Uno está obligado a tomar decisiones importantes a una edad inconveniente: por ejemplo, a los dieciocho, un momento en el que sabemos tan poco de casi todo, debemos elegir con qué carrera nos ganaremos la vida. Aunque hay vocaciones que se manifiestan muy temprano por diversos y a veces misteriosos motivos —la influencia paterna, alguna lectura o película inspiradoras—, lo común es que al alcanzar la mayoría de edad estemos tan perdidos como turista en Pekín.
A los dieciocho coincidí con varios amigos que tenían inclinaciones artísticas en una carrera universitaria que era una especie de paraguas donde cabíamos con cierta facilidad: aspirantes a músicos, fotógrafos o escritores llegábamos a Ciencias de la Comunicación con la indecisa esperanza de que ahí descubriríamos una manera alterna de sobrevivir sin tener que elegir el conservatorio o la escuela de letras o la de cine, opciones que a los ojos familiares eran casi de terror. No me arrepiento del todo —y creo que tampoco mis viejos amigos—, pues creo que efectivamente encontramos espíritus afines que nos permitieron seguir en lo nuestro, aprender de los otros y descubrir alternativas para subsistir con algún decoro. Aún no sé si fue la mejor decisión, pero por lo visto no fue tan mala.
Sin embargo, hay una trampa: se supone que uno elige fatalmente aquello a lo que se dedicará el resto de sus días, como si la vida fuera una sola, como si no existiera el azar que nos abre aquí y allá caminos alternos. Y es ahí donde surge la pregunta: ¿se debe —y se puede— vivir la vida de una sola manera? Hay quienes siguen ese precepto sin chistar, se casan y permanecen en la misma relación por siempre, inician un negocio que habrán de heredar a sus hijos, comen en los mismos restaurantes y beben las mismas cubas libres. Pero también abundan los casos diferentes que provocan sorpresa y hasta desasosiego.
Hace algunos días leí que mi admirado compositor Paul Simon tomaba la decisión de retirarse de esa peculiar forma de vida que son las giras. A mis setenta y seis ya no estoy en edad, quiero dedicarme más a mi familia, murió mi guitarrista y amigo Vincent N’guini, es tiempo de detenerme, dijo con otras palabras el músico que durante muchísimos años ha compuesto canciones memorables, las ha grabado y luego ha emprendido el agotador periplo de tocar en ciudades distintas cada día durante meses. (Claro que su anuncio incluyó la noticia de que su gira de despedida constaría de treinta conciertos en Canadá, Estados Unidos y Europa durante mayo y junio de 2018, lo cual será suficiente para dejarlo extenuado en el seno familiar). Su decisión, comprensible por lo demás, me llevó a pensar en su esposa, Edie Brickel. Sin entrar en detalles sobre su vida personal o profesional, recordé que Edie ganó justa fama en los ochenta con su grupo The New Bohemians, luego grabó un par de discos por su cuenta, y después de su matrimonio con Simon pareció alejarse de los reflectores para dedicarse a formar una familia. No abandonó la música por completo —ha seguido componiendo y grabando—, pero eligió una ruta decepcionante para muchos, aunque, supongo, satisfactoria para ella. Quiso vivir, al menos durante un tiempo, de otra manera. No han faltado insinuadores que con malevolencia afirman que el marido pudo tener que ver en la decisión por una forma de machismo o hasta recelo profesional, pero lo cierto es que ella optó por una carretera distinta que se abría ante ella. Como lo hizo también el viejo compañero de Simon, Art Garfunkel, quien en algún momento de su carrera musical torció el rumbo y se convirtió en actor de cine.
Otros casos vienen a la mente: David Bowie, quien en los setenta se refugió en Suiza y se dedicó principalmente a pintar. Y luego, en 2006, cuando desapareció de manera un tanto misteriosa para resurgir en 2016 con un nuevo disco inesperado. El lugar común nos dice que Bowie era un camaleón que cambiaba de personalidad y se convertía en un nuevo personaje a cada momento. Pero quizás era, simplemente, que no estaba conforme con la única vida que supuestamente debía vivir. En cambio, hay un Bob Dylan que, aun con Nobel ganado, decide que la carretera es la mejor vía posible, y la recorre sin parar, en un Never Ending Tour que acaso terminará con la muerte.
Hace poco conversaba con un compositor que desde muy joven se ha dedicado a escribir música de la llamada «de concierto». Él me expresaba que siempre había tenido intereses diversos, pero que la vida y las circunstancias lo habían llevado por esa ruta musical. Lo decía sin arrepentimiento, aunque me confesaba que ya no estaba tan satisfecho con ello y exploraba seriamente, ahora que tenía más de cincuenta años, otras opciones. Fue a él a quien le escuché esa pregunta: ¿se tiene que vivir la vida de una sola manera?
En estos días de decisiones que se suponen trascendentes —aunque muchos pensamos que todo se reduce a elegir el mal menor—, cabe de nuevo preguntarse: nuestras decisiones, nuestras elecciones, ¿habrán de conducirnos fatalmente por un único camino? O al revés: ¿se abrirán a cada momento nuevas vías? O como lo insinúa el nombre de esta columna: ¿otras encrucijadas donde habrá que optar por una ruta incierta? Claro que, como lo supo en su momento el gran blusero Robert Johnson, las encrucijadas, los crossroads, suelen venir acompañados de sorpresas, y los pactos firmados ahí pueden ser hasta ventajosos.