O sea que fuiste un accidente.
—¿Me consideras un accidente?
La mano de Nahuel sube y baja, de la espalda a sus nalgas y el camino de regreso. Julián descansa sobre su pecho. Ambos nadan en un estanque temporal.
—La escogí por la parte en que dice «His wicked sense of humor, suggest exciting sex». Me gusta la idea de que previo al sexo, los dos se divertían y platicaban. Ya me vas conociendo, a mí también me gusta mucho coger y platicar. Siempre quiero hacer las dos cosas.
—¿Al mismo tiempo?
—Coger también es una forma de platicar.
Por el color del cielo, deben ser las siete. Es viernes. Mañana Nahuel no tiene que levantarse temprano para ir a la constructora. Julián terminó sus clases de la maestría desde las tres de la tarde. En secreto, ninguno de los dos hizo planes porque tenían el mismo: pasar la primera tarde del verano juntos.
—Aunque quizás fue «Dramamine», de Modest Mouse.
—Esa no es una canción erótica.
—La letra no, pero la melodía sí.
—Sólo recuerdo un bajo muy triste.
—Creo que fue en un viaje que hicieron a Torreón, a la boda de mi tía Güera. Se fueron manejando desde aquí. Mi mamá dice que nunca se había mareado tanto en un viaje. Que se tomó dos pastillas de dramamine y que antes de llegar a Aguascalientes ya había vaciado todo el estómago.
—Yo creo que en ese viaje ya te venías multiplicando dentro ella.
—Cuenta que llegó a Hermosillo envuelta en bochornos. Tan pronto les dieron las llaves de su habitación en el hotel, se quitó la ropa y se acostó bajo el ventilador. Mi papá la vio tendida y llena de sudor, y supo lo que tenía que hacer: aparearse como si fueran en el arca de Noe y su labor fuera perpetuar la especie.
—¿Por qué estamos hablando de tus papás apareándose?
—Porque no me has querido responder qué canción crees que tus papás estaban escuchando la vez que te coronaste como espermatozoide ganador.
—¿En serio quieres hablar de eso?
—Sí, ¿qué tiene?
—No lo sé, son mis padres.
—Espero que hayan tenido mucho sexo.
—Espero que tú y yo también.
Doña Flor y sus dos maridos, Jorge Amado. Sexo en el cautiverio, Esther Pereel. Un lugar sin límites, José Donoso.
Se conocieron hace cuatro meses, en Grindr. La mitad de esos meses metidos en la cama y la otra preparando comida vegana porque Julián es «vergano», dice él. En su departamento, porque Nahuel aún vive con sus compañeros de la universidad y siempre hay alguien en su casa. Ninguno de los dos sabe cómo hacer la propuesta para mudarse juntos, porque hasta ahora sólo es sexo.
—Me gusta pensar que cuando me hicieron, realmente hicieron el amor.
—Ya no quiero hablar de eso, flaco.
—Que no se aguantaban las ganas de tocarse, de quitarse la ropa. Que mi papá manejaba por la carretera de La Paz y llegaban al puerto. Que se subían a una lancha y que de ahí se iban a la Isla del Espíritu Santo. Que saltaban desnudos al agua y que mi mamá fecundaba el océano, mientras mi papá le espantaba los peces a patadas.
—Y, ¿qué más?
Nahuel desliza su mano con la fuerza fronteriza entre la caricia y la presión sobre las vértebras de Julián, que se van alineando al paso de sus dedos.
—Nadan hasta la costa y ruedan sus cuerpos sobre la arena.
—Eso no suena cómodo.
—Que no se aguantan el hambre mutua. Que se aparean y se arrepienten de nada, y se preocupan de menos que nada. Lanzan aullidos y alaridos que espantan a los animales que habitan la isla, y las ballenas en el horizonte les responden en cetáceo, su lenguaje de gemidos monosílabos.
—¿Y qué canción escuchan en la isla?
—En la Isla no se puede escuchar música. De regreso, en la lancha, escuchan esa que dice: «Love is to share, mine is for you». «La Ritournelle», de Sébastien Tellier.
