Rosario, Argentina, 1951. Su libro más reciente es La idea natural (Acantilado, 2024).
Todo en él era singular: la sorna, el malhumor, la misantropía y la vestimenta. Tenía una colección entera de trajes de terciopelo azul y nunca le faltaron ni el sombrero bombín ni el paraguas para atravesar la ciudad desde el suburbio paupérrimo donde vivía hasta Montmartre, donde tocaba el piano en un cabaret.
Propenso al aislamiento (y a cierta atonía sexual), a la miniatura y a esa forma sutil del juego que es el arte, fue amigo de Ravel y Debussy, y también de Picasso, Cocteau, Diaghilev, Man Ray, Duchamp, Max Jacob, Apollinaire o Picabia, todos más jóvenes que él, con quienes colaboró en proyectos de cine, teatro y danza.
Mucho es lo que puede decirse de su excentricidad.
Ya a comienzos del siglo XX, antes del surgimiento de las primeras vanguardias, había creado, bajo la égida del rosacruciano Josephin Péladan, la Iglesia Metropolitana de Arte de Cristo, con un solo miembro (él), y había compuesto Ogives, Gimnopédies y Gnossiennes. Más tarde escribió partituras con directivas estrictas (y absurdas) para los intérpretes, inventó la llamada música ambiental y fue autor de numerosas misceláneas, todas comiquísimas, como la conferencia sobre la música y los animales, que publicó en 1920 en la revista Vanity Fair de Nueva York, o los fragmentos de Memorias de un amnésico, que alcanzan por sí solos para hacer trastabillar cualquier orden biempensante.
Más de un siglo después, John Cage, uno de los pioneros de la música experimental norteamericana, lo señaló como su maestro y lo catapultó a la escena internacional. A él le debemos el estreno maratónico, en el Pocket Theatre de Manhattan, de una de sus obras más enigmáticas, Vexations, que consiste en la «diabólica» repetición de un solo motivo ochocientas cuarenta veces.
Sesgo, ironía y anacronismo; impertinencia como categoría estética; desdén por cualquier tipo de inserción canónica: Satie quería concentrarse en su presa más honda (él mismo) con el volumen muy roto y el aburrimiento intacto. Por eso, ningún amigo suyo conoció nunca el cuchitril donde vivía. A su muerte, la policía dejó constancia, en una inspección ocular del inmueble, que había encontrado, además de un piano destartalado y un ejemplar de Las flores del mal, cuatro mil papelitos, con apuntes para pequeños ruidos, dibujos de edificios mentales, e instrumentos musicales absurdos.
Nada, en síntesis, que perteneciera al Libro de la Realidad.