Es difícil decir «No sé» / Philip Hoare

 

El más extraño e inaudito de los ruidos surge de la niebla:
un prolongado sonido de exhalación y sollozo. ¿Qué podría ser?
Luego viene un chorro, un borbotón en cascada, y la conmoción,
como si de repente una fuente hubiera explotado con propulsión
a chorro de las entrañas del océano… Inmediatamente alguien grita:
«¡Ahí están! ¡Ballenas! ¡Ballenas cerca!».
Herman Melville, Redburn

Ninguna otra cosa tiene sentido, ahora, al momento de ver ballenas. Allá abajo, los pasajeros borran imágenes digitales, apurados, haciendo espacio para otras nuevas en sus cámaras. Jessica escucha de manera furtiva lo que dice una pareja que aprieta frenéticamente el botón de eliminar mientras las ballenas se arquean, sumergiéndose cerca de la proa, para alimentarse. Jura que escuchó que uno de ellos dijo: «¡Borra las de la boda!».
     Mientras tanto, parados en el puente del bote, con el esmalte de la pintura que hace rebotar la luz alrededor nuestro, somos parte del espectáculo en este elevado escenario blanco. Un par de ballenas de aleta, grandes, apuntan directo a nosotros. Tienen sesenta pies de largo, por lo menos. Todd grita cuando la ballena más cercana cambia su curso en el agua, a la derecha de la proa, girando hacia un lado para mostrar su panza, aletas y cola, tan blancas como nuestra superestructura: una cosa increíblemente animada, como un imposible tiburón sobrecrecido, que surge en un instante.
     «¡Pensé que nos iba a golpear!», dice Todd, temblando, por toda esa experiencia, por la intensidad del encuentro: el tamaño del animal, su enormidad, incluso su vulnerabilidad carnosa, contra el frágil bulto de metal en el que navegamos. El segundo animal más grande de la Tierra —por lo regular tan enigmático que apenas muestra la décima parte de su masa mientras se desplaza por el mar— se encuentra de pronto exhibiéndonos todo su físico, despreocupadamente, usando nuestra proa como una trampa para los peces.
     En el puente del bote de observación de ballenas, en el microcosmos de la sociedad Outer Cape —con el duro capitán que también es pescador, el biólogo, la poeta, las personas del equipo de cocina de Europa oriental que tienen magníficos futuros profesionales por delante—, me siento un completo extraño, aun cuando haya estado aquí, en estos mismos botes, viendo a las mismas ballenas, por más de una docena de años. Gente, clima, ballenas, género, arena: nunca nadie está seguro de su lugar, nadie está muy seguro. Nadie conoce en realidad al otro; todo es así, como nuestro contrato con el mar, una incómoda y temporal alianza.
     Pero estos animales también son viejos amigos. Una de las ballenas que vemos es Tornado, una hembra, famosa por sus cerrados acercamientos a los botes, y fácilmente identificable por una marca en forma de óvalo blanco en sus aletas casi enteramente negras. Sólo después me doy cuenta de que ella fue la primera ballena con nombre a la que conocí en mi viaje inaugural a Provincetown, trece años atrás, cuando ella tenía por cierto trece años de edad, y yo era neófito de las ballenas.
     Y ahí, en la esquina suroeste del Banco Stellwagen, se encuentra Springboard, una ballena nombrada así por la forma de tabla que tiene y por las formas y los patrones que hace en el agua con sus aletas, algo que podría distinguirse tanto como en las formas del fuego o en las nubes del cielo. La ballena gira y gira inexplicablemente sobre su espalda, como si hubiera sido sorprendida por el curso frenético de un anticipado verano, dando vueltas flagrantemente para exhibir su montículo genital, una zona tan llena de crustáceos parásitos que se me ocurre que deben hacerle la vida incómoda a cualquier pretendiente.
     «Nunca había visto eso antes», dice el biólogo Dennis, a pesar de todos los años que lleva viendo ballenas.
     O tal vez sí lo ha visto; es muy difícil saberlo. ¿Son éstas las ballenas que apenas vimos? Me tambaleo y me sujeto a la pizarra y al gps recubierto de plástico amarillo, tratando de leer las coordenadas y registrar el encuentro en la hoja rosa fotocopiada que se mantiene en su lugar con una banda elástica: 70 grados norte, 18 grados oeste.
     «¿Son éstos otros animales?», pregunta Dennis.
     No tengo idea. El bote ha dado vueltas sobre sí mismo repetidamente, confusamente, dejando una estela turbulenta y verdosa, burbujeante, como imitando las nubes de burbujas que soplan las ballenas desde allá abajo. Los animales se alzan sobre la superficie, anunciando su reaparición con sus apestosas bocas bien abiertas, como si fueran saltones y brillantes picos de pájaros. Los pasajeros miran, sobre las blancas barandillas laterales del bote, en ratos extáticos y en ratos vencidos por el aburrimiento, como ocurre con todos los pequeños milagros ordinarios.
     Y nada de esto tiene alguna consecuencia, porque sucede día tras día, porque hemos domesticado, acostumbrado a las ballenas. O las ballenas nos han acostumbrado a nosotros.

