En el planeta rojo

Jorge Esquinca

Ciudad de México, 1957. Su libro más reciente es El huso de Andrómeda (Medusa Editores / Universidad Autónoma de Nuevo León, 2024).

In memoriam Ray Bradbury

Doylu no podía dormir, no quería dormir

Apenas había cerrado la válvula, tan pronto cesaba el zumbido de las abejas eléctricas y su cuerpo comenzaba a flotar en la neblina elástica de la habitación, volvía a escuchar esas voces. Luego, al cerrar los ojos, veía de nuevo las raras imágenes. 

«Sigues soñando con fantasmas», le había dicho su madre.

Con los ojos muy abiertos, Doylu reclinaba su frente de ámbar en el cristal de su recámara. Afuera, en el desierto de rocas y arena rojiza, comenzaba a levantarse una tormenta. Doylu miraba el metálico fulgor de los canales que se perdían en la distancia y, más allá de las dunas, los montes y los volcanes apagados, un pálido destello, un punto lejano en la oscuridad del cielo nocturno: el planeta azul.

El papá de Doylu era un iluso. Creía que aquel planeta vecino, el tercero por su cercanía con la estrella central, había estado habitado alguna vez. «Islas flotantes emergieron de los océanos y en ellas prosperó la vida, se levantaron ciudades de roca y acero, florecieron magníficas civilizaciones», le había contado.

Doylu abrió la válvula y las abejas eléctricas chisporrotearon reunidas en enjambre sobre su frente. La casa entera dormía con una respiración acompasada, tibia, regulada por el computador central. Luego se deslizó a través del pasillo y con un impulso subió hasta el mirador. Afuera, en la roja llanura, se extendían los canales. «Nuestro sistema circulatorio, la magna obra de nuestros antepasados», le gustaba repetir con voz solemne a su padre durante las tardes en que juntos contemplaban el tupido laberinto, la red que enlazaba las ciudades. 

Afuera crecía la tormenta. Remolinos de arena y guijarros se incrustaban y al instante se disolvían sobre los cristales protectores del mirador en la altura. Sin embargo, todo sucedía en el más perfecto silencio, en el más hermético aislamiento.

De pronto, con toda claridad, con todos sus sentidos en estado de alerta, pudo escuchar las voces, pudo ver una vez más las imágenes de aquel extraño sueño. Eran risas de niños en un día radiante, corrían a orillas de un enorme manto de agua que se acercaba lamiendo sus pies descalzos. Ellos parecían no temerle a esa vasta extensión líquida, saltaban entre la espuma y echaban a correr por una playa de suave arena dorada. Luego volvían, gritando. Entonces, durante unos instantes, Doylu pudo mojar sus propios pies en un mar que nunca había tocado, sus pulmones se llenaron de un aire que nunca había respirado y su piel de ámbar recibió como una caricia el calor del sol.

Al amanecer el papá de Doylu subió al mirador. La tormenta amainaba y en la claridad rojiza aún se dibujaban los contornos de las dos lunas del planeta. Se vieron a los ojos y sus pensamientos se entrelazaron formando una red súbita, familiar.

—Entonces, lo sabes.

—Sí, papá.

Y se quedaron mirando el cielo donde comenzaban a borrarse las estrellas.

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