Hace muchos años escuché una hermosísima canción, «Fado tropical», compuesta por quien es, a mi modo de ver —y, con tan notables autores en ese país, es probable que me arrepienta de tan contundente aseveración—, el mayor compositor de Brasil, Chico Buarque. Pero la versión que escuché entonces la cantaba en francés el enorme músico nacido en Alejandría, George Moustaki. Conocí después la versión original de Chico, escrita para una especie de comedia musical con pretensiones históricas que hizo junto al cineasta Ruy Guerra, y que se llamó Calabar o Elogio de la traición. El tal Calabar es, según la historia oficial brasileña, el gran traidor de la patria, que se alió en el siglo xvii a los portugueses, pero Chico y Ruy plantearon una especie de reivindicación del personaje que provocó la censura del gobierno militar de Brasil a principios de los setenta. La canción incluía algunas partes habladas, como ésta:
Sabes, en el fondo yo soy un sentimental, todos hemos heredado en la sangre lusitana una buena dosis de lirismo (además de la sífilis, claro). Incluso cuando mis manos están ocupadas en torturar y engañar, mi corazón cierra los ojos y sinceramente llora…
Y su estribillo recalcaba:
¡Ay, esta tierra todavía va a cumplir su ideal:
es probable que se convierta en un enorme Portugal!
¡Ay, esta tierra todavía va a cumplir su ideal:
y se convertirá en un imperio colonial!
La versión de Moustaki le daba un giro y hablaba, entre otras cosas, del golpe militar en Chile, de la guerra de Vietnam y de los perseguidos políticos en distintos lugares.
España está crucificada, torturamos en Chile,
la guerra de Vietnam sigue en el olvido […]
Camaradas perseguidos en las ciudades
encerrados en los estadios, deportados a las islas […]
¿No ven venir esa llama que ilumina el futuro?
Las dos versiones son hermosas y en ambas destaca el uso de la guitarra portuguesa haciendo una melodía fascinante. ¿Un fado —la música más famosa de Portugal— tropical? Acaso ése haya sido mi primer acercamiento musical —sesgado, ciertamente— con Portugal.
A lo largo de los años he conocido a algunas intérpretes de fado, empezando por Amália Rodrigues y siguiendo con las más recientes Misia, Ana Moura o Dulce Pontes. Ellas me han seducido, como a muchos otros, con su ánimo melancólico, de donde acaso provenga la famosa saudade portuguesa. Y, claro, también sucumbí en algún momento a Teresa Salgueiro, la front woman de Madredeus, el grupo que llevó la música de Portugal a todo el mundo, en especial gracias a la película de Wim Wenders Historia de Lisboa, aquélla en la que un ingeniero de sonido tiene la encomienda de grabar para una película lo que suena en la ciudad y queda fascinado con Teresa, con su voz y con los rincones de la capital lusitana que nos va mostrando poco a poco.
Tuve una única oportunidad, en 1999, de ver y escuchar en Guadalajara a Madredeus en el inusual escenario del Auditorio Pedro Arrupe del iteso y quedé encantado, no solamente con la voz de la Salgueiro, sino con la sutileza y el buen gusto de los arreglos y con la excelencia en la ejecución de los instrumentistas.
Un año antes —1998— se había realizado la última gran exposición mundial del siglo xx en la capital portuguesa, a orillas del Tajo. Por cuestiones profesionales —y más que nada por suertudo— me tocó estar unos días en aquella gran feria. Por la importancia de aquella Expo, los demás países europeos invirtieron fuerte para el lucimiento de Portugal. Los recintos construidos por arquitectos como Santiago Calatrava, Álvaro Siza o Regino Cruz eran impresionantes y contrastaban con el aire medieval de las partes viejas de la ciudad. Me tocó ver espectáculos musicales formidables y un despliegue inolvidable de fuegos artificiales que surgía de la mitad del río. Pero también caminé por las torcidas calles en la parte antigua de Lisboa, llenas de sonidos y aromas.
Hoy, a pocas semanas de la finalización del Mundial de futbol, donde resonó con fuerza el nombre del más famoso portugués de estos días, Cristiano Ronaldo, pienso que Portugal es mucho más que eso, y recuerdo las palabras finales de aquella versión de Moustaki:
A aquellos que ya no creen en su ideal
diles que un clavel rojo ha florecido en
[Portugal,
y esa nueva flor de Portugal
puede marcar el fin de un imperio colonial.