—¿Te gusta Tellier?
—Me encanta, fui a su concierto.
—¡Me estás jodiendo! Yo también estuve allí. ¿En el que tocó cuatro canciones y se fue?
—¡No mames! ¿Entonces ya habíamos estado alguna vez en el mismo lugar?
—Sí, en la sala Bismarck. Con mucha más gente.
—Qué bueno que hoy sólo somos tú y yo.
Julián enreda sus brazos en el cuerpo de Nahuel y se acuesta sobre su pecho. Con los dedos roza su cadena de oro, y no puede evitar pensar en Rosalía. «Y del oro que te cuelga, por aferrarse a tu cuello».
El pergamino de la seducción, Gioconda Belli. Silver Pirouettes, Gyorgy Faludy.
—¿En dónde dejaste mis calzones?
—Que el más loco de tu casa te busque los calzones.
—Anda, que no los encuentro.
—Los metí a la lavadora.
—Ni el más loco de mi casa me lava los calzones. Préstame unos.
—¿Para?
—¡Necesito ir al baño!
—Nunca te vas a curar del pudor.
Nahuel se lava la cara frente al baño del espejo. Observa su reflejo y encuentra las ojeras de los días desfasados, revueltos en una cama que no es suya, perdido en la geografía que es la piel de Julián. Una geografía suave, semiárida, ausente de plantas, de valles tenues que entre los omóplatos forma un gran cañón, donde nace un venero clarísimo en el que corre el agua despacio y donde nada un pez azul que ya tiene nombre. Se mira otra vez en el espejo, se siente ridículo en los shorts de Julián. «¿Por qué?», se pregunta. «¿Por qué puedo ver ríos en su columna vertebral y aún me da pena que me vea desnudo?». Se quita el short y sale del baño.
—Ya que insistes, voy a tratar de imaginar que mis papás hicieron el amor cuando me concibieron.
—Escupe, Lupe.
—¿Te dije que mis papás son músicos?
—Tu mamá es violinista; ¿tu papá?
—Violinista y pianista.
—Los dos de cuerdas. ¿Les gusta el shibari?
—Detente ahí.
—Me callo, sigue.
—El problema, flaco, es que no conozco una sola canción de música clásica que me ponga.
—¿Y Gato Barbieri? «¿El último tango en París» no te parece erótica?
—¿Has visto esa película?
—Sí, tengo un crush con Marlon Brando.
—¿Sí sabes que Marlon está cancelado?
—Y muerto, lo que me hace un fetichista de cancelados y necrófilo.
—¿Viste Los soñadores?
—Me encanta. Viendo esa película me di cuenta de que me gustaban los hombres.
—Cuando la vi me di cuenta de que me gustan también las mujeres.
—¿Con Eva Green? Entendible.
—No, como Anna Chancellor.
No desaprovechan el momento. Se funden en la sartén que es la cama de Julián y en la que ya hay cabello y perfume de los dos. Se habitan, unen sus núcleos a una proximidad que levantaría las alarmas de John F. Kennedy en la Guerra Fría.
—Vamos a decir que tus papás te hicieron escuchando «Claude Lorrain avoids the Cinder Block Motel».
—No tengo idea de quién toca esa canción.
—¡Pues deberías! Claude Lorrain, qué chulada. Mira, yo no sé nada de pintura ni de música clásica. Dime ridículo, pero me encantan tus ojos. Pienso que tú me ves como el sol me ve. En las pinturas de Claude, el sol es el personaje principal, siempre hay sol en sus pinturas.
—No sé cómo puedes ser tan vulgar e inteligente al mismo tiempo.
—Esas dos cualidades no están peleadas.
El sol también ilumina sus cuerpos: la luz que se mete entre las persianas dibuja el tapiz de una cebra sobre las piernas desnudas de Julián, broncea su torso cuando sale a tender la ropa. Por la tarde se difumina en tonalidades rosadas que recuerdan a la textura del algodón.
—No es pudor o vergüenza. Simplemente de esos tiempos no se habla.
