Entre el héroe y el villano: la imagen de los científicos / Matiana González Silva

Como si de los rituales de una tribu amazónica se tratara, el mundo científico está lejos, muy lejos, del hombre común. Es cierto que nadie medianamente culto cuestionaría que la Tierra da vueltas alrededor del Sol (aunque nuestros sentidos nos indiquen cada día lo contrario), y que todo el que haya pasado por la escuela quedó convencido de que la ciencia tiene sus cimientos en la observación empírica, la lógica y la racionalidad. Pero si casi nadie ha tomado un café con alguien que se gane su sueldo haciendo ciencia, ¿por qué estamos todos tan de acuerdo en lo que caracteriza a los científicos?
Que la imagen pública de los científicos no es un tema sencillo puede deducirse ya de lo poco que nos cuestionamos cómo es la ciencia. Y aunque, desde el punto de vista de la teoría literaria, no constituye novedad alguna que la literatura es una extraña mezcla de materialización de lo ya dado con las exploraciones de futuros posibles, nunca está de más emprender un paseo por los libros para cobrar conciencia de lo artificioso de nuestras ideas.
    Sacar a la luz los diferentes modelos de científicos en la literatura occidental fue el objetivo del libro publicado por Roslyn Haynes bajo el título From Faust to Strangelove. Representations of the Scientist in Western Literature. Más allá del análisis detallado de los principales rasgos de carácter de los científicos en los textos en los que son protagonistas, el libro constituye un recorrido por las cambiantes relaciones sociales de la ciencia y el conjunto de la sociedad y por los temores y expectativas que la ciencia ha ido generando con el paso del tiempo. No en balde el libro forma parte de la colección de Historia de la Ciencia de la Johns Hopkins University Press, y trasluce la particular mezcla de habilidades de una autora formada originalmente como bioquímica y especializada más tarde en las interacciones entre la ciencia y las humanidades, la simbología y la ciencia ficción.
    El punto de partida del análisis de Haynes es Fausto, el famoso alquimista medieval que vendió su alma al diablo a cambio de obtener conocimiento. Pero para entender el papel que juega actualmente la ciencia entre nosotros, y dada la transformación radical de la estructura científica en el siglo xx, centrémonos mejor en los personajes literarios de este último siglo atribulado, en el que el prestigio de la ciencia atravesó crisis muy serias.
    Ante la omnipresencia de la ciencia y su indispensabilidad para casi cualquier labor contemporánea, «hubiéramos podido esperar que las ideologías del siglo xx glorificasen los logros de la ciencia», escribió Eric Hobsbawm en su ya clásico Historia del siglo xx (1914-1991). Pero, a pesar de lo esperable, la relación del siglo xx con lo que se considera su creación más extraordinaria estuvo marcada por la ambigüedad y, en ocasiones, por el rechazo franco. No hay sino que recordar que la implantación del plástico, sin cuya presencia el mundo nos resulta casi inimaginable, estuvo a punto de naufragar en medio de los movimientos contraculturales de los años setenta, la toma de conciencia ecológica y la desconfianza que generaba el hecho de que fuera un producto sin un correlato natural, y que el propio Einstein no dudó en señalar la incomodidad que le producían las implicaciones probabilísticas de la física cuántica.
    Como factores decisivos del poder militar en épocas de guerra, como destinatarios privilegiados de los fondos públicos que financian sus investigaciones, o simplemente como proveedores de una tecnología que se volvió parte integral de la vida cotidiana pero que casi nadie comprendía, a lo largo del siglo xx los científicos estuvieron presentes en la lista de las preocupaciones de la sociedad, y como tal poblaron también nuestra literatura.
    Heredero del optimismo decimonónico, de la ideología positivista y los grandes inventos como el telégrafo y el foco, el primer arquetipo que identifica Haynes en la ficción del siglo xx es el del científico-héroe cuyo conocimiento está al servicio del mundo para salvarlo de los enemigos, ya sean extraterrestres o simples contrincantes de guerra. El científico-héroe es la encarnación literaria del proyecto ideológico de la propia ciencia y su fe en el progreso, que para los años treinta había consolidado un discurso que equiparaba la supremacía técnica con la supremacía moral.
    Pero a pesar de su importancia y de que a la mayoría nos suenan conocidos, los científicos-héroes constituyen en realidad una minoría frente a los científicos potencialmente peligrosos, ya sea por su maldad, por su amoralidad o por su despiste. Conforme crecía la percepción del poder de la ciencia y resultaba cada vez más difícil ocultar que la bondad de los fines no podía garantizarla nadie, los científicos héroes pasaron a constituir la minoría. No era un miedo nuevo, y ya en 1903, en su discurso de aceptación del premio Nobel, Marie Curie habló de los peligros de que la radiactividad pudiera ser usada para fines maléficos —si bien es cierto que la idea de los científicos temibles se generalizó y que la sociedad, al juzgarlos, casi siempre emitió el veredicto «culpable».
La variedad de científicos malos en la literatura es amplia: desde los que persiguen directamente la destrucción del mundo hasta los que quisieran dominarlo en sus ansias de poder, fama o fortuna. Hay físicos enloquecidos al constatar el papel del azar en la naturaleza, dispuestos  a cualquier cosa por intentar introducir de nuevo el orden, y también biólogos y psicólogos usurpando el papel del Creador, o aliándose con los regímenes totalitarios con el fin de controlarlo todo.
