Supe que aquel era el pueblo del que me había hablado mamá cuando noté que el horizonte se encontraba amurallado por montañas simétricas. Quise gritar para sentirme plenamente sola, para ahogarme en el eco circular que se nutría de las raídas casas y las interminables calles. Me dieron ganas de beberme el aire, estoicamente espeso aunque el viento lo agitara, estrellándolo en las paredes. Pero no pude hacer otra cosa más que caminar callada, aturdida de pensar tanto y decir tan poco.
Cuando yo tenía cinco años, ella me prometió que me llevaría a dicho lugar para que nos bañáramos en el riachuelo de aguas termales que nace de las faldas de una de las montañas. Me susurraba el nombre del pueblo de una manera discreta, como escondiendo las sílabas para que ni siquiera Dios descifrara el mantra. Me sonaba a nombre de cielo aquel nombre. Pero aquello es el purgatorio. Un lugar moribundo donde se han muerto hasta los perros y ya no hay ni quien le ladre al silencio; pues en cuanto uno se acostumbra al vendaval que allí sopla, no se oye sino el silencio que hay en todas las soledades.* He olvidado tal nombre, pero no he olvidado los labios de mi madre diciéndolo.
Doblé esquinas y descansé en plazas hasta sorprenderme del tamaño de aquel lugar. A la mitad del pueblo, cuando me santigüé frente a un templo de torres blancas, comencé a escuchar pasos detrás de los míos. El aire muerto no paraba de desplazarse con furia. Dejé que a mis piernas las guiara el viento.
Antes de llegar al otro extremo del poblado, los pasos se volvieron tan nítidos que me di cuenta de que no me seguían, sino que se aproximaban en dirección contraria. Junto a una jacaranda seca me encontré a una mujer que tenía, ni cómo dudarlo, la misma edad que yo. Nos miramos y en seguida nos dimos cuenta de que teníamos los mismos ojos y el mismo color de cabello. Por miedo a que también actuara igual que yo, decidí no moverme. Sospeché por un momento que mi papel en el encuentro no era sino el de espejo, presencia endeble que sólo reafirmaba el respirar de la otra. Me pareció tan familiar encontrarme con ella, como si eso pasara días tras día. La otredad que genera reconocerte en otro cuerpo perturba la retina y atemoriza los labios. Pero ella no era yo. Mi lunar de la nariz lo tenía por encima de las cejas. Su cabello era ligeramente más lacio que el mío. Su piel era un poco más blanca.
Rompió el silencio para decirme que el riachuelo estaba a unos minutos de ahí, que me diera prisa porque ya iba a anochecer. Sin decir más, se dio la vuelta y fatigó las calles empedradas hasta desaparecer del todo.
Leí la inscripción de la tabla donde se especificaban los precios de los helados y los frappés, cuya tarifa se mantuvo intacta desde la época en la que mamá solía llevarme a la cafetería del señor Herrera. Cada vez que sacaba buenas calificaciones, ella me premiaba con un barquillo. Me pellizcaba los cachetes y me levantaba en el aire, haciéndome prometer que siempre iba a ser una niña igual de inteligente y responsable.
Aunque mis pies ya no colgaban del banco como lo hacían cuando fui niña, nada había cambiado: los azulejos blancos y negros que se alternaban en el piso parecían recién pulidos, las fotos de la pared colgaban sin empolvarse y el olor a desinfectante aún manaba de la barra. Sentí que las horas se habían olvidado de aquel local.
Cuando me disponía a pararme del banco y retirarme de la desolada cafetería, escuché la puerta de la cocina abrirse. El señor Herrera no apareció para preguntarme, con una sonrisa que torcía su bigote blanco, si mi helado iba a ser, como siempre, de pistache. En cambio, mis ojos me miraron desde el umbral. La mujer cargaba un trapeador que destilaba líquido café. Me sonrió y se dirigió a unas mesas cercanas a la rockola. Introdujo una moneda cuyo valor no distinguí. En el aparato no se escuchó más que ruido blanco. Tarareando una canción inexistente, limpió con un trapeador sucio un suelo que no necesitaba ser limpiado.
Como si la acción la hubiera agotado, se sentó a mi lado, jadeando levemente. Me puse muy nerviosa. Me apoyé en la barra para ponerme de pie, cuando una de sus manos tocó mi brazo derecho. La rockola se calló de golpe. Ella me miró, con una sonrisa triste.
Me dijo que aquel día había fallecido el señor Herrera.