—¿De los tiempos de hacer el amor?
—De los tiempos de la dictadura. Es un periodo raro. Como si sintieran vergüenza de haberse ido y de no quedarse a pelear o morir con sus vecinos. Hay veces que creo que la culpa fue el único vínculo que los mantenía unidos.
—¿Tú crees?
—Sí, de verdad. Creo que la vez que me hicieron fue la única vez que cogieron. Mi mamá regresó a Montevideo a los siete meses de embarazo.
— «Periódico de ayer».
—¿Perdón?
—Que tu canción de sexo debe ser «Periódico de ayer». Bueno, la de tu mamá.
—Sí, probablemente.
—¿Ella se volvió a casar?
—Dos veces más. Dice que el matrimonio no puede ser un error y por eso sigue intentándolo. ¡Ya!
—¿Qué?
—Tus libros. Desde la primera vez que entré a tu cuarto el nombre de Erica Jong me rebota en el cerebro y no recordaba en dónde los había visto antes. Fear of Flying, sí. Mi mamá también lo tenía.
—¿Lo has leído?
—Nunca.
—Llévatelo. Se trata de una mujer que cambia su coche gringo por uno inglés en un congreso de psicoanalistas.
—Por coche, ¿te refieres a su marido?
—Sus maridos.
—No veo un escenario lógico en el que alguien sensato cambiaría la manufactura estadounidense por la inglesa.
—De manufactura no entiendo ni vergas. Sólo sé que podría cambiar a Marlon Brando por Hugh Grant sin tanto problema. O por Jude Law.
—Tú no tienes arreglo.
Julián no tiene ganas de arreglarse ni idea de que está descompuesto. Ya no sabe si es de día o es de noche. Platican, toman agua, se azotan uno contra el otro: dos olas violentas arrojando espuma salada. Hay preguntas que flotan en el aire y que ninguno de los dos se atreve a hacer. ¿Es necesario? Se vuelven a comer, ahora más despacio. Se aproximan uno al otro como dos eucaliptos altísimos que extienden sus ramas y apenas rozan sus hojas. Se besan, se acarician, crean un nuevo Big Bang, un universo que no deja de expandirse, en el que el creador aún no asigna un nombre a los planetas ni a los seres que lo habitan. ¿Qué somos? ¿Qué es esto?
—Yo conozco una canción de música clásica que puede ser erótica. «Yumeji’s Theme».
—¿La película de la china que compra fideos? Eso es lo que pasa, ¿no? Se escucha esa canción cada que compra fideos.
—Pero no es sólo eso. Comprar fideos es una excusa para sentirse menos sola.
Nahuel asiente y tararea la melodía entre recuerdos de una mujer enfundada en vestidos elegantes yendo a comprar vapor, la nuca de un hombre que flota en el humo de cigarros. Piensa en todas las veces que va solo a la fonda que queda cerca de su casa, en las veces que ha ido solo al cine.
—Creo que sólo Wong Kar-wai puede hacer que una persona comprando fideos se vea sexi.
—Fetiches hay para todos. Pudieron ser patas, como Tarantino.
—Qué tonto eres.
—Es joda. Es que sí me gusta esa canción, pero no entiendo por qué crees que es erótica. Ni siquiera hace referencia a algo sexual.
—¿Es necesario que haya referencias a algo sexual para que se vuelva erótico?
—Tienes razón, no es necesario. Como cuando pasas por mí y me escribes para avisarme que me estás esperando afuera de la escuela. No hay una sola mención de la palabra pene. PEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEENE. Y, sin embargo, con ese solo mensaje, ya te siento dentro de mí. Desde el laboratorio, me imagino que tienes una mano en el volante, que me buscas con los ojos entre todos los estudiantes que salen de la escuela.
—¿Conoces a St. Vincent?
—Claro, la mamacita que cantó con Dua Lipa en un vestido Chanel con clips.
—Error, era Versace. Al punto. St. Vincent sacó un disco, Masseducation. ¿Lo has escuchado?
—¿No se llamaba Masseduction?
