En la ciudad de las novelas / Antonio Muñoz Molina


Cada tarde, según declinaba el sol, la nieve iba poniéndose rosa en el pico quebrado del Veleta, contra el azul limpio del cielo, en las cumbres de Sierra Nevada. Yo levantaba los ojos del libro que estaba leyendo junto a la ventana y no me cansaba de mirar ese rosa tan puro, que nunca era muy intenso, y que poco a poco palidecía hasta extinguirse, según se escondía el sol, dejando en el pico del Veleta y en el cielo un morado suave que un poco después se disolvía en la noche. La atracción que ejercía sobre mí esa nieve teñida de rosa era algo completamente nuevo en mi vida: quizás la primera experiencia estética consciente no vinculada a la literatura, al cine o a la música. Una experiencia inesperada y gratuita; un acto de atención que cobraba valor por sí mismo, no por venir asociado a la emoción amorosa o a un pasaje en un libro. Los libros me rodeaban en aquel cuarto de alquiler con una abundancia a la vez exaltadora y mareante, porque era la primera vez en mi vida que tenía un poco de dinero, y andaba medio sonámbulo por la ciudad entre los cines y las librerías, viendo películas en versión original que se acumulaban después de años de censura y comprando las novelas que hasta muy poco tiempo antes había deseado con melancolía de hambriento mirándolas en los escaparates.

     Pero el amor por las artes puede ser compatible con la indiferencia hacia el mundo real. Uno tarda en aprender a fijarse en lo que tiene delante de los ojos. Uno puede vivir angustiado por sus propios asuntos, encerrado en la campana a presión de sus obsesiones. Uno puede simplemente pasar necesidad, esperar cada día el pago de una beca que no llega nunca, tener miedo de la policía. La apreciación estética, como supieron muy bien los antiguos, requiere un cierto grado de holganza. El miedo y la penuria no la favorecen. Aquel año escolar de la muerte de Franco, después de muchos agobios, yo tenía una beca que se me antojaba principesca y vivía en una habitación pequeña y luminosa, en un barrio de trabajadores con calles anchas y árboles jóvenes, al final de Granada. Asistía distraídamente a las clases en la universidad, cada vez más interrumpidas por huelgas y asambleas, por los primeros remolinos políticos de la Transición, pero sobre todo leía, iba al cine, caminaba. Y en aquel fervor del descubrimiento de tantos libros mi conciencia se abría al mismo tiempo a la maravilla de la novela y de la ciudad como dos formas de comprimir y de ordenar el mundo, dos construcciones orgánicas y abarcadoras en las que cada experiencia singular, cada detalle, cada historia, cobraban su pleno sentido en la unidad de concepción de la trama.

     Hasta entonces yo había leído las novelas casi tan atolondradamente como había paseado por las ciudades: siguiendo un hilo, deteniéndome en una anécdota, progresando hacia la resolución de un enigma, guiándome por intuiciones que no me dejaban ver nunca la composición global. Como quien escucha una sinfonía percibiendo los motivos como melodías aisladas que suceden por azar. O ni siquiera eso: como una música de fondo. Las ciudades —Úbeda, Madrid— habían sido escenarios borrosos, categorías mentales nacidas de mi vocación de huir o de los espejismos sobre el mundo exterior que alentaban por entonces en las imaginaciones provincianas. Úbeda era simplemente el espacio de mi vida familiar, de los lentos años de la infancia y la adolescencia; Madrid, la capital vaga, tentadora y hostil en la que la pobreza y el apocamiento habían desbaratado en pocos meses cualquier sueño de emancipación personal. Madrid era lugares aislados, fragmentos de experiencia apenas conectados entre sí por un hilo de desolación y distancia: los amaneceres de invierno en la estación de Atocha; un cuarto de pensión; casas de comidas con platos de sopa acuosa sobre manteles de hule; aulas universitarias en las que pocas veces crucé algunas palabras con alguien; un calabozo en la Dirección General de Seguridad; el miedo a las furgonetas grises de la policía; bocadillos de calamares fritos en los soportales de la Plaza Mayor.

     Granada, por primera vez en mi vida, fue la ciudad. No un escenario, ni un telón de fondo, sino un espacio en más de tres dimensiones, porque había que añadir al menos la del pasado y la de la imaginación. Caminar por la calle, internarme en barrios desconocidos, me producía una embriaguez semejante a la de leer durante muchas horas o a la de sumergirme en la oscuridad de una sala de cine. Algunas metáforas de Lorca perdían de pronto su niebla alucinatoria para convertirse en descripciones exactas de la realidad. Un compañero de caminatas de entonces me señaló una tarde el Monte del Sombrero desde los jardines del Triunfo y recitó: «El monte, gato garduño / eriza sus pitas agrias». Y era verdad: el monte tenía un lomo áspero y como erizado en el que resaltaban, sobre el ocre polvoriento de la ladera, las hojas tiesas y puntiagudas de la pita. Uno doblaba de noche un callejón del Albaicín y se encontraba en una plaza recóndita con algún árbol y un aljibe en el centro y un farol en la esquina y el recuerdo era inevitable: «La noche se puso íntima / como una pequeña plaza». Y nada era más estimulante en aquellas caminatas que subir por escaleras y callejones empedrados en una ascensión que parecía que no fuera a acabar nunca y encontrarse de pronto junto a las altas barandas de los miradores desde las que se divisaba la Alhambra al otro lado del barranco del Darro o la amplitud de la Vega esfumándose en la distancia sobre los tejados de las casas y la cúpula y la gran torre cuadrada de la catedral.

