Epidemia / Vicente Alfonso

De lejos se veía como una mancha flotando en el agua verdosa; en medio del océano como un nido de sargazos. No era ni la sombra del cadáver recio que debió ser días antes: el sol lo había lamido, el mar lo había escaldado. Cuando nos acercamos nos dio lástima verlo al garete, sin coronas de flores, sin lápida, sin oportunidad de cumplir la vocación de los muertos, que es regresar al polvo.
    Llevábamos casi siete semanas sin tocar tierra. Así como el barco dejaba atrás una estela de espuma blanquecina que se perdía en el agua, nosotros comenzábamos a abandonar la esperanza del regreso. Y no era por el tiempo, sino por los rumores que llegaban cada vez con más fuerza: se decía que en tierra se había desatado una epidemia, que las víctimas se contaban ya por miles. Eso nos contagiaba de una preocupación oscura que en el rigor de las noches se parecía mucho al miedo.
    Era mediodía cuando lo encontramos. No estaba totalmente desvestido, llevaba un pantalón de tela blanca sucio y roto, guantes en ambas manos y una alpargata en el pie izquierdo. Flotando así, boca abajo, era imposible determinar su origen: los días en el agua salada habían hinchado el cuerpo y nos fue difícil reconocer desde la borda el contorno de lo que podía haber sido un tatuaje en su espalda, pues ahora era sólo un bulto de carne corrupta. Sin embargo, el capitán dio la orden de recuperar los restos y guardarlos en un barril, por si acaso después obteníamos más elementos que permitieran aclarar la identidad de aquel sujeto o al menos la causa de su muerte.
    Allí comenzó la discusión. Era inevitable. El médico a bordo advirtió que la decisión podía ser peligrosa, pues no podíamos descartar que el cuerpo incubara males contagiosos.
    —Usted cumpla con su tarea —ordenó el capitán.
    —Mi tarea es también asesorarle, capitán.
    —Bien, pues ya lo hizo. Suban el cuerpo.
    —Entienda, es un riesgo innecesario —insistió el médico.
    La expresión del capitán se endureció aún más. Algunos de los que fisgoneábamos comenzamos a alejarnos no sólo por temor a que su ira estallara como un cristal contra el suelo, sino porque entendimos que izar al muerto podía ser peligroso si en verdad había sido víctima de la epidemia. Sin que mediara una palabra nos dividimos: una parte de la tripulación, menos de la mitad, miraba desafiante al capitán; el resto exploraba detalles nunca vistos sobre el piso de cubierta, oteaba el húmedo infinito o cruzaba gestos silenciosos y cómplices. Eso sí: nadie se movía.            
    —¡Muévanse, carajo! —gritó el capitán—. ¡Olviden el barril: quiero ver a ese hombre tendido en la cubierta!
    Retardando las acciones, algunos comenzaron la tarea de rescatar la carroña flotante: practicaban con parsimonia los nudos en las cuerdas, respiraban aire salado mientras con largos travesaños acercaban el cuerpo descompuesto.
    —No sea idiota, capitán. Le repito: es peligroso —insistió el médico—. Ya no podemos salvarlo. Lo único que gana es ponernos en riesgo a los demás.
    —¡Cállese! Usted ya cumplió con su deber; le aseguro que ahora yo voy a cumplir con el mío.
    —¡Es una estupidez!
    El capitán no contestó, sólo lanzó un golpe seco al estómago del médico, que cayó pesado y aturdido sobre la cubierta.
    —Tiren a este idiota al agua —ordenó a quienes no participábamos en el rescate del cadáver.
    Así lo hicimos. El médico se ahogaba, manoteaba en medio de un miedo verdoso como el agua mientras los demás hombres extendían el cuerpo putrefacto sobre los tablones salados de cubierta. El viento olía a zozobra.
    Las súplicas del médico manoteando en el agua se oían cada vez menos. O será tal vez que nos concentramos en examinar al muerto. La parte izquierda del rostro estaba mordisqueada por los peces, pero fueron sus manos enguantadas las que nos revelaron su verdadera historia: fue fácil reconocer que también era un médico arrojado por la borda de cualquier otro barco.

 

 

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