 

*

¿Cómo murió el delfín? ¿Murió de noche, en la playa oscura, solo y sin amor, en adelanto de su propio declive, lejos de su manada, allá en el puerto, silbándoles a sus compañeros? Este animal desnudo, suave y pintado como una pieza de porcelana, se extiende al aire, descubierto, listo para ser picoteado por gaviotas agoreras. ¿El pato éider que estaba a su lado murió también por simpatía o por tándem? Dos almas invernales animales pereciendo antes de que la primavera se convierta en verano, cuando las aves serían forzadas a apretujarse debido a las multitudes en los estrechos pasillos de los resorts, como si se prepararan para ser aplastadas por los sobrealimentados y sebosos cuerpos de los turistas.
     Y, mientras tanto, esta delgada carcasa está extendida en la arena, como un cetáceo adorador del sol: esta cosa brillante del tamaño de un humano, aguardando el escalpelo del voluntario, bolsas para tomar muestras y marcadores indelebles, con las aletas enhiestas hacia arriba, como una imposiblemente exacta escultura de arena, algo de arte realista instalado aquí para mostrarles a todos qué clase de animal realmente son.
     Pero tampoco son realmente así.
     Ahí reposa, bajo el embarcadero, como si hubiera buscado refugio bajo los podridos bastones de madera. Nos arrodillamos ante él cuando llegamos (no creo que Dennis me haya visto hacer la señal de la cruz). Un delfín común, bellísimo e infravalorado, como todos los cetáceos. Había muerto hacía sólo veinticuatro horas, aunque sus marcas distintivas —de un delicado gris cisne y un amarillo mostaza— ya se han desvanecido.
     Delphis delphinus, escribió Dennis en la forma, usando el nombre en latín. Un título clásico, noble, que recuerda a los frisos cretenses y a los jóvenes griegos desnudos montando aerodinámicos lomos. Como escribió Aristóteles: «Respecto de los animales marinos, la evidencia demuestra la delicadeza y suavidad de los delfines y la pasión de su amor por los jóvenes de las regiones de Taras, Caria y de cualquier lugar».
     Ésta no era una orilla desolada en la playa del cabo, expuesta al abierto Atlántico. Éste era un pueblo en la bahía, a la vista de las terrazas de los residentes y de los restaurantes.      Históricamente, antes de que los agentes de bienes raíces de la ribera hicieran de las suyas, éste no era sólo el tiradero del pueblo (y no únicamente de los productos derivados de las ballenas), hace casi un siglo, sino que además era el sitio en el que tenía lugar el próspero negocio del comercio de aceite de las ballenas piloto, utilizado para lubricar relojes.      De vez en cuando los huesos de las orejas de las ballenas emergían de la playa tapizada de algas por las muy bajas mareas de la primavera, como antiguas astillas despellejadas.      Tendido ahí, en el patio trasero del pueblo, este individuo varado bien podría haber sido un desecho, como las conchas de las almejas que eran arrojadas por el mar en la playa.
     El día anterior había navegado en un bote para avistar ballenas con Jessica, y habíamos visto la manada de delfines moviéndose a través de las aguas claras en busca de comida.      Entre ellos estaba este individuo, ahora tendido ante nuestras dobladas rodillas. No había nada mórbido en ello. Pasé mis manos por su cuerpo, que aún parecía tibio y firme, aún sin desinflar por sus entrañas podridas; las aletas de delicada forma, agradables al tacto, acariciadas y acariciantes en vida; la marcada aleta dorsal, con la forma de un extraño y exquisito instrumento musical.