—Masseducation es la versión piano. Esa misma canción tiene un verso que dice: «I can’t turn off what turns me on».
—Me gusta, suena juguetón.
—Exacto. Y deja la pregunta abierta. No te dice qué es lo que la pone cachonda, sólo dice que no puede apagar eso que la prende.
—Y a ti, Nahuel, ¿qué te prende?
—Tú me prendes.
Julián se acomoda contra el cuerpo de Nahuel y empuja con su pelvis. El cuerpo de uno se amolda con facilidad en el cuerpo del otro. Encajan alfarero y barro en la simbiosis propia del erotismo.
—¿Qué te prende de mí?
Nahuel besa a Julián. Primero juega sólo con sus labios, los siente contra los suyos. En las manos de Nahuel, Julián se deja moldear. Siente su barba en la cara, después el cuello, el pecho, sus costillas. Le gusta sentir que sus manos suaves biselan su cuerpo y que su barba le raspa la cara.
—Tu contraste me prende.
Busca hambriento la lengua de Julián. Busca dentro de él como un lingüista la palabra perdida de un idioma antiguo que sólo hablan dos personas, como un arqueólogo en una cavidad inalcanzable en la que se resuelven los misterios de una civilización extinta. Busca, como busca una anguila ciega en lo más profundo del océano, el contacto de un igual. Se sienten, se tocan, se anudan.
—Yo no sé qué me prende. Es decir, todo me prende. En ocasiones quiero sexo duro todo el día. Pasar la noche en cama, pero despierto y sudando con tu sudor. Hay veces que no quiero meterme en ti, o que tú me la metas. Lo que quiero es que me comas con hambre. Como si vieras un mango colgando de un árbol y lo arrancaras, lo pelaras y te lo comieras sin pensar que te vas a embarrar la cara.
—Hay veces que sólo quiero que me beses la espalda.
—O sólo estar abrazados, sentirte cerca. Es raro, ¿no? Meterte dentro de alguien y encontrar placer en eso.
—Sí, es raro.
—O sólo los besos, sin sexo. La ficción previa a la fricción.
—¿Qué?
—La ficción previa a la fricción: el momento previo, la expectativa, la idea del hambre mutua. Levantarme el viernes por la mañana y pensar: «hoy cena Pancho, hoy veo a Julián». Y hacer las matemáticas: «en ocho horas voy a estar esperándolo a la salida de la escuela. A las dos de la tarde entrego turno, a las tres de la tarde hay que ir al súper a comprar comida para hormigas. El lunes no se trabaja». Y enumerar la lista de pendientes que tengo que hacer previo al momento en el que abras la puerta de tu departamento y nos quitemos la ropa: «tengo que rasurarme las bolas, tengo que dejar comida para el gato».
—¿Piensas en tu gato cuando me coges?
—No, Julián. Cuando cogemos, sólo pienso en mí. En ti también, claro, pero de una forma egoísta. No es como que me masturbe con tu cuerpo. Pienso que quiero sentir toda tu piel con toda mi piel y ahí quedarme. Habitarnos. Ese es mi orgasmo.
Nahuel entra en Julián y él lo recibe. Lo toma con sus brazos, con su voz de sirena perdida. Entre los dos forman una fogata en la que, alternándose, uno y otro van acercando las manos, como cuando los forasteros hacen fuego en la negrura del bosque para quitarse el frío. En ese momento, Nahuel recuerda el verso del poeta húngaro: «Como el diablo con Fausto, yo quiero tu alma».
—Quiero poner una canción en tu Alexa.
—Pídela.
—Alexa, reproduce «Little Bit», de Lykke Li.
Julián observa su habitación, atrapado en los brazos de Nahuel. Todo está en su lugar: la mochila de Nahuel en el espacio que le asignó en el clóset, ropa que no es de su talla en el cesto de la ropa sucia y el desodorante en barra junto a su desodorante en aerosol. De fondo, Lykke Li canta: «I think I’m a little bit, a little bit in love with you».
—Nahu, esa es una canción de amor.
—Esta es una declaración de amor, Julián.