Esas cosas que haces sin pensar / Mariana Torres

Me ha seguido uno de tus crástires hasta la puerta de mi casa. Es redondo, de color ceniza claro, con ribetes y espinas en la parte de arriba de lo que supongo que es la cabeza. Subido al pomo de la puerta parece mirarme, brilla en los bordes cuando mueve las extensiones. Quiere que lo adopte. Me promete que no hará ruido. Que no discutirá con los otros crástires. Que se integrará sin problemas en los bajos de mi sofá con chifonier. Que no echará de menos los bajos de tu sofá de dos plazas.

      Parece tan seguro de sí mismo que lo invito a entrar, dejo que pase delante, que huela despacio la alfombra y se deslice confiado por el suelo de parquet hasta adentrarse en los bajos del sofá. Parece disfrutar del suelo oscuro y encerado.
      La segunda noche que tu crástire pasa en casa me despierta un ruido leve, una especie de rechinar de cristales, de dientes torcidos. Corro al baño, de donde proviene el ruido. Allí, sobre los azulejos del lavabo, veo a tu crástire danzar alrededor de mi colección de canicas. Las tengo ahí desde que me mudé a esta casa, en ese rincón del lavabo donde la gente suele tener una pastilla de jabón. Las canicas de mi colección son casi tan grandes como él.
      Tu crástire observa las canicas excitado, sus colores de cristal, la respiración suave que tienen al dormir. Cuando me acerco, el crástire se encoge. Mueve las extensiones y se retuerce un poco, empieza otra vez a danzar alrededor de las canicas. Parece pedirme permiso para, algunas noches, dormir con ellas. Y esta petición, tan poco común para los crástires como puedan ser habitar sofás desconocidos o seguir a personas nuevas, se me acopla dentro llena de preguntas.

Q

A medida que pasan los días ya no me cabe la menor duda de que tu crástire no es como los demás. Se ha trasladado al jardín del fondo y se ha instalado en la maceta de terracota del bambú. Durante el día permanece junto a las raíces, tumbado en la tierra con todas sus partículas extendidas para impregnarse bien de sol, como si necesitara recargarse. Por las tardes, en cambio, emprende la subida por el tronco del bambú y se detiene en los brotes para cazar pulgones. Se acerca a los pulgones como si fuera un inocente y los bichos van quedando pegados en sus ribetes superiores. De vez en cuando, para estirarse, supongo, flota en medio del salón, en la corriente que se crea entre mis dos ventanas. Las noches que no duerme con las canicas permanece despierto en las hojas más altas del bambú. Desde ahí observa a todos los insectos que vuelan alrededor de la luz artificial de la terraza, como hipnotizados. Permanece escondido, muy quieto, casi no respira. Le gustan los insectos nocturnos. Sobre todo las polillas. Creo que se siente seguro entre ellas.
      Los crástires, por definición, tienen costumbres arraigadas. Han dormido en bajos de cama durante cientos de vidas, entre patas de silla, en esquinas cubiertas de trapos, de brocados sucios, de lámparas de pie. Los cambios los llevan mal.
      Y aunque el crástire que me siguió desde tu casa era un valiente —lo vi enseguida en su expresión, en su iniciativa—, no puede con su instinto. Y cuanto más avanza la semana, más se revuelve. Quiere volver a los bajos de tu sofá de dos plazas, se le nota en las extensiones. Lo noto cuando, a punto de entrar en los bajos de mi sofá, cambia de idea y sobrevuela el salón para, a velocidad de rayo, caer en picado sobre el suelo de parquet y justo antes de deshacerse del todo, volver a subir. Cuando hago por preguntarle qué le ocurre, me ignora a su manera tímida, y como quien teme sincerarse sin querer, agita fuerte sus ribetes, como rascándose, para después darse la vuelta de inmediato. Lo noto en ese no dormir que tiene desde hace algunas noches, lejos de las canicas, junto a mi almohada, donde permanece sin moverse y me observa con esa especie de ojo infinito suyo, tan persistente, lleno de preguntas.

Q

Son casi las tres de la mañana cuando me despierta. Salta sobre mi frente, con una suavidad algo más ansiosa que de costumbre. Esa madrugada tenemos una de esas charlas extrañas en ese lenguaje de crástire suyo que es tan difícil de comprender, entre soplidos y silencios. Nunca mirando a los ojos, siempre como hablando a la pared, a los espejos. Creo que quiere confesarme que lo suyo no es la aventura. Que nunca quiso conocer otros lugares, que le gusta estar con las mismas motas de polvo, revolverse bien con los mismos restos de todo. Pero que ese día —el día que me siguió desde tu casa—, le surgió un remolino de dentro y se dejó llevar. Estas cosas que haces sin pensar, se me ocurre decir, y tu crástire afirma con todo su cuerpo, con ese modo tan particular de moverse que tiene cuando está contento, estirando todas sus espinas hacia arriba en señal de victoria. Está claro que quiere volver a tu casa, que en los bajos de mi sofá con chifonier se siente perdido. Lo encuentro tan indefenso, tan sincero, que no puedo más que despedirme de él y retocarle esas espinas de los lados que ya se le estaban cayendo. Va a ser extraño no verle flotar a media tarde por el salón, dejándose llevar por la corriente que se crea entre mis dos ventanas.
      Algo tímido, hace que lo siga hasta el baño y danza sobre las canicas, como pidiendo permiso otra vez. Le dejo hacer, no puedo negarme a una petición así. Tu crástire elige mi canica favorita, la canica negrísima, la que tiene puntos blancos difuminados, brillantes, que se derriten alrededor a modo de Vía Láctea. Casi le tiembla el cuerpo gris de la emoción al acomodarla en el hatillo que le ayudo a fabricar con un trapo rojo, cuadrado, atado con un nudo a un viejo cepillo de dientes. No hace falta abrirle la puerta, los crástires pasan por debajo de las puertas como si fueran rayos de luz.

Q

Tengo la seguridad de que llegará bien a tu casa. Trátalo bien. No lo verás llegar, estos seres no hacen nunca mucho ruido. En realidad creo que piensa que no sabes que se marchó. Quiere disimular. Como si no hubiera pasado nada.
      Prométeme una cosa. Una sola. Que cualquier día de éstos agacharás la cabeza y echarás un vistazo a los bajos de tu sofá. Entonces lo verás ahí debajo, tan pacífico. Rodeado de los otros crástires, que lo mirarán con un poco de envidia. Con recelo tal vez, por haber sido capaz de recorrer mundo. Entre sus ribetes sostendrá la canica, que es como tener el cielo entre las manos, una bola negra del mundo, llena de estrellas, que da un poco de miedo de tan oscura. Tu crástire hará girar la canica de un lado a otro de los bajos del sofá de dos plazas. Sólo para ver cómo se desliza y escuchar ese sonido sobre el parquet. No se la quites. No se la quites nunca.

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