     El ojo estaba desconcertantemente abierto aunque ciego, intacto por las gaviotas, que usualmente caen primero en su vulnerabilidad gelatinosa, aun cuando el animal está vivo.      Y en su barriga blanca, la hendidura genital, flanqueada por dos protuberancias mamarias más pequeñas, mostrando, en su exposición indecente fuera del agua, cuál era su sexo.      Inserté mi dedo en la hendidura, para aparentemente investigar si ella —porque ahora se había convertido en una princesa— no tenía crías, pero en realidad sólo por una curiosidad lasciva. Recé un avemaría por mis pecados. Medimos a la bestia con una cinta, y me tendí a su lado por comparación, lado a lado, sintiendo cómo era tan similar a mí; comulgando con ella, consolándola en su apuro. Quise abrazarla, decirle que todo estaba bien.
     Pero no lo estaba.    
     La pátina polvosa de la decadencia se había esparcido con un lustre de polvo de gis en sus aletas, en la dura piel negra que se descascara como la caspa, lista para revelar a algún otro ser debajo de la piel. El cuchillo de Dennis cortó la dorsal, como exigía su forma fotocopiada; cortó su punta, un sándwich de cartílago blanco y negro. Los dientes de aguja fueron lo siguiente: cada uno un estilete de marfil, con un arreglo regular por sus estrechas quijadas, de una manera que había llevado a formular la hipótesis de que podían tal vez actuar como una herramienta sónica, transmitiendo sonidos a sus oídos internos. Sus dientes eran el testamento de una vida de aparente calma y abundante comida, que había llegado a su fin en esta playa trivial. Los transeúntes se detenían para preguntar: «¿Qué clase de animal es éste? ¿Por qué murió?», mientras los trabajadores de los restaurantes nos miraban, sentados en los escalones y fumando cigarrillos antes del inicio del siguiente turno.
     Dennis serruchó la quijada, extrayendo los cuatro dientes requeridos para los análisis. El hueso rechinó contra los dientes de la navaja, las encías se partieron. La peor hora en el sillón del dentista que se pueda imaginar. De dos en dos salieron los dientes. La sangre del animal goteó lentamente en la arena.
     Nuestro trabajo estaba hecho. Pusimos a salvo las muestras en la caja de herramientas de Dennis, con las aletas del cetáceo debidamente marcadas con el acrónimo de la organización de rescate, más víctima de la plaga que espécimen científico. Dejamos atrás, solo en la playa, a un ser alguna vez vivo, listo para ser arrastrado, rodando sin vida, por la siguiente marea, como si las olas confortables de su verdadero hogar pudieran regresarlo a la vida.
     Vivos o muertos, adoptamos la misma posición; del mismo modo aparece mi madre en una fotografía en sepia cuando era joven, sentada en el jardín trasero del hogar suburbano de su familia, con las piernas cruzadas, descansando su peso en el brazo de la silla mientras mira a la cámara, un poco como las estrellas del cine que había visto. Del mismo modo se sentó en la última fotografía que le tomé en nuestro jardín suburbano apenas a una milla de distancia, adoptando, sesenta años después, exactamente la misma pose. La misma pose que, me doy cuenta, yo también adopto inconscientemente mientras me siento y volteo a una cámara que no está ahí.