Mis plegarias se ahogaban apenas las pronunciaba. Estuve pidiéndole algo a Dios como si tuviera miedo de que me escuchara. Así lo hice, también, todos los domingos en los que mamá me había levantado desde las diez de la mañana con la intención de llevarme a misa de doce. Me servía el desayuno y luego me metía al baño para que me duchara de prisa, mientras tarareaba canciones que memorizaba gracias a la conjunción de la radio y su invariable cotidianidad. Ya que me secaba el cabello laboriosamente, me lo peinaba en dos trenzas. Media hora después del ritual estético, entrábamos al templo, agarradas de la mano. Me embargó esa vaga noción de que el tiempo no avanzaba o de que yo estaba vetada de la calidez del futuro.
En la plataforma que daba al altar, la silla del cura estaba a punto de vencerse por el peso de tanta ausencia. Claro, entonces vino a mi mente: aquel sacerdote, a diferencia de los demás en la parroquia, daba todo su sermón sentado. Quizá su puesto le otorgaba el privilegio de no pararse. Quizá estaba muy fatigado.
Mamá me hacía confesarme cada domingo. La voz de un párroco taciturno me pedía que rezara un padrenuestro y un avemaría; aunque yo no hacía la gran cosa, en todo caso decir una mentirilla o robarle chicles a la señora de la tienda. El confesionario me causaba cierta claustrofobia. Apenas salía del pequeño cubículo de madera, me dirigía a la banca donde estaba mamá, para rezar mi penitencia.
Hincada, pronunciando mis oraciones faltas de convicción, escuché que avanzaba un taconeo desde el atrio. Ya no existía abyección alguna en mi charla con Dios cuando ella también se hincó, después de persignarse.
Como si desplazara por sus dedos las cuentas de un rosario, tomó las yemas de los míos mientras le murmuraba a la Virgen del altar un fragmento del Eclesiastés: La mujer es más amarga que la muerte.
Leí, riendo, los errores en las hojas de clasificación y registro que tenían los libros en su última página: desde obras escritas por Julio Corteza hasta el Juan Rulfo cuyo autor era Pedro Páramo. La mayoría de dichas hojas tenían mi nombre escrito en pluma azul. Recordé cómo la bibliotecaria me miraba al llevarme un libro cada semana desde que había aprendido a leer.
Mamá se había esforzado en enseñarme a leer antes de que entrara a la primaria. Sin muchas complicaciones, lo logró. Su amor por la literatura era elegante, sin rozar nunca en el masoquismo de la creación. Me inició en las letras con un libro de cuentos infantiles de Jorge Ibargüengoitia. Desde entonces me acompañaba cada jueves a la biblioteca de la delegación. Me recogía después de dos horas de estancia, siempre viéndome con un nuevo libro entre las manos. La llenaba de orgullo presenciar la escena. A mí me llenaba de orgullo que ella fuera mi madre.
Los anaqueles que exhibían los semidesprendidos lomos daban la impresión de querer desplomarse a la soledad del piso. Por primera vez en mucho tiempo, suspiré. Suspiré por la agonía de las novelas y las enciclopedias, abandonadas al polvo y las polillas. Suspiré por la imagen de mis manos tocando libros que aquel día me parecieron ajenos. Suspiré por la melancolía de mi pasado, decidido a protagonizar cruelmente mi presente.
Por melancolía, también, decidí tomar unos cuantos libros para releerlos en casa. Justo cuando me disponía a entregarlos, pensé en mamá llorando. ¿Llorando por qué?… Todos los recuerdos que tenía con ella eran de felicidad plena, ¿por qué habría yo de revivir tan fidedignamente sus manos cubriéndole la parte superior del rostro, mientras su tórax se debatía, espasmódico, entre la silla y la mesa? ¿Por qué precisamente allí tuve que imaginarla tan desolada, tan… lejana?
Una cólera absurda suscitó en mí la certeza que hasta entonces no había carburado: mi madre, por sí sola, era lejanía.
Eché al suelo todos los libros. Me retiré de la biblioteca sin mirar otra cosa que no fuera la puerta.
Supongo que vivir dilatando los recuerdos que más añoramos nos termina obligando a inventar otros más vívidos. La memoria está llena de ausencia, cuando no de mentiras.
Refugiarse en imágenes falsas ayuda a soportar los días, pero convierte a la vigilia en un lugar sin calma. Yo, por ejemplo, sueño todas las noches que crecí teniendo una madre l