El día que cumplió cuarenta años, María del Alma decidió echar a perder su vida. Hasta entonces había sido una hija ejemplar, una mujer ordenada, de formación cristiana en origen, una buena estudiante primero y una buena profesional después, además de ser una esposa competente y fiel, una madre entregada y, por fin, una separada consecuente al comienzo de esta narración. Su madre, una mujer sin más prendas que las que le otorgara la naturaleza ni otra fortuna que su propia voluntad de vivir, la concibió y dio a luz en el único año de relativa felicidad de su matrimonio, es decir, el único en el que no fue maltratada de palabra y de obra por su marido, un macarra pinturero, vago y mentiroso que le dejó tres hijas como recuerdo. María, la primera, llegó a un hogar que aún era digno de tal nombre; a las otras dos, su madre las bautizó con los nombres de Martirio y Angustias, «para que no me olvide nunca», decía a quien quisiera oírlo, «de la vida perra que me ha dado ese desgraciado». Martirio del Alma y Angustias del Alma. Con tales nombres las dejó expuestas a la rechifla o el acoso escolar de sus compañeras: fue una venganza que se convirtió en una patada a su marido en el trasero de las dos niñas. ¿Cómo pudo aquella mujer dejarse seducir por semejante desaprensivo? «Como siempre sucede con las chicas salerosas con la cabeza a pájaros», sentenció su abuelo impávido, cascarrabias y buen conocedor de la línea femenina de la familia. Pero aún es más difícil contestar a la siguiente pregunta: ¿cómo pudo emerger de aquella situación una mujer tan cabal como María? Nadie lo sabe. Lo cierto y verdad es que cursó sus estudios en una escuela pública, acabó el bachillerato, ingresó en la universidad con una beca para hacer Filosofía, especialidad de Filología, se licenció a los veintidós años y remató con una tesina sobre El licenciado Vidriera. Encontró su primer trabajo en una empresa comercializadora de vinos generosos, y todo ello por su propio esfuerzo y con todo mérito. De hecho, podía considerarse un tanto extravagante para una filóloga acabar en la sección de contabilidad de una empresa, pero resultaba congruente como una muestra más del rigor selectivo y la coherencia de la España moderna, siempre a la cabeza de toda improvisación. Unos compañeros de clase, alentados por la retórica de cierto profesor andalucista, la persiguieron por querer pronunciar el idioma a la castellana y no a la andaluza. Alguna vecina envidiosa murmuró a espaldas de su madre: «Y con esas piernas que tiene la criatura, ¿para qué se desvive estudiando?», opinión que su ya voluminosa madre zanjó con su natural gracejo andaluz: «Olvídate, Conchi, que este chocho no lo cata el esaborío de tu hijo».
Y no lo cató, porque fue un ejecutivo joven y animoso de la misma empresa comercializadora de vinos generosos con el que María venía intimando el que se llevó el gato al agua y disfrutó de las hechuras de la criatura con todo el respeto y el provecho que se esperaba de un partido así. Lo disfrutó sólo él, por la fidelidad debida y porque María del Alma tenía, además, buen carácter y, lo que es peor, tuvo tan buen conformar en lo que duró el matrimonio que le faltó poco para desaparecer engullida por el sumidero de la rutina; hasta que descubrió que también ella tenía derecho a disfrutar con arreglo a lo que le pedían el alma y el cuerpo y dejar de ser tanto la sombra del hombre elegido como el recipiente de los envites del mismo. En consecuencia, hizo valer su iniciativa. El otro se lo tomó por la tremenda y María, que tenía su genio, bien es cierto que escondido, pero genio al fin, lo puso en la calle justo al comienzo de este relato y después de algunas escaramuzas previas. Así fue como se encontró celebrando su cuarenta cumpleaños en un hotel de Madrid, adonde se había desplazado con Amalita, una amiga del colegio, dejando a su único hijo en las manos compartidas de los padres de María y de las de su exmarido, que aún no lo era por ley y que reclamó al chico con tan escandaloso tono de protesta y tan excedida muestra de aflicción durante el proceso de separación conyugal que todo el mundo, incluido el juez, dedujo que se quedaba encantado con la solución del reparto, aunque María insistió siempre en que la protesta sólo era de boquilla, que tenía más que ver con el orgullo del macho y el qué dirán. Así las cosas, el niño entendió enseguida que se le abrían tres entradas de dinero procedentes de la triple atención a la que quedaba sujeto.
