El sello discográfico Real World, fundado en 1989, fue un acontecimiento. Su inventor, el músico inglés Peter Gabriel, tuvo la intuición de que ésa era la mejor manera posible de difundir internacionalmente músicas de distintos rumbos del planeta. De pronto nos encontramos en las hoy casi extintas tiendas de discos con artistas africanos, asiáticos o latinoamericanos que convivían en sus estantes con las grandes estrellas del pop inglés y estadounidense. Se nos abría un mundo sonoro novedoso y sorprendente, a pesar de que todas esas músicas tenían un arraigo de muchísimos años en los lugares de donde procedían. Claro que la clasificación musical a la que el sello dio origen —música del mundo, como si no todas las músicas lo fueran—provocó algunas burlas y reproches. Pero finalmente el membrete no era sino una necesidad del mercado: había que tener una etiqueta para que las tiendas pudieran ubicar el producto. Tampoco faltaron los detractores: aquellos que acusaban a Gabriel de colonialista, de lucrar con el talento tercermundista.
¿De qué hablamos cuando nos referimos a «músicas étnicas»? En términos generales, y dicho con toda nuestra autosuficiencia, hablamos de todas las músicas «no occidentales». O de aquellas que, aunque ubicadas en alguna porción del mundo occidental, se consideran al margen de éste (la música de los pueblos indígenas mexicanos, por ejemplo). Es decir, de aquellas que pertenecen a la mayor parte del mundo aunque se difundan minoritariamente. ¿Cuántos millones de chinos hay contra cuántos ingleses? ¿Cuántos senegaleses o nigerianos por cuántos franceses? El simplismo es apabullante tomando en cuenta la clasificación más común: Occidente y lo demás. Si sacáramos cuentas, «lo demás» sería algo así como ochenta y cinco por ciento del total. Y aun en el terreno de lo meramente étnico, o de la world music, hay serias dificultades para nuestros afanes clasificatorios, pues ahí cabrían lo mismo el son tradicional cubano que la música indonesia. Peor aún, cabrían también algunos experimentos interraciales, los cuales algunas veces tienen ya poco que ver con las músicas étnicas originales, pues en realidad son músicas occidentales que integran algunos elementos que no lo son.
Pero lo cierto es que Real World puso la lámpara en artistas a quienes nos habría tomado mucho más tiempo conocer: Nusrat Fateh Ali Khan, Papa Wemba, Geoffrey Oryema, Joseph Arthur, Sheila Chandra, Baaba Maal y muchísimos más: hasta el día de hoy, treinta años después, son doscientos treinta los discos que han editado. La intuición no salió de la nada: Gabriel ya llevaba algunos años, desde 1982, embarcado en la aventura de womad (World of Music, Arts & Dance), el festival que hasta nuestros días sigue siendo exitoso, que se replica en varios países y que tiene como finalidad promover a artistas de todos los rincones del mundo. El paso natural era grabar a esos artistas en condiciones óptimas, editar las grabaciones y difundirlas de manera eficiente. Así nació Real World Recordscon la edición de Passion, el disco basado en la banda sonora escrita por Peter Gabriel para la polémica película de Martin Scorsese The Last Temptation of Christ, y que incluía a artistas como Youssou N’Dour, Shankar, Djalma Correa, Hossam Ramzy y otros más.
Ya que estamos con Peter Gabriel, será justo calificarlo de personaje singular, desde los tiempos en que conducía los excesos teatrales y musicales de Genesis en su época «progresiva», con canciones extensas y llenas de cambios, discos conceptuales, alardes virtuosos que buscaban intencionalmente darle al rock un estatus de seriedad, convencer de que no era solamente una música visceral de tres acordes. Luego vinieron sus discos como solista, oscuros y siempre en la búsqueda de una expresión personal. Después el gran éxito mundial en 1986 de su álbum So, y luego su ya citado interés por la música de otras latitudes. Todo ello le ha dado una posición aparte en el panorama musical, a pesar de que para algunos sus discos recientes no han sido tan satisfactorios. Cuando Gabriel cumplió sesenta años, lo festejó de manera peculiar con la aparición de Scratch my Back, que fue un reto sorprendente en varios sentidos: en primer lugar por la selección musical: canciones de otros en versiones que no se parecen a las originales; en segundo lugar, porque decidió no usar guitarras ni baterías ni teclados electrónicos, sino solamente piano, orquesta y coros ocasionales para acompañar su voz inconfundible.
Peter Gabriel no ha sido, por supuesto, el único músico anglosajón con curiosidad e interés por adentrarse en las músicas de otros lugares, llamémosles, exóticos. Paul Simon lo hizo desde sus lejanas épocas de dueto con Art Garfunkel, cuando incluyó en sus canciones sonidos sudamericanos —su versión de «El cóndorpasa», por ejemplo— y géneros caribeños como el reggae y el calypso. Luego su interés por la música africana —ya en su época de solista, en el disco Graceland— le redituó premios, ventas millonarias y, hay que reconocerlo, críticas de quienes lo vieron como una especie de imperialista ventajoso. (A Sting le pasó algo similar cuando produjo, en 1985, su disco The Dream of the Blue Turtles, para el que recurrió a un grupo de jazzistas: el güero inglés sacando provecho a los virtuosos negritos menospreciados). Graceland, de Paul Simon, nos presentó al grupo vocal Ladysmith Black Mambazo, al guitarrista Ray Phiri, a The Gaza Sisters, al acordeonista Forere Motloheloa, y nos introdujo a ciertos géneros de la música africana como el mbaqanga o el isicathamiya, además de darse el lujo de incluir a invitados como Linda Ronstadt o Los Lobos. Después se acercó a Brasil en su disco The Rhythm of the Saints, para el que invitó a instrumentistas brasileños que aportaron innegable talento al exitoso resultado final.
Por su parte, a David Byrne, con su sello Luaka Bop —fundado coincidentemente en la misma época que Real World, en 1988 y que sigue activísimo promoviendo y editando nueva música—, también le dio por buscar talentos ocultos para el mercado occidental y produjo discos de Tom Ze, Silvio Rodríguez, Zap Mama, Os Mutantes o Susana Baca, por citar unos cuantos.
Uno de los mayores descubrimientos de Real World fue, sin duda, Nusrat Fateh Ali Khan, el más grande exponente del qawwali —la música devocional de los sufíes—, quien cantaba sentado, pesaba más de ciento treinta kilos, tenía problemas en el hígado y los riñones y murió en 1997 a los cuarenta y ocho años de edad. (Casualmente, Nusrat falleció un 16 de agosto, al igual que Robert Johnson, el genio del blues de quien tomé inspiración para titular esta columna: Crossroads).
Y precisamente para la celebración por el trigésimo aniversario de Real World Records se incluye la edición de dos discos de Nusrat Fateh Ali Khan, uno inédito grabado en 1985, y la reedición del maravilloso Night Song,realizado en colaboración con el productor Michael Brook. También se editará el recopilatorio Worldwide 30 Years of Real World Music.
Por lo que se ve, aun con los actuales cambios de hábitos en el consumo de la música, a contracorriente de la facilidad con la que se tienen las músicas de todas partes al alcance de un clic y con las dificultades para interesar a nuevos oyentes, la aventura ideada por Peter Gabriel hace treinta años sigue viva, audaz y con intenciones de seducir a otros públicos con estas músicas mundiales que suenan, pese a todo.