En la 148 hay un bar donde Sammy toca el contrabajo / Álvaro Cepeda Samudio

Era porque siempre había estado solo. Porque la soledad le había atado las manos a la larga línea de madera de los bares. Y aun en medio de la gente, en el centro de ese tumulto quieto, lleno de otras soledades quizá más profundas que la de él, siempre estaba solo. Se abría paso en el silencio pesado, contenido, casi negro, trabajosamente, pues su soledad era demasiado pequeña y se perdía entre esas soledades tan antiguas y gastadas contra las paredes de las cantinas. Y él no lo sabía. Él estaba solo. Solo con su soledad que todavía era demasiado pequeña para llenarle el cuerpo alto y delgado.

Las veía, a lo largo del bar. Y podía nombrarlas con nombres de mujeres y de hombres. Pero eran solamente soledades. Sammy, Sam Carlton con su gran soledad yendo más allá del tamaño de su pequeño cuerpo, honda, llena de blues y de recuerdos que comenzaban en algún pueblo de Georgia, negra y cada día más y más simple y desesperante. Sammy creía que podía dejar su soledad atada a cualquier bar e irse a Inglaterra. ¿Quién le habría dicho a Sam Carlton que Inglaterra era como Suramérica? ¿Quién cantaría los blues detrás del contrabajo, más alto que él, y frente a la bola plateada del micrófono en L-Bar? Sammy no había hablado con nadie de esto: él lo adivinó, el muchacho alto y delgado, el de la pequeña soledad.

Y Penny Shannon, con su vientre llano donde había fracasado su hijo mulato, diciendo las palabras, nada más las palabras, de los spirituals. Y, sin saberlo, él comenzó a hacer más grande su soledad y la de Penny Shannon.

Y Ritta, alta, dura, fumando unos cigarrillos extraños, que nadie había comprado antes, que ni siquiera comprarían porque nunca le habían preguntado de qué clase eran. Ella simplemente tiraba el paquete plateado, con pequeñas letras azules que nadie sabía qué decían porque no se habían detenido a leerlas, a ponerlas juntas y decir en alta voz el sonido de ellas, no de cada una separadamente sino de todas, unas detrás de otras. Ritta ni siquiera jugaba con el paquete, como hacen todos los fumadores; simplemente, iba sacando uno a uno los cigarrillos, iguales a cualesquiera otros, saliendo iguales de un paquete que era diferente. Sacándolos uno a uno y fumándolos lentamente, demasiado lentamente quizás, y llenando los pequeños ceniceros de colillas iguales, incoloras.

La voz de Sammy venía del back-room, a través de la puerta cerrada. Pero Ritta estaba sentada entre la voz y él, la soledad de Ritta entre la voz de Sammy y la soledad pequeña del muchacho. Y Ritta no dejaba que la voz fuera oída por nadie más que por ella. La perseguía desesperada y aun los más pequeños sonidos los retenía y no dejaba que nadie los oyera. Pero él sabía que Sammy estaba cantando y podía ver las palabras, verlas, no oírlas, pues Ritta se quedaba con todo el sonido. Pero él veía las palabras. Largas, casi informes, pero largas, lentamente largas. Lentas, casi tan lentas como Ritta. Palabras largas y lentas que Sam Carlton había aprendido en Georgia. Algunas de ellas negras. Otras blancas. Pero siempre largas y lentas. Y él veía estas palabras venir desde la soledad de Sammy y no podía comprender por qué eran siempre iguales, las mismas palabras, iguales, invariables, como si Sammy no supiera otra canción. Tal vez no sonaran iguales, pero esto no lo podía decir él, pues Ritta era la dueña de la música. Tal vez para Ritta eran diferentes palabras cada noche. Esto no podía saberlo nunca. Tampoco le interesaba saberlo. Él se quedaba allí, al lado de Ritta, viendo las palabras iguales que Sammy decía frente al micrófono en el back-room, y sientiendo que Ritta trataba de llenar su soledad con la música que Sammy ponía sobre las palabras de las canciones. Pero era tan ancha y tan sola, que ni aun la música podía llenarla. Esto lo había imaginado el muchacho alto y delgado, el de la soledad pequeña. Pero no podría decirlo por seguro. Apenas lo había imaginado. Y luego olvidado otra vez. Como ya había comenzado a olvidar todo.

 

 

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