 

*

 

Salimos navegando del puerto de Provincetown una mañana brillante. En la cámara del timonel me recargo en la consola —un ancho contador cubierto en lo que parece una parodia de madera de Formica de una cocina de los años setenta—, fijando la mirada en los incomprensibles marcadores cubiertos de anillos cromados y válvulas, actualizados con computadoras que despliegan el terreno submarino y una luminosa pantalla verde de radar que, por todo lo que yo sé, también podría estar detectando satélites en el espacio exterior. Una etiqueta adhesiva pegada en la carcasa muestra las instrucciones para la «Comunicación Ante Peligro Marino» para ser transmitida utilizando la radio vhf Sumergible Plus. Detrás de los adhesivos sostenes de tazas para el café está atorada la hoja de la nómina semanal.
     Hoy se encuentra una nueva tripulación, pero todos en el puente están de buen humor, esperando un buen día. Pero cuando el medidor de profundidad indica 206 pies la actitud cambia, abruptamente. Delante, la tierra a estribor —los bajos peñascos arenosos y las dunas del cabo exterior— desaparece de repente en un fuerte derrumbe marino.
     Es como si la visión hubiera llegado al final de una vieja película que corre en un proyector, desvaneciéndose borrosamente en la nada cuando el nitrato ha empezado a arder.      Ominosamente el bote cruza a través del agua que salta, y todo alrededor desaparece: el sol brillante es reemplazado por niebla espesa; la tierra y el cielo se han desvanecido en una nube, y todo lo que nos queda son las pocas yardas de agua debajo y a los lados del bote, y a popa.
     Estamos totalmente aislados, como envueltos en una turbia lana de algodón. Un minuto estamos en un sol festivo, y el otro, en total oscuridad.
     «¿Cómo buscan ballenas en condiciones como éstas?», le pregunto a Lumby, nuestro capitán.
     Su gorra está calada sobre los ojos; no voltea mientras habla, sólo mira fijamente hacia adelante.
     «Es difícil decir “No sé”», confiesa. «Apagaremos los motores y escucharemos el sonido de sus soplidos».
      Lumby traza un rumbo; juega con el mar como con una máquina de pinball. Los ojos siempre al frente, pone un dedo corto y grueso en la pantalla del radar.
     «¿Ves esos parpadeos?», dice, señalando puntos verdes que cambian y se retransforman en la negrura del cuadrado display, juntándose en una masa de manchas que se mueven, discretamente distintas de las fragmentarias del «desorden marino» que produce el sonar cuando es reflejado por las olas.
     «Son las ballenas».
     Las condiciones del mar empeoran. El bote se mueve con su propio peso, sacudiéndose de un lado a otro. Lumby dice que hará un «clima de mierda» esta tarde. Parece que nos movemos incluso más lentamente, como si fuéramos arrastrados de vuelta por la bruma. Mi corazón se hunde. Es mi última vista de ballenas y las cosas no lucen prometedoras. Aun si diéramos con ellas, ¿cómo las veríamos en realidad?
     Entonces, tan repentinamente como caímos en esa niebla, el mar hace erupción alrededor de nosotros. El inquietante silencio es reemplazado por una explosión de soplos y bramidos. Estamos rodeados de ballenas; el agua vive con ellas, haciendo erupción con las exhalaciones de aire de los pulmones enormes. Media hora atrás no podíamos distinguir entre mar y cielo. Ahora estos animales producen su propia niebla, con la espuma de sus espiráculos mezclándose con la neblina.     
     Están comiendo, vorazmente. Bramando, resoplando, levantándose sobre sus autocreadas nubes de burbujas, ocho ballenas a la vez, perforando la superficie con sus bocas negras que parecen de cuervo, cooperando en una orgía de consumición. Es un frenesí visceral, indisputable y sonoro. A diferencia de nosotros las ballenas no vacilan. No protestan ni molestan ni prevarican. No titubean. Ellas actúan, con voracidad, con avidez, y completamente en-el-momento.
     Lumby apaga los motores y sube al puente. Mientras lo hace, una docena de bocas de ballenas se asoman por la proa, amplia y cavernosamente abiertas, como de ranas gigantes, flanqueadas por sus rasposas barbas y con la línea rosa del paladar que parece una rígida lengua. Es un terrible, fantástico avistamiento. Sobrenaturales, podrían ser los monstruos del límite del mundo. Seguimos a Lumby, trepando por la escalera como tratando de escapar de ellas.
