Enseñanzas del impresor renacentista Aldo Manuzio para la era de internet / Javier Azpeitia

 Enseñanzas del impresor renacentista Aldo Manuzio para la era de internet  / Javier Azpeitia

      La ignorancia viene de la debilidad,
      pero el desprecio del conocimiento
      surge de una voluntad perversa.
      Hugo de San Víctor

 

En la historia del libro, la figura de Aldo Manuzio (Bassiano, ¿1449, 1452?-Venecia, 1515) fue colocada poco después de su muerte en un pedestal del que ya nunca ha bajado: el del mejor impresor de todos los tiempos. Con los años el pedestal provocó que se le adjudicara erróneamente la paternidad de una ristra de avances técnicos: inventor del libro de bolsillo (frente a los mamotretos infolios medievales), de la tipografía romana (frente a la gótica), de la página áurea de márgenes blancos (frente a la página escolástica, plagada de notas al texto), de la venta de libros encuadernados (frente a la de libros en rama); inventor de la marca tipográfica, de la editorial independiente, de la venta por catálogo, del índice, de la edición bilingüe compaginada, de la paginación, del texto promocional, del sistema de puntuación y hasta del punto y coma.
      Leyendas aparte, Manuzio tiene méritos innegables, entre ellos el de utilizar en sus ediciones todos esos avances que ya existían. Además fue, por ejemplo, capaz de imprimir y vender en toda Europa más de treinta ediciones príncipe de clásicos griegos en una época en la que apenas podían leer ese idioma los propios empobrecidos emigrantes del imperio Bizantino. Elevó las tiradas de libros de literatura de trescientos ejemplares a tres mil. Y dio a la prensa el que para muchos sigue siendo el libro más bello impreso nunca, la Hypnerotomachia Poliphili (Venecia, 1499).
      Afortunadamente, el historiador Martin Lowry, en su ensayo The World of Aldus Manutius, despejó en su momento las brumas de las leyendas interpretando razonablemente las certezas documentadas de su vida. Su lectura, de la que este artículo es evidente deudor, me llevó a una convicción: la época en la que Manuzio puso en marcha su imprenta fue en muchos aspectos semejante a la actual. Vivió, como viven los editores de hoy, un cambio de paradigma del libro: en su caso, del libro manuscrito al libro impreso; en el actual, del libro impreso al libro digital. Por eso lo que hizo conforma una lección de máxima utilidad para todos esos editores que ante el cambio de paradigma dudan sobre qué camino tomar.
      Con esa convicción me sumergí durante unos años en su tiempo, para reflejarlo del modo insensato en que entiendo el mundo: a través de la ficción narrativa. Este artículo expone las ideas que generaron esa novela y habrían molestado en su superficie.

 

Paradigmas del libro

Podemos resumir en tres los cambios del paradigma del libro que nos ha dado la historia: el paso del libro oral al manuscrito, el del libro manuscrito al impreso y el del libro impreso al digital. Y si hay algo evidente es que la inquietud que sufren en estos tiempos quienes creen en la necesidad de mejorar la transmisión del conocimiento es del mismo orden.
      A finales del siglo v aec, cuando en Grecia el paso del libro oral al manuscrito ya se había consumado, Sócrates desaconsejaba a sus alumnos que escribieran los conocimientos que les transmitía, alegando que al hacerlo se relajaba el nivel de atención de los propios escribientes y su capacidad para retenerlos en la memoria.
      En el siglo xv, el descubrimiento de la imprenta de tipos móviles canalizó algunos avances tecnológicos previos sin los que el cambio de paradigma de la era Gutenberg no habría podido darse, como la sustitución del formato en rollo o volumen por el del códice, o la sustitución del pergamino por el papel. La imprenta recibió pronto la arremetida de los moralistas: «La pluma es virgen y la imprenta meretriz», clamaba el reaccionario dominico Filippo di Strata. Hasta entonces, conseguir un nuevo ejemplar para la biblioteca propia obligaba a copiarlo durante semanas, lo que establecía entre lector y obra una intensa relación que la imprenta desbarataba. En mayor o menor grado, todos debieron de ser conscientes por entonces de que las facilidades para acceder a la información que provocaba el libro impreso llevaban aparejadas pérdidas en la profundidad con que quedaban grabados los conocimientos en la mente y en la capacidad del lector para recordarlos después.
      Hoy, la llegada del libro digital está forzando un cambio de paradigma cuyas consecuencias son a simple vista bastante parecidas. Quede claro, antes de nada, que con la idea de libro digital no me refiero al libro electrónico o eBook, remedo digital del códice cuyo interés y repercusión se han demostrado ya bastante limitados, sino a lo que verdaderamente está cambiando de manera sustancial nuestros hábitos lectores: la irrupción de internet como centro de acceso a la información. La lectura superficial, y la consecuente incapacidad para concentrarse en el sentido de la información, asimilarla, memorizarla o detectar sus errores son los defectos que enarbolan los detractores de la red. Del mismo modo que quienes la defienden ensalzan la multiplicación de la información que ofrece y el aumento incuestionable de su accesibilidad.

