Entre Rossellini y Moretti / Hugo Hernández Valdivia

 

La Segunda Guerra Mundial había llegado a su fin y el paisaje italiano lucía en ruinas. Y no sólo daban fe de ello los edificios convertidos en montones de escombros y la actividad económica semiparalizada: el desánimo generalizado y el orgullo magullado hacían doblemente dolorosa la inaplazable reconstrucción. Había que recuperar Italia y regresar a su habitual estatura la alta autoestima de los italianos, herederos del mayor imperio que hasta entonces registraba la historia.
    Los cineastas asumieron la responsa-bilidad con vehemencia y congruencia: si Benito Mussolini había fundado Cinecittà, el bendito complejo cinematográfico, para gloria y fanfarria de la burguesía que apoyó sus desproporciones fascistas, los iniciadores del neorrealismo habían de salir a las calles; y si la memoria reciente guardaba comedias insulsas y melodramas intrascendentes, había que dar voz e imagen a los protagonistas del drama que se vivía día a día en las calles mismas de la otrora gloriosa Roma, salir por todos los caminos que llevan a ella (y salen de ella) y registrar las tragedias escenificadas en otras poblaciones, en el medio rural.
    Así tuvo su parto el neorrealismo. Y, en su breve existencia, Roberto Rossellini ocupó el sitio de honor. Si bien es cierto que los historiadores del cine ubican el origen del movimiento en Luchino Visconti y su Ossessione (1943); que otra cinta suya, La tierra tiembla (La terra trema: episodio del mare, 1948), se suele considerar como la más representativa; que las entregas de Vittorio De Sica, El limpiabotas (Sciuscià, 1946) y Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948), se postulan como las más emotivas y memorables, Rossellini no sólo supo condensar las grandes ambiciones del neorrealismo, sino que mantuvo la voluntad de concebir historias que hacían eco a los asuntos que ofrecía la Historia, y aterrizar en el ciudadano común el impacto de los grandes eventos o personajes que aquélla consigna.
    Roma, ciudad abierta (Roma, città aperta, 1945) exhibe las posibilidades que se abrieron con el desmantelamiento de la industria y es representativa en más de un sentido. Comenta Rossellini en «Diez años de cine», un texto que escribió para la revista francesa Cahiers du cinéma y que aparece en el libro El cine revelado, que en 1944 «se gozaba de una inmensa libertad», que la situación permitió a los cineastas «emprender tareas de carácter experimental». Roma… no es precisamente una cinta experimental, pues formal y narrativamente se ubica en un estilo clásico: si bien es cierto que como escenarios sirven las ruinas romanas (y no precisamente las que dejó el Imperio), Rossellini no intenta rupturas radicales ni con el relato en tres actos, ni con el imperio de la continuidad, ni con la iluminación artificial que quiere pasar como natural y aspira a la transparencia. (Mucho más arriesgada es, en este sentido, La tierra tiembla, protagonizada por actores amateurs).
    Roma… fue rodada con poco dinero, y se nota: la diversa calidad de la imagen delata el uso de diferentes tipos de película virgen; las rupturas en la continuidad de la fotografía muestran que no se revisó el material durante el rodaje. Rossellini filmaba conforme conseguía recursos y no fue posible programar visionados de los rushes porque no había presupuesto para revelar el negativo y hacer el positivado conforme se avanzaba en el rodaje. Su valor está en la oportunidad para ajustar cuentas con la Historia reciente, en el buen trato que da al tema a través de una historia que emociona mientras denuncia.
    En adelante, con Rossellini y más allá, la cinematografía italiana ofrecerá al mundo una irrenunciable voluntad por ocuparse del statu quo. Aunque es cierto que Federico Fellini se convierte en el pilar de esa otra gran veta italiana, que es onírica lo mismo que «granguiñolesca», aun en su cine es perceptible el afán por enraizar sus historias en la realidad, por concebir cintas que ventilan su tiempo, su circunstancia, y que en ficción acogen a la Italia «documental».
    La ambición por la reflexión histórica y política tiene en Pier Paolo Pasolini a uno de sus exponentes más virtuosos. Militante de izquierda, intelectual y poeta, Pasolini dejó ver una agudeza que, literalmente, hizo época: sensible a las olas que hacían las ciencias naturales y las ciencias sociales en los años sesenta, el cineasta supo recoger en sus textos escritos y sus textos fílmicos el espíritu de esa década convulsa, irreverente, cínica. Sus películas, de Accattone (1961) a Salò (1975), son tan honestas como ambiciosas… y a menudo son incómodas.
    Sin ánimo de omitir a ninguno de los grandes autores que nos ha regalado la pródiga cinematografía italiana, es preciso perpetrar una ruptura en la continuidad temporal, una odiosa elipsis, para llegar a Nanni Moretti. Éste condensa, a mi juicio, las diversas tradiciones que se emparentan con el cine en el que es apreciable el inconfundible sello italiano (si acaso, sólo le falta transitar por el spaghetti western): riguroso tanto en el drama como en la comedia, Moretti es un ovni irónicamente ilustrativo; es una rara avis que escribe, produce, actúa y dirige (por lo que, consecuentemente, cabe ubicar el suyo en el rubro de cine de autor), que se tiene a sí mismo como personaje y cuya presencia es habitual en actos políticos.
    El caimán (Il caimano, 2006), su más reciente entrega, da cuenta del eclecticismo que cabe bajo su firma, de su irrenunciable inquietud política. El caimán, en sus palabras, «es una película cómica, no es una película cómica. Es una película política, no es una película política. Es una película optimista, pero es también una película en la que se explica que sobre algunas cosas de ninguna manera se debe bromear». En el título va una advertencia política. Moretti confiesa que fue «tratando de recordar el peligro que es Berlusconi» como escogió «un título que evoca la imagen de una bestia agresiva: el caimán».
    En algún momento de El caimán, uno de los personajes principales (una joven cineasta) se pregunta por qué nadie ha hecho una película sobre Berlusconi, un sujeto que ascendió por medios más que reprochables, cuya riqueza es más que sospechosa y cuya trayectoria es del dominio público. Moretti pone en boca de ese personaje la perplejidad por la ominosa omisión que hasta entonces había hecho el cine. No obstante, su cinta va más allá de la denuncia y la política: es una Italia desentendida y desatendida la que se filtra; un cine italiano que ha perdido la pasión y el compromiso el que se pone en evidencia.
    De Rossellini a Moretti el cine italiano no ha claudicado en la voluntad de comprometerse con su realidad. Así, de los años neorrealistas a la fecha no ha dejado de verse (a) Italia en su cine: acaso es una perogrullada, pero es un valioso ejemplo de cómo un país se (re)inventa en su cine.

 

 

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