     Desde nuestro aéreo nido miramos la escena, a través de la niebla que se levanta. Hay ballenas por todas partes, arremetiendo y sumergiéndose entre burbujas, y ayudándose con la cola para concentrar los peces y alimentarse mejor, como si aprovecharan el camuflaje de la niebla para disfrazar su glotonería. Quince jorobadas, quizá más, no las podemos contar, y atrás, distantes, cinco ballenas de aleta, con sus lisos y aún más largos cuerpos dirigiéndose a la misma generosa fuente de comida.
     Todo está vivo consigo mismo. Y como si hubieran sido contagiados por el frenesí de sus madres, los ballenatos comienzan a saltar y a girar entre las olas.
     ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!
     Uno tras otro, con sus cuerpos en forma de perno, se autoeyectan del mar como balas detonadas por pistolas de juguete. No sabemos en qué dirección mirar, con una sensación de confusión que incrementa la niebla aún presente. Lumby mantiene el bote en posición, firmemente. Parece que está dirigiendo toda la escena.     
     «¡Jesucristo!», exclamo, y luego me disculpo por la blasfemia, esperando que los pasajeros allá abajo no me hayan oído.
     «No», dice Liz, la poeta, «es totalmente apropiado».
     Los ballenatos, no contentos con saltar por su cuenta, han comenzado a emerger simultáneamente: dos, tres, cuatro, cinco, todos juntos.
     «Parecen más delfines que ballenas», grito.
     También nosotros parecemos niños.
     El mar, que explota con los neumáticos soplidos de los adultos, estalla completamente con los saltos de sus crías, que crean nuevos géiseres por sí mismas. Pronto caemos en superlativos y maldiciones. John, nuestro segundo oficial, está mudo. Después, en la relajación posterior a lo que habíamos atestiguado, con una especie de emoción, de pena apologética, confiesa que, de entre sus siete mil quinientos viajes, éste es uno para recordar. Liz y yo, independientemente, les diremos a los pasajeros —en caso de que asuman que este tipo de cosas ocurre todos los días en esta esquina del Banco Stellwagen— que éste es uno de los mejores días en el mar que podamos recordar. Pero entonces, como con el clima, siempre se olvida lo que ha sucedido, ante la pasión del momento presente.
     Entonces miro a Lumpy.  
     Bajo la visera de su gorra, tirando del Camel aferrado en su puño, mientras todo el mar alrededor nuestro está vivo y lleno de animales, él también sonríe, para sí mismo, como si finalmente lo hubiera descubierto todo. O como si la escena, todavía más asombrosa por lo poco auspicioso de su preludio, fuera una reivindicación de sus habilidades, lejos de las de los biólogos o científicos o escritores.
     Lumby nunca ha tomado una fotografía de una ballena. No la necesita. Ahí están todas ellas, en su cabeza.
     Y así, regresamos a nuestras ordinarias vidas. Desde el momento en que el bote atraca, la memoria comienza a evaporarse junto con la niebla. De regreso en Provincetown hace un brillante día soleado, en una tierra enteramente diferente. Lo que ocurrió allá afuera, en el mar, parece ser tragado por la bruma que dejamos atrás, junto con sus secretos. Yo salgo al sótano lounge de un aeropuerto internacional, Liz se prepara para su viaje al Ártico, y Lumby irá y beberá en el bar Veteran’s; todos a nuestra manera olvidamos y recordamos.
     Y mientras tanto, allá lejos, las ballenas continúan con sus vidas, sin ser observadas por nosotros, emergiendo en alguna niebla que no hemos visto, sin que les importe nuestra existencia. 

Traducción del inglés de Luis Alberto Pérez Amezcua

Stellwagen Bank es zona natural protegida, una meseta submarina situada en la boca de la bahía de Massachusetts, formada por los mismos procesos que formaron el Cape Code exterior. La protección incluye paseos turísticos y actividades educativas controladas. (N. del T.).

Este procedimiento alimenticio, llamado en inglés kick-feeding, no halla una exacta traducción al español. Se trata de un coletazo que logra concentrar a los peces para ser más fácilmente atrapados por las ballenas. (N. del T.).

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