 

El libro del siglo xxi en el espejo del siglo xv

Pero las semejanzas entre los tiempos en que la imprenta cambió el modo de transmisión del conocimiento y los actuales van más allá del simple aumento de la variedad, accesibilidad y velocidad de difusión de la información y del descenso de la profundidad de su asimilación. Veamos algunas de ellas:

 

1. La primera burbuja del libro: crisis de sobreproducción

Con el creciente aumento de la demanda de libros que se produjo desde que en el siglo xii las universidades pusieron a leer a los hijos de nobles, patricios y burgueses, a mediados del siglo xv una máquina capaz de reproducir mecánicamente los textos era una necesidad que muchos buscaban. No es de extrañar que, cuando Gutenberg dio con la imprenta de tipos móviles, mientras ajustaba el proceso de producción, los prestamistas lograran su bancarrota y se quedaran con el negocio. El libro impreso, primer producto mercantil realizado en serie, se convirtió en fuente de riqueza. Las imprentas florecieron en distintas ciudades europeas, y muy pronto, en 1472, se desató una crisis de sobreproducción que llevó a la ruina a impresores y banqueros. Resulta difícil conocer las cifras de aquella primera crisis del libro impreso, pero sabemos que en el año 1500, tras medio siglo de imprenta, se habían realizado entre treinta mil y cuarenta mil ediciones, lo que permite suponer que había cerca de diez millones de ejemplares de libros circulando por Europa (algunos cuadruplican la cifra): los llamados incunables.
      Por tanto, no es ningún disparate hablar de esa crisis del libro como la primera burbuja del naciente capitalismo. En su escala, no fue muy distinta de la de las puntocom en el año 2000 o la que sufre ahora el libro impreso.

 

2. Grandes grupos

La impresión es la primera industria que puso en el mercado un producto realizado en serie, y, como ha ocurrido desde entonces con estos productos, la demanda acumulada disparó la producción. Venecia era entonces capital de un importante imperio comercial que traía de oriente especias, seda y esclavos, y lo distribuía por Europa manejando con soltura la accesibilidad de las muchas y caras fronteras señoriales. El Senado patricio favoreció la instalación de imprentas en la ciudad, varios impresores germanos deslocalizaron allí su negocio, y pronto se convirtió en el centro de producción más importante de libros.
      Las imprentas no eran como los talleres familiares al uso, porque en torno a las máquinas se reunían trabajando en cadena fabricantes de papel, escritores, tipógrafos, componedores, correctores, impresores, encuadernadores, distribuidores, libreros y vendedores viajantes a ferias comerciales como las de Fráncfort y Lyon, lo que obligaba a acuerdos que concluyeron en la formación de empresas de estructura compleja, no demasiado diferentes de los grupos editoriales de hoy. En el momento en que el mercado no pudo absorber los libros producidos, la crisis provocó las asociaciones entre los supervivientes fuertes, que concentraron producción y comercialización.
      Quizá el ejemplo más claro de grupo editorial del siglo xv es la llamada Grande Compagnia de Venecia, producto de la asociación de los dos más importantes conglomerados del libro del momento, encabezados, uno por el impresor francés Nicolas Jenson, y el otro por el comerciante de libros alemán Giovanni da Colonia.
      Pues bien, no sólo las imprentas y las tipografías de ese gran grupo, sino también sus redes de distribución por todo el mundo acabaron en manos del impresor Andrea Torresani. Y ése es el hombre que enseñó el oficio al maestro y gramático Aldo Manuzio, un cuarentón desconocedor del mundo de la imprenta, que llegó a Venecia seducido por su canto de sirena. El primer contacto que hubo entre ambos fue el normal entre impresor y humanista: las prensas de Torresani dieron a la luz una gramática de Manuzio. Después, Torresani casó con su hija a Manuzio para ponerlo bajo su potestad y al frente de buena parte de su negocio. Lejos de ser un independiente, Manuzio apenas llegó a tener un cinco por ciento del taller que llevaba su nombre, probablemente como dote por la boda.
      Los grandes grupos no son una pesadilla de finales del siglo xx, como denunciaba el gran André Schiffrin. Son una pesadilla ligada al nacimiento de la imprenta.