En fin, superados todos los trámites, oficiales y extraoficiales, más los emocionales cargados de improperios y reproches y alguna que otra lágrima de impotencia, María del Alma se plantó ante sí misma y se dispuso a empezar de nuevo, asesorada por su amiga Amalita. Amalita Muscaria era, según su madre, una amiga venenosa; pertenecía a una de las mejores familias jerezanas, los Muscaria, y ya en el colegio, al contrario que María, que era pobre y retraída, demostró ser alegre y loca por demás y tener la vida asegurada a todo riesgo gracias a la fortuna familiar. Viajó al extranjero, se casó, se divorció, volvió al extranjero y regresó más alegre y loca que la vez anterior. Le gustaban los hombres siempre que tuvieran una buena cuenta corriente en el banco. O sea: ella era lo que María del Alma necesitaba para soltarse el pelo, como le recomendó alguna que otra amiga viéndola consumirse de indecisión mientras buscaba trabajo para borrar de su vida al ejecutivo y padre de su hijo.
María del Alma era una romántica empedernida que respondía a la cruda realidad con sueños de amor y timidez. La cruda realidad era cuanto la rodeaba, incluido su obtuso marido, pero su fuerza interior podía con todo mientras su imaginación pudiera vagar por los reinos de la emoción amorosa. El cine y las novelas clásicas como Ana Karenina, Orgullo y prejuicio o Jane Eyre constituían su apoyo, incluso aunque acabaran mal, como la primera, que la dejó destrozada y sin una lágrima, pero con algo en el cuerpo parecido al «placer trágico» del que hablaba Aristóteles. Madrid era una ciudad llena de promesas cuando María desembarcó en ella. La verdad es que sólo buscaba cambiar de aires por unos días y sacudirse el agobio de su pueblo, pero sin saberlo había nacido con una flor en el culo, como suele decirse, y como el marido, aguijoneado por su afición al porno, no tuvo el cuidado y la delicadeza de tratar el preciado orificio que lo recibía con el cuidado y respeto que exigía ella en su condición de doncella clásica, no hizo sino sumar esta afrenta carnal a las muchas con las que tenía por costumbre vejarla desde que se tensara la relación, bien con las visitas clandestinas a las casas de lenocinio más conocidas de la ciudad, bien dejando caer todo el peso de la vida del hogar sobre su airosa espalda. El caso es que María, que pertenecía a otra generación que la de su madre, al sentirse libre e impelida por la mencionada flor de nacimiento aceptó la sugerencia de su amiga y se plantó con ella en Madrid. Anteriormente sucedió que, aprovechando otra breve estancia en la capital, acudió a saludar a un antiguo contacto profesional y, como sin querer, se encontró comentando con él su deseo de cambiar de residencia; el hombre, repentinamente interesado en ella, movió unos cuantos hilos y a la semana María se encontraba con una llamativa oferta de trabajo, una oferta de trabajo que le venía al pelo en las actuales circunstancias, por lo que decidió aprovechar el impulso de su separación para viajar a Madrid y comprobar si la oferta seguía en pie. Que seguía.
De esta manera, y siempre acompañada por Amalita, a la que su familia cubría todos los gastos, decidieron instalarse en el hotel en que ahora se encontraban, un hotel de cuatro estrellas en el centro de la ciudad pagado por Amalita —que quería celebrar como se debía la entrada de su amiga en la capital del Reino— a la espera de la cita en la que María esperaba que le confirmasen y concretasen la mencionada oferta. Su marido no dijo esta boca es mía al respecto.
—Te digo yo que ese sinvergüenza tiene ya un guayabo a tiro —comentó Amalita.
—¿Quién, mi amigo? —protestó María—. Es un hombre casado y de lo más serio que te puedes imaginar.
—No, mujer, me refiero a tu marido.
—¿Ése? Ya te lo digo yo. Un guayabo o un putón verbenero, le da lo mismo.
—Pues apunta lo que tienes que hacer.
—Empezar a trabajar y, los fines de semana, coger el ave para ir a ver a mi niño, que ahora no me lo puedo traer todavía.
—Mejor cada dos semanas, guárdate algo para ti —le aconsejó Amalita con gesto pícaro.