 

Dejadme subir al menos

hasta las altas barandas.

Varandales de la luna

Por donde retumba el agua.

 

En las noches de Granada abundaban entonces locos errantes que podían sobresaltarlo a uno si los veía surgir como fantasmas de la oscuridad. Había un hombre que rondaba siempre la avenida llamada entonces de Calvo Sotelo y los jardines del Triunfo, y que se parecía extraordinariamente al mendigo en un dibujo de Picasso: tenía los ojos claros y fijos, el ceño y el perfil de un águila; tenía el pelo desordenado y canoso y la tez cobriza de un profeta alucinado por el sol del desierto, y se vestía con harapos semejantes. No hablaba con nadie: no pedía limosna. Tan sólo murmuraba en voz baja y caminaba siempre, la cabeza inclinada y los ojos fijos en el suelo, arrastrando unos zapatos demasiado grandes en los que debían de bailarle los sucios pies sin calcetines. Se parecía al loco Cardenio de Cervantes: caminaba siempre, de noche y de día, en verano y en invierno, urgido por una prisa que no lo llevaba a ninguna parte, que lo mantenía circularmente preso en la trama de unas pocas calles. Algunas veces, en las noches de mucho frío, se acercaba a las hogueras que encendían los taxistas. Se quedaba de pie, rígido, las manos hundidas en las mangas del abrigo, el fuego brillándole en los ojos de rapaz nocturna. El misterio de su existencia sin pasado y sin semejantes se contagiaba a los callejones en los que aparecía. Era tan parte de la noche como los ecos de los pasos en las calles adoquinadas en las que aún brillaban los rieles ya inútiles de los tranvías, o como el frío húmedo y la niebla y el rumor de la corriente del Darro en la anchura inhóspita de Plaza Nueva, o como la alta sombra fantasmal de la Alhambra.

     Uno aprendía a familiarizarse con los locos igual que con los itinerarios nocturnos de la ciudad. Por la calle de San Jerónimo, alineada de funerarias, vagabundeaba o se apostaba en los quicios de las puertas una mujer demente a la que llamaban María la Borracha, desgarrada y gritona como una aparición de Valle-Inclán. Los estudiantes gamberros la insultaban, por pasar el rato, y María la Borracha montaba en cólera y esgrimía un temible bastón con el que daba mandobles en el aire mientras gritaba blasfemias que resonaban en la calle vacía.

     Uno se educaba como explorador de las presencias de la noche, de la soledad que agigantaba las proporciones de las estatuas en la plaza de la catedral, de los sonidos y de los olores: el sonido del agua oculta tras los muros de esas casas con jardines tapiados a las que llaman cármenes en Granada; el de los pasos que cobraban un eco nítido sobre el pavimento de ladrillo del callejón del Gallo, que termina en una torre llamada de la Cautiva; el sonido rítmico de las máquinas en las que se imprimían los periódicos, que en mi memoria se asocia de inmediato al olor casi alimenticio de la tinta. En la ciudad clausurada, en la noche desierta en la que circulaban ominosas y lentas las furgonetas grises de la policía, sólo parecía que estuvieran despiertos los panaderos y los impresores de los periódicos, y lo mismo que se olía a tinta de periódico recién hecho le confortaba a uno anticipadamente el estómago el olor caliente que emanaba de las panaderías. Un poco más tarde abrían los bares cercanos al mercado de San Agustín, y en ellos se mezclaban los madrugadores tremendos que tomaban un café y una copa de coñac antes de abrir sus pescaderías o sus carnicerías o sus puestos de hortalizas con los señoritos turbios que a veces arrastraban una cohorte de gorrones y flamencos. En las primeras noches calientes de mayo el olor de las flores de azahar inundaba plazas enteras, despertando arrebatos de ternura sin motivo, efusiones sentimentales que concluían en un mareo de felicidad y de congoja. La ciudad era un estado de promesa, una tensión de espera que se agotaba en sí misma, como cuando se avanza por una calle que no se sabe a dónde conduce, se doblan unas cuantas esquinas y cuando más prometedor parece lo que habrá al final se descubre que se ha regresado al punto de partida.

     Cada lugar, cada hora de la ciudad tenía su promesa, su regalo, su descubrimiento. Cada tarde soleada de invierno y de primavera volvía el rosa al pico del Veleta, y la emoción de mirarlo era inseparable de la melancolía de su fugacidad. A los veinte años es muy raro intuir que las cosas no duran. Algunas veces las caminatas nocturnas de conversación con algún amigo duraban hasta los primeros indicios del amanecer, y cuando yo regresaba a mi cuarto alquilado el cansancio extremo acentuaba el insomnio. Ingresaba entonces en el otro reino, el de la lectura, e intuía confusamente que la novela —la que entonces estuviera leyendo, la que deseaba escribir alguna vez— es una ciudad hecha de imaginación y de memoria, de desorden visible y armonía secreta. El amor de las ciudades y el de las novelas estaban hechos de la misma sustancia.

     Más de treinta años después soy el mismo lector ensimismado y haragán que aquel invierno de la muerte de Franco acumulaba libros en su cuarto alquilado. Y cuando camino por una ciudad llevado por el asombro y embriagado por la vida callejera estoy prolongando, a través de la lejanía del tiempo, aquellos paseos por Granada.

 

 

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