 

3. Texto, mensaje y horror vacui

Al final de la Edad Media los textos literarios clásicos se presentaban siempre acompañados de comentarios cristianizantes al margen, y la letra de los manuscritos era la llamada letra gótica, heredera artificiosa de la letra carolingia del siglo ix. Esos dos hábitos combinados, que sobrecargaban las páginas, se trasladaron casi automáticamente a los libros impresos.
      Pero cuando los impresores llegaron a trabajar a Italia se encontraron con que el gusto de los humanistas italianos no era el mismo que el del resto de europeos: ya Petrarca, que abominaba de los comentarios escolásticos, había clamado en el siglo xiv contra ellos y contra la letra gótica, considerada por él una degeneración de la letra con que se escribía originalmente el latín clásico (por error, en la época se creía que los manuscritos más antiguos que se conservaban eran romanos en vez de carolingios).
      Así que al empezar a trabajar en Italia los impresores se vieron obligados, al menos en sus publicaciones literarias, a fundir tipografías más cercanas a la carolingia y a presentar los textos sin comentarios. Lo hicieron tímidamente los primeros impresores de Italia, Arnold Pannartz y Konrad Sweynheim, con páginas con márgenes en blanco y una tipografía que ahora llamamos semigótica. Jenson y después Manuzio redondearon el trabajo con los tipos romanos que se usan desde entonces.
      Continuando con ese proceso de simplificación, en internet se han prodigado las fuentes de rasgos elementales llamadas palo seco, que antes sólo se usaban en publicaciones infantiles. Pese a ello, las pantallas que abrimos hoy en la web son un ejemplo claro de horror vacui. Con la excusa de posibilitar el acceso a más información en menos tiempo, han sobrecargado hasta el delirio las pantallas de información (de venta más o menos disfrazada, en realidad) con imágenes y vídeos ajenos a su contenido, que además ralentizan los tiempos de carga.

 

4. Técnicas de mercado

La marca tipográfica está asociada a la comercialización de los primeros libros. Ya Fust, el prestamista que le arrebató la imprenta a Gutenberg, y Schöffer, el yerno impresor con que Fust sustituyó al inventor, comercializaron en 1457 el Salterio de Maguncia con su marca impresora grabada en el colofón: un tocón del que cuelgan dos banderolas con símbolos formados por componedores tipográficos. La marca de Nicolas Jenson, un orbe coronado con una cruz patriarcal, vendía tanto que Andrea Torresani la puso sin escrúpulos ni casi variaciones en varios libros. Aldo Manuzio escogió como marca un emblema con el mote latino festina lente, «apresúrate despacio», un delfín enroscado a un ancla que representa de manera afortunada la combinación de cuidado y velocidad con que se debían hacer los trabajos de imprenta. Se convirtió en el logo cultural más famoso de todos los tiempos, pues los compradores lo asociaban con la idea de calidad y exclusividad, como hacen ahora con la manzanita mordida de Apple.
      Las primeras hojas volanderas, hoy llamadas flyers, que conservamos son de Jenson, y tienen esas mismas frases directas y desprejuiciadas de los anuncios actuales. Nadie con un poco de dignidad se atrevería a autopromocionarse con ellas, entonces o ahora, pese a lo que han funcionado asombrosamente en los mercados de todos los tiempos. Su efectividad, como la de las marcas, sólo es posible si hay también entre los compradores esa pulsión irracional e ilusa que ahora llamamos consumismo.

