Entrevista a Gerardo Deniz (1934-2014)

Myriam Moscona

(Ciudad de México, 1955). Su libro más reciente es León de Lidia (Tusquets, 2022).

A sus dos años, en 1936, salió de Madrid hacia Ginebra. Ahí empezó el primer año de primaria, pero nunca lo terminó. Sus estudios «están llenos de baches: no terminé el primero, jamás hice el segundo, no hice ni dos meses de quinto y así sucesivamente, hasta acabar la prepa a título de suficiencia. Más veinte de asco universitario y adiós pedagogía». En la primaria fue «deplorablemente» aplicado.

«En secundaria me saqué la espina: diez en biología, cero en literatura».

Duras son las bancas, y 
el profesor tampoco tan lúcido.
Con frecuencia se nota que improvisa.
Que falsea tradiciones, anatomías,
para salir del paso.

Tal vez era una sofocante tarde azul cuando Juan Almela eligió llamarse Gerardo Deniz. «Es un pseudónimo para simplificar mi vida». Durante su infancia vivió en muchas casas con pocos libros. «Los libros son caros». Su padre fue restaurador («aunque pudo haber sido un bibliófilo, sólo que jamás tuvo un centavo»). Con su madre tuvo una relación «abominable. Hace tres meses logré enterrarla».

lo infecta todo,
lo amarga todo,
se cuela por debajo de los muebles.
Es un asco.

Deniz cultiva su escritura «muy seriamente», pero sin ninguna disciplina. Cuando empezó a escribir, entre los ocho y nueve años, pergeñó «dos pseudorredondillas de octosílabos rimados en el centro y con los extremos sueltos. Perfectamente medidos. Recuerdo siete de los ocho. La última palabra es un neologismo consciente. Jamás me he atrevido a enseñar esta creación a nadie. Quizá sea la única cosa que no he contado a alguien siquiera una vez».

Pasaron diez años. Le vinieron a la pluma «media docena de chácharas. Lo terrible es que recuerdo grandes fragmentos».

A partir de 1956, a sus veintiún años, escribió «muchas docenas» de textos poéticos. Algunos se recogieron en Adrede. «Hoy en día me es inexplicable por qué sobrevivieron precisamente los que figuran en ese libro. Tal vez debí suprimir, de plano, todo. En cualquier caso, el mundo se salvó casi por completo de una primera época mía, que existió, pero tiré».

El nudo se ha deshecho, la amarra se soltó:
nunca antes sucedió de esta manera.

Escribe con lo que sea y en cualquier lugar. Los materiales de escritura le dan lo mismo. «Cierto poema lo escribí en gran parte en el Metro, en un paquete de cigarros que había ido a comprar a Tacuba». Sus lecturas, en cambio, son menos azarosas. Desecha la sola idea de acercarse a «la teoría de los modos de producción», «a García Márquez» o a cualquier libro en torno al cual se hable mucho. Esos le repugnan. No leyó Bonjour tristesse, prefería Derivados naturales del fenantreno.

El tiempo es deseo y erección: pasa

Autor de siete libros de poesía y de innumerables traducciones, pone cada cosa en su lugar: «Escribir me ha sido siempre muy agradable. Traducir (y demás idioteces editoriales) comenzó siendo la lata indispensable para vivir, pero hoy, después de cuarenta años en ello, me hace vomitar; indispensable aún, es algo repugnante, aborrecible. A estas alturas, casi tanto como otras aversiones innatas (y causa de que no sea yo gerente de una editorial, o algo así), mis repulsiones supremas: vender, manejar gente».

A lo largo de sus hábitos, la única disciplina que ejerció sin darse cuenta de que lo era fue «devorar infinitos artículos de química orgánica, entonces que los tenía a mi alcance. No hablo, por supuesto, de treinta años checando tarjeta a las ocho de la mañana y calentando silla ocho horas: para mí aquello no era disciplina, sino una violencia diaria que la sociedad me infligía».

Suena una marcha de Sousa,
desde el portalón arrojan puñados de caramelos chupados a la plebe
Abro la boca y emito un aullido tradicional en la familia.
Memorable ésa es la palabra.
Yo he nacido.
Adentro, la vida iba en calzoncillos.

Con lo que su memoria conserva del tiempo en que llegó a México «podría escribir un libro». A cambio, ha publicado Verano de 1942, poema donde recoge algunos aspectos de sus primeros días en esta ciudad. Desarrollado con el triángulo «asumido» del erotismo, del sarcasmo y de la erudición, suspende el poema con estas líneas:

Mi infancia, como la mayoría, no fue feliz.
Interesante sí lo era

A pesar de que México fue su tercer lugar de residencia, no se siente exiliado. «Las problemáticas de quienes sí, me joroban prodigiosamente». Su poema toca, sin embargo, el encuentro:

Por calles de jepúblicas del centro,
frente a ostionerías socialistas o cristeras,
tocan
—red cúbica
centrada en las caras—
el guitarrista,
el saxofón ciego,
la tambora.

Lector y relector de Eliot, Paz, Pessoa, Chumacero, Perse, Baudelaire, López Velarde y Góngora, evita otros contactos con la poesía. A sus contemporáneos los lee «lo menos posible, sin excesiva descortesía. Ahora bien, a quienes no son mis contemporáneos, tampoco los leo casi. Escribir me encanta, pero la literatura apenas me interesa. Paradójico, sin duda. Es que yo no vine al mundo para escritor. Escribo porque es la única posibilidad que me queda de hacer algo mío». En ese sentido, su «muletilla favorita» es repetir: «si lo que yo escribo lo escribiera otro, yo dejaría de leerlo a las pocas líneas para siempre».

Vamos pues; no era para tanto. Al fin y al cabo mi poesía no aborda grandes asuntos.

La inspiración, tema al que Octavio Paz dedicó todo un capítulo en El arco y la lira, suscita en Deniz una ironía matizada por la frase: «la inspiración existe; me canso, ganso». Habría que añadir que en él «no se manifiesta escribiendo con los ojos en blanco, una frondosa pluma de ave y emitiendo alaridos sensibles para impresionar a los profanos». Su inspiración transcurre mientras platica con su familia, anotando a hurtadillas algunas palabras o por la calle. «¡Guerra a muerte a la despreciable mitología estereotipada del genio peculiar! Ojalá abunde la peculiaridad, pero que esté en los productos, no en representar farsas». La inspiración llega sin avisar «y se siente sabroso porque trae consigo líneas decisivas. Pero rara vez le salen a uno del cacumen, seguidos, tres o cuatro renglones intachables. Quiero decir: a la inspiración le basta un rato, pero luego tiene que llegar la revisión, el repaso, la autocrítica, una y cien veces. Para esta labor no hace falta esperar ningún “estado de gracia”; es una actividad que puede emprenderse casi en cualquier momento disponible». Orientado, exfumador («ahora es urgente que beba menos»), tiene, salvo contadas excepciones, aversión por la novela. Con voz suave, que contrasta con «cierta inclinación a la agresión (sólo verbal, pero aun así es algo muy feo)», no teme en absoluto la trivialización. «Nunca me ocupo de nada grande y profundo, y si lo hago es en un tono de pitorreo insufrible. En una palabra: el sentirme trivial es, para mí y para lo que escribo, un ingrediente básico y delicioso del sentirme vivo».

y la Poesía
un mercado de sustancias pegajosas.

*Esta semblanza está basada en la publicada en el libro De frente y de perfil: semblanzas de poetas (DDF, 1994), que constituye, quizá, la primera entrevista que dio el poeta sobre su quehacer literario.

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