En el espesor de la carne [Fragmento]

Jean-Marie Blas de Roblès

Sidi Bel Abbes, Argelia, 1954. Este es un fragmento de Dans l’épaisseur de la chair (Zulma, 2017).

A pesar de la lluvia torrencial, un penacho de humo se distinguía sobre el Vesubio cuando Manuel Cortés ingresó a la caseta de mando. Pelorjas había reunido a todos sus oficiales para advertirles sobre su inminente partida. Frente a un mapa de Italia surcado por líneas de lápiz rojo, hizo un resumen rápido de la situación.

Después de haber desembarcado en Sicilia, luego en Calabria y en Salerno, el 8º Ejército británico y el 5º Ejército estadounidense habían tomado Nápoles, pero se encontraban bloqueados por una resistencia alemana sumamente sólida. Tomado por sorpresa ante el avance de los Aliados, el mariscal Kesselring había optado por replegar sus fuerzas en buen orden y proteger Roma estableciendo dos líneas de defensa que aprovechaban al máximo el relieve de la península.

La primera se apoyaba en los Abruzos, a lo largo de un frente que iba desde la desembocadura del Volturno, en el Mediterráneo, hasta Termoli, en el Adriático. La segunda, bautizada como la línea Gustav, se situaba unos cincuenta kilómetros más atrás. Aproximadamente paralela a la línea del Volturno, y aún más fortificada, bloqueaba el valle del Liri, explotando al norte la cadena escarpada de los montes San Croce, San Martino, Cifalco, Belvedere, Cairo, Cassino, y al sur, los montes Aurunci y el Majo.

En un mapa de estado mayor, más detallado, Pelorjas les mostró el escenario de las futuras operaciones. La maniobra de las fuerzas francesas consistía en perforar el frente de los Abruzos a la altura de Pantano y abrirse paso hacia Atina, apoderándose de todas las alturas estratégicas. Los tabores apoyarían a la Segunda División de Infantería Marroquí, que ya estaba en la zona para relevar a los infantes de marina estadounidenses de la 34ª D.I.U.S.

—Tú, pequeño toubib[1] —dijo el comandante—, instalas tu enfermería donde yo esté. Siempre. Pase lo que pase.

Entre las palabras y las cosas, todo se supone que lo sabemos, hay un abismo que la imaginación no puede colmar. Lo indefinido en la orden de Pelorjas, y lo vagamente amenazante, sólo tomó forma dos días después, el 16 de diciembre de 1943, pero con la exactitud fulminante de una reacción química.

Manuel se hundió en la guerra como quien cae en la afasia.

En el principio están las entrañas, primero las de los caballos antes que las de los hombres, infames marañas intestinales entregadas al hostigamiento de las moscas. Los vio partir al amanecer, en una ladera del Pantano: doscientos jinetes marroquíes lanzados al galope contra la metralla, con sus cascos altos sobre el turbante y las franjas gris-negras de sus albornoz de montaña.

Bajo ellos, sus caballos pálidos, pequeños y lanudos, recién desembarcados del Atlas, se destripaban en plena carrera en la luz naciente.

En el principio están los obuses, las minas, los cohetes. A golpes de relámpagos, de chisporroteos centelleantes, a tijeretazos en el cielo, de truenos redoblados, él ve desatarse, hincharse, disiparse, reavivarse en convulsiones súbitas, endurecerse de nuevo, la furia monstruosa que abrasa la tierra, deforma a ciegas el paisaje, lo retuerce, lo lacera, lo embadurna de sangre y sesos, lo aplasta con una trepidación divina.

El maullido de las minas saltarinas, esos crying minnies que te explotan bajo los pies, rebotan y dan volteretas antes de soltar a la altura del hombre su ráfaga de metralla; el silbido de los cohetes incendiarios, expulsados en paquetes de seis desde los nebelwerfer, su amplificación en el espacio hasta confundirse con el grito que se escapa de tu propia garganta; el trueno aberrante de la artillería pesada, las detonaciones de las ametralladoras, la incesante lluvia de escombros, de arcilla, de harapos ensangrentados, todo eso es en lo que se reduce el mundo mientras Manuel avanza con dificultad, trepando por las laderas empinadas y resbaladizas del pantano.

El puesto de socorro avanzado está casi en medio de este caos: Pelorjas se pega al combate como una mosca sobre la carne muerta, y Manuel sigue a su comandante. Los camilleros no deben buscar la enfermería, ha insistido, deben encontrarla. Así que van, van por ellos, pase lo que pase, a pesar de esa grieta en el cielo que anuncia el Apocalipsis.

Le han dado el mismo equipo que a sus camilleros marroquíes: sarouel y gandoura bajo una gruesa djellaba de rayas marrones, tejida con lana y pelo de cabra, supuestamente impermeable. Le han aconsejado guardar su equipo de intervención en la capucha, el koub: vendajes de primeros auxilios y jeringas de morfina. Calcetas de lana sin pie para cubrirse las piernas, un par de sandalias de cuero de buey sin curtir. Hace menos siete grados allá arriba, y bajará hasta los menos treinta, pero la intendencia no ha cumplido; las botas y los snow-boots llegarán mucho después.

Así que camina con túnica de fraile y pies descalzos dentro de sus naâil, con grandes zancadas sobre un suelo cubierto de cadáveres. Entre esos cuerpos blanqueados por la escarcha, algunos aún se mueven, gimen, suplican; otros gritan llorando.

Stena chouïa, toubib,[2] veo uno que se mueve…

Se acercan, verifican; unos segundos para un torniquete o una inyección de morfina, y suben al hombre a una camilla. Seis mulas esperan un poco más abajo, en un resguardo precario. Alí, el mulero, apenas logra mantenerlas en su sitio, pues están aterrorizadas; dos llevan una camilla plegable a cada lado, cuatro tienen albardas que permiten sentar a los heridos. Se cagan encima, las pobres bestias, pero transportan hasta las tiendas esos cuerpos martirizados.

Gritos, órdenes, maldiciones.

—¡Adelante, detrás de mí!

El que dijo eso nunca volverá a caminar: le han volado ambas piernas a la altura de la rodilla. Un joven capitán francés de Constantina tiembla de pies a cabeza mientras lo suturan.

Zidou l’goudem.[3]

Quiere decir lo mismo en bereber, y ese otro, Lakdar, un hombre alto del Drâa, no tiene más que un agujero rojo en el lugar del rostro.

—¡Semilla de ganso! ¡Hijo de becerro! ¡Cara de pedo! ¡Jugo de mono! ¡Escoria de pala de mierda! ¡Vaya, mi cebra, te dieron bien en la jeta!

En el principio están los olores a éter, a fenol, a creosota.

Los catres manchados de orina, vómito y coágulos, lechos de dolor donde desfilan los moribundos, donde uno mismo termina por dormirse, aturdido por el horror y el agotamiento.

Hubo una noche, luego una mañana, y alguna instancia desconocida decidió que todo estaba bien y que no había razón alguna para no continuar. 

[1] Médico.
[2] Espere un poco, doctor.
[3] ¡Adelante!

Versión del francés del autor

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