 

5. Exhibir la propiedad del producto

Quizá el verdadero invento de Aldo Manuzio fue el libro de bolsillo. Invento en el sentido etimológico, el de las palabras inventio en latín o heuresis en griego: hallazgo, encuentro, descubrimiento. El libro en formato octavo (es decir, la mitad del formato cuarto o la cuarta parte del formato folio), que por entonces llamaban enquiridión o manual (porque se podía llevar en la mano), y también portátil, de bolsa o de faltriquera, se conocía desde mucho tiempo atrás. Lo idearon a finales del siglo xi los monjes mendicantes para facilitar el transporte de sus breviarios, y tras la salida de los libros del monasterio y su conversión en objeto de propiedad privada, provocada por las primeras universidades, se transformó en indicio de estatus de riqueza, y enseguida aparecieron esos breviarios de lujo que son los libros de horas, a menudo portátiles.
      A partir de 1501, Manuzio decidió presentar los clásicos griegos, latinos y romanos por primera vez en formato portátil, con una cursiva romana que se parecía a la letra apresurada con que escribían los italianos más cultos. Su intención no era abaratar costes: como en sus obras de formato mayor, el blanco predominaba en la doble página y el tamaño de la tipografía era el adecuado para leer. El caso es que Manuzio revolucionó con su invento el mercado del libro, multiplicando por diez las tiradas habituales, pese a coincidir con otra crisis de sobreproducción. ¿Por qué?
      Hasta entonces la literatura, manuscrita o impresa, se presentaba en formato folio, y lo común era que los lectores leyeran aquellos armatostes en mesas con atriles en sus gabinetes. Los aldinos, como empezaron a conocerse los pequeños libros de Manuzio, permitían leer sentado o recostado, a cielo abierto si se prefería, y hasta paseando por la calle, una costumbre que ha dejado de juzgarse excéntrica cuando se ha retomado hoy con la lectura de textos en teléfonos.
      Llevar un libro en la mano era indicio de cultura y riqueza, como hoy los aparatos con la manzanita mordida. Los potentados se retrataban aferrados a sus aldinos como si hubieran sido sorprendidos por el pintor en plena lectura. Y ya no se podía rondar a las mujeres bajo las celosías sin el Cancionero de Petrarca en la mano.
      Este pequeño cambio de hábitos desacralizó de una vez por todas la lectura y la convirtió en esa suerte de rezo impío que es hoy, el acceso al rumor de nuestra especie, que nos conecta en soledad con ella. Y quizá por eso el libro portátil se estableció como formato ideal de lectura de obras literarias a lo largo de los siglos, hasta que los editores del xx descubrieron (o más bien se inventaron, en el sentido moderno de la palabra) que es mejor el formato en cuarto porque, al ocupar más espacio en la mesa de novedades, resulta más visible para el comprador y disminuye la competencia. Después, cuando volvieron a inventar el libro de bolsillo, esta vez con el único fin de abaratar costes y mejorar el beneficio, decidieron ponerle tipos con cuerpos de tamaño ilegible y despreciar el valor de los márgenes.
      A fin de cuentas: Manuzio no inventó nada. Los humanistas de su entorno manuscribían sus libros literarios más queridos en formatos pequeños para poder llevarlos consigo, con letra cursiva, con amplios márgenes y sin comentarios de nadie, porque estaban capacitados para escribir luego ellos mismos sus notas de lectura en los blancos de la página. Lo razonable era que compraran en ese mismo formato los libros impresos, y Manuzio los puso a su disposición lo mejor que pudo.

 