    Los científicos «malos» se suman a otro grupo peligroso también, pero por causas diferentes. Son los científicos deshumanizados, que no persiguen ningún objetivo pero cuyo reduccionismo los vuelve incapaces de comprender la vida en cualquier faceta que no sea la estrictamente intelectual. Enfrascados en su propio trabajo y ajenos a todo lo que no sea sujeto de predicción estadística, el peligro que suponen éstos deriva justamente de su extrema racionalidad, y de que no se preocupan por tomar precauciones para que sus descubrimientos no sean utilizados con fines reprobables. No sólo estos científicos pueden dañar sus entornos más próximos, al ser incapaces de establecer ninguna relación madura, sino que son capaces de todo con tal de seguir adelante con sus investigaciones. En los científicos «amorales» no hay un deseo explícito de hacer el mal, pero sí una idea de que la ciencia debe hacer todo lo que esté a su alcance, independientemente de las consecuencias que ello conlleve.
    No es difícil reconocer al científico amoral en los físicos del proyecto Manhattan y, de hecho, la aparición de estos personajes coincide con las acaloradas discusiones sobre la responsabilidad de los científicos que se desataron tras los bombardeos atómicos sobre Japón. Conviene recordar que las bombas atómicas se presentaron en su momento como un gran logro científico, y el mismo diario francés Le Monde puso como antetítulo «Un gran éxito para la ciencia» en la noticia sobre su lanzamiento en Hiroshima. En opinión de Haynes, la preocupación latente por la amoralidad científica puede atribuirse a cuatro razones principales: la idea de que la ciencia no puede ser sujeto de juicio moral, sino únicamente el uso que se haga de ella; la propaganda de los científicos que afirman que perseguir el conocimiento es intrínsecamente noble y moral; la sensación de inevitabilidad de los descubrimientos, y el desarrollo del trabajo en equipo, de manera pragmática y en el marco de la carrera armamentista, lo que les dio cada vez más poder al tiempo que diluía las responsabilidades. En muchas de estas obras, además, la crítica no se dirigía sólo contra los propios investigadores, sino contra toda la sociedad percibida como despersonalizada y materialista, y que compartía por tanto con la ciencia los valores de la eficacia, la objetividad, la racionalidad y el deseo de conquista, en detrimento de la sensibilidad y lo afectivo.
    Si los científicos malos, impersonales y amorales resultan peligrosos por derecho propio, hay otros peligros que se derivan de quienes hacen ciencia de modo altruista, para verse luego despojados del control sobre sus aplicaciones: científicos que no supieron prever las consecuencias del conocimiento que generaban, o que fueron sometidos a un mandato aun en contra de sus deseos. En la obra Los físicos, de Friedrich Dürrenmatt, el protagonista quema sus teorías porque considera que el riesgo que implican no es asumible para la humanidad; pero para entonces ha perdido incluso la libertad de destruir su propio conocimiento, porque sus investigaciones habían sido copiadas anteriormente. A la posibilidad de verse despojados del control sobre su ciencia se suma la angustia de no poder compartir descubrimientos con colegas por culpa de la clasificación militar y en contra del ideal de ciencia internacional y siempre abierta.
    Frente a la imbricación de la investigación científica en el complejo político militar, los científicos-héroes siguieron apareciendo de vez en cuando, pero sumamente transformados. No bastaba sólo con luchar con los malos, sino que había que intentar mantener la pureza de la investigación científica, superar el reduccionismo cartesiano y ofrecer una nueva visión holística de la realidad.
Haynes identifica además la etapa de la literatura en la que la ciencia aparece cada vez más ajena al control personal con un momento histórico en el que los escritores se enfrentaban a la dificultad de establecer fronteras entre la ficción y lo verdadero. Ya no se trataba de hacer creíble la ciencia ficción, sino de ir más allá de la mera descripción de eventos verdaderos o altamente probables, como los que se esperaba que se derivarían de la ingeniería genética de mediados de los años setenta.
    En pequeños y grandes laboratorios, en las aulas de la universidad, en recónditos parajes africanos o en despachos dotados tan sólo de una computadora, la ciencia se construye cada día con el trabajo de miles y miles de personas. Hay quienes hacen correr electrones a velocidades cercanas a las de la luz en los aceleradores de partículas, y quienes observan el comportamiento de un gorila en lo alto de una montaña; hay quienes pasan el día sentados en un banco a la espera de una reacción química en un tubo de ensayo, y quienes trabajan con modelos matemáticos puros. Hay, en un orden jerárquico, desde técnicos de laboratorio hasta afamados directores de centros a los que se ha otorgado el premio Nobel. Hay gente con traje, gente con bata y gente con shorts, pero en el imaginario colectivo el más sofisticado ingeniero aeronáutico se agrupa en el mismo paquete con el aventurero entomólogo que captura mosquitos en la selva.
    Roslyn Haynes sacó a relucir en su libro modelos de científicos que sorprenden justamente por lo reconocibles que resultan, demostrando que lo que en las altas esferas académicas se ha dado en llamar «representaciones sociales» o arquetipos, son precisamente eso: ideas compartidas dentro de nuestra particular cultura sobre un tema común que nos preocupa.
    Más allá del hombre enfundado en una bata blanca que anuncia las bondades de un nuevo yogurt, o del puñado de científicos famosos de los que todos echamos mano para imaginarnos cómo son el resto, el imaginario colectivo occidental sobre lo que es la ciencia se ha construido también en las páginas de nuestros libros. Si entendemos por mito la narración mediante la que una sociedad determina a sus héroes y villanos y se cuenta a sí misma su historia, estaremos de acuerdo en que los científicos de ficción son, al mismo tiempo, indicio de las cambiantes percepciones del público y una fuente riquísima de nuevos estereotipos. Y esto no es decir poco, teniendo en cuenta que, desde el ferrocarril hasta la bicicleta, y de la teoría de la evolución hasta el calentamiento de la Tierra, ninguna ciencia que el público rechace tiene esperanza.

 

 

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