Un editor bajo la dictadura del mercado

Así las cosas, la base de la confluencia entre estas dos épocas de cambio de paradigma del libro, el siglo xv y el nuestro, es sin duda el sometimiento de la cadena de transmisión del conocimiento a los designios irracionales del mercado.
      ¿Por qué fue Aldo Manuzio el escogido, el venerado, al que se le atribuyeron todos esos avances técnicos que no le son achacables? ¿Qué diferencia real hay entre él y el resto de impresores de su época?
      Sólo una: en vez de someterse al mercado sin más, buscó introducir en él los libros que amaba.
      Los impresores que lo precedieron o con los que convivió, absolutamente desinteresados por los contenidos y apoyándose en técnicas publicitarias elementales, se dedicaban a hacer como churros los libros que se vendían (en la época, los religiosos y los legales). La única pretensión de Gutenberg, Fust, Schöffer, Pannartz y Sweinheim, Jenson, Da Colonia, Torresani —orfebres, vendedores, financieros—era imprimir libros deprisa y obtener de su venta el mayor beneficio posible.
      Aldo Manuzio no era un técnico ni un comercial ni un usurero. Había estado rodeado de libros desde que comenzó sus estudios y había desarrollado su carrera leyendo, escribiendo y enseñando. Por eso firmaba una nota introductoria al frente de cada edición sobre la importancia de la obra. No era, en resumidas cuentas, un impresor, sino un intelectual: el primer editor moderno.
      Ése es su verdadero pedestal.
      Como deberían hacer todos los editores, buscaba imprimir los libros que su época necesitaba y mejorar los ya impresos para que cumplieran los requisitos de una lectura en condiciones.
      Su acierto fue aplicar con cordura los avances técnicos de su tiempo a la producción del libro como portador fundamental de contenidos. Al hacerlo contribuyó a convertirlo en símbolo de opulencia y cultura (dos cualidades incompatibles hoy), lo que, paradójicamente, disparó la irracionalidad de su mercado. Pero Aldo probablemente no buscaba eso, sino difundir conocimiento y literatura, porque creía que esa difusión tenía en sí misma un valor. Es lo que había hecho toda la vida, y la imprenta le ofreció la posibilidad de culminar su propósito.

Pequeñas esperanzas

Como la imprenta en sus inicios, internet, el gran libro digital que abrimos cada día, está de momento en manos de técnicos, comerciantes y financieros. Los beneficios que obtienen se producen principalmente a través de la venta de los terminales de acceso, de la intermediación comercial de productos tradicionales digitalizados o no, o de la publicidad, cuya presencia abruma a los lectores.
      Así las cosas, no es extraño que la disparatada idea de que el valor de los contenidos tiende a cero haya sido expresada de muy distintos modos por los nuevos gurús amateur de internet, cuyo ruido anima la tendencia natural a buscar contenidos gratuitos de los supuestos editores actuales, digitales o en papel, comerciantes puros en su mayoría.
      La tecnología es indispensable, en su interacción con la cultura de su tiempo, para mejorar la transmisión del conocimiento. Pese a sus muchos detractores, la técnica de la escritura, primero, y después la técnica de la imprenta ampliaron los modos de concebir, expresar y recibir el conocimiento mejorándolos considerablemente.
      Internet lo hará también, pero hemos de tener paciencia. Basta con darse una vuelta por la web para comprobar que los contenidos interesantes están todavía en su mayoría en libros impresos subidos letra a letra a la nube. Aunque hay más, en general, con excepciones como Wikipedia, permanece escondido tras el ruido.
      Y es que internet aún está en pañales: incunabula, dicho en buen latín. Al principio cualquier avance técnico importante resulta tan deslumbrante que apenas se puede hacer nada de utilidad con él. Internet sirve ahora para crecimiento de empresas sostenidas por los consabidos inversores irresponsables y sin información, lo que las lleva irremediablemente a los habituales desmanes. Pese a que esta situación forma parte del capitalismo que nos devora, y por tanto no va a cambiar, la conciencia de que hay hueco en el mercado irracional para productos hechos con sentido común acabará imponiéndose.
      El magnate del libro del siglo xv Andrea Torresani (cuya necia avaricia reflejó Erasmo de Róterdam en su diálogo satírico Opulentia sordida)descubrió que necesitaba un editor que intentara dar contenido, festina lente, a lo que los demás hacían a lo loco. ¿No habrán de verlo entonces los grandes técnicos y comerciantes de nuestro tiempo, esos reconocidos sabios, como Bill Gates, Jeff Bezzos, Tim Cook, Sundar Pichai…?
      Imposible.

 

 

      Cambridge University Press, 1979.

      El impresor de Venecia, Tusquets, Barcelona, 2016.

      Véase, por ejemplo: http://www.jesusencinar.com/2008/12/el-valor-de-los-contenidos-tiende-a-cero.html.

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