Eloí­sa vertical [fragmento] / Catalina Murillo

Ganarse la vida

Tienes que ganarte la vida, te dicen, ganarte el pan. Lo que no te dicen es que hay que ser ligeramente esquizofrénico para adaptarse al sistema y poder metérselo en forma de dinero en el bolsillo. Ligeramente esquizofrénico. Ni tanto ni tan poco. Hay gente que puede y gente que no. Los «enfermos mentales», en general, no pueden.
      La fiesta del verano fue para recaudar fondos para A Nai Dragona(La madre dragona, en gallego), asociación cultural que quiere sacar adelante Alejandro, con ayuda de Eloísa y algunos amigos que le ven potencial al asunto. Tiene ya una sede, o más bien todo empezó con la sede: un pazo abandonado que les dejan gratis unos a los que siempre se refieren como «los marqueses» porque de verdad lo son; no termina una de encajar que esto es una monarquía.
      La situación actual está así: de cierta forma, la casa en que viven juntos Eloísa y Alejandro es una vivienda de beneficencia social. Miñoliz se está despoblando; en ese momento cuenta con menos de cinco mil habitantes, y bajando. El turismo es la última esperanza. A cambio de que ayuden a dar vida cultural al pueblo manteniendo vivo y abierto al público los fines de semana el taller de O Muiño, un antiguo taller de artesanos, la alcaldía de Miñoliz les deja a Eloísa y Alejandro la casa en que viven.
      El pazo de los marqueses está a veinte minutos andando del centro de Miñoliz, subiendo un poco, pero Eloísa pasa a buscarme en coche para llevarme. Coge coche, perra y cigarrillos hasta para recorrer trescientos metros.

Llegamos y nos encontramos a Alejandro limpiando. Quiero decir: con un péndulo. Limpia las energías, las armoniza. Es otro de sus trabajos, la radiestesia. Hay gente que paga porque le limpien la casa de «malas vibras», como diría un no iniciado. Alejandro hace girar su péndulo por los rincones, «suavizando» la energía.
      El pazo es una ruina fantástica. Su estado decrépito no le quita majestuosidad. Tiene una vista privilegiada sobre el valle. De verdad parece que va a salir volando.
      —De aquí lo controlo todo —dice Eloísa, y payasea—: je, je, je.
      Ella ha diseñado el logo de la asociación, una dragona con un útero entre llamas o alas de fuego. La idea es que cuando A Nai Dragonaabra al público haya una tienda de suvenires, donde la gente pueda comprar fotos, dibujos y diseños gráficos de Eloísa. Entre otros.
      Alejandro tiene su propia cruzada personal. Quiere vender camisetas y postales. Me enseña la que será su camiseta estrella. Tiene un Cristo crucificado (dibujado por Eloísa). La mirada recorre el flaco y lacerado cuerpo de Jesús de arriba abajo y a los pies se puede leer:

Baja, si eres hombre.
      Resulta muy agresivo. El Cristo clavado en su cruz y la frase de desafío: «Baja, si eres hombre». Miro a Alejandro, extrañada.
      —Como hombre —me explica—, me siento humillado y ofendido por ese tío semidesnudo, sanguinolento y con esa cara sufriente, eternamente clavado a una cruz. Puede que las mujeres os llevéis la peor parte de toda la mitología judeocristiana, pero los hombres también salimos mal parados.
      Zarandea la camiseta como si así pudiera desclavar al Cristo y pregunta:
      —¿Esto es un hombre? ¿Es esto lo que se espera de nosotros? ¿Es esto lo que llevamos venerando dos mil años? Él dijo que se había hecho humano para comprendernos. ¿Por qué se queda ahí en la cruz sufriendo? Si es de carne y hueso como nosotros, si de verdad nos entiende y siente como nosotros, que baje —murmura Alejandro, doblando cuidadosamente la camiseta. Nunca lo oí levantar la voz.
      Cuando terminen de poner a punto el pazo, este y otros diseños estarán a la venta en forma de camisetas, afiches y postales. Alejandro me cuenta que alguna vez quiso poner en marcha una Operación de Comandos para introducirse en las iglesias y descolgar Cristos de sus cruces. Bajar al pobre hombre, lavarle las heridas, vestirlo…
      —Hace unos años estuvimos a punto de hacerlo —dice orgullosa Eloísa.
      Pero Alejandro aclara que a estas alturas es una fantasía. Ahora han decidido cambiar su estrategia, dejar de inmolarse como mosquitos en las velas.
      —Mejor expresarse… Y encima ganarse unas pelas —dice Eloísa, ironizando, pero no se entiende con qué.
      Eloísa asegura que algún día va a demandar al Vaticano.
      —Quiero demandar al Vaticano como institución fraudulenta, que me ha estafado.
      Alejandro enarca las cejas y suspira. Cualquiera imagina el séquito de abogados necesario para semejante hazaña.
      Otra posible fuente de ingresos es la Compañía del Buen Tránsito, un servicio funerario que ellos piensan ofrecer a quien no quiere ser enterrado por un cura en sotana rociando agua bendita; a gente que quiere ser despedida con alegría, sin lloros ni plañideras; gente que cree que no todo empieza y acaba aquí en la Tierra y quiere ser llevada al cementerio a ritmo de samba, por ejemplo. Estas exequias, como tantas desde el inicio de los tiempos, tienen el sentido de ayudar al difunto a desprenderse y a reencontrarse más allá, como quien dice, ayudarle en el tránsito de una vida a otra, eterna o no.
      —Este servicio debe ser pagado de antemano —les dijo el marqués, que les medio ríe las chifladuras y las medio apadrina.
      Pero claro, una cosa es soñar todo esto y otra el día a día. Apenas acaban de reconectar la luz y el agua en el pazo. Dos facturas más a pagar.
      En este otoño se queja Alejandro:
      —Yo estoy agotado. Agotado. Son muchos años. Siempre sin un duro. Viviendo bajo el índice de la proeza, como me dijo un amigo. La gente oye hablar de reiki y radiestesia y piensa en curanderos, incienso y hippies en chancletas. Y la gente tiene razón. En estos terrenos hay mucho charlatán y en ese paquete me meten a mí.
      Subimos a una amplia estancia pintada de blanco donde diseñan y elaboran entre los dos los títeres de los espectáculos de Maya. «Éstos son los que nos dan de comer», dice Alejandro acariciándoles la cabecita. También ganan algo de dinero con las Piruxas, unas brujitas muy originales que manufactura Eloísa y que se venden bastante bien en las ferias.
      —El oficio de titiritero es extemporáneo. Responde a otras épocas, a otras formas de entender la vida. El espectáculo de títeres es la forma primigenia de las artes escénicas, pero ya no tiene sentido —suspira Alejandro y acto seguido se echa a reír—. Como me dijo el marqués: «Tío, tú… pfff… eres pobre, te dedicas al reiki, y encima, como artista, eres titiritero: la puta más barata de todas».
      Eloísa sonríe apenas, pero a Alejandro se le humedecen los ojos con la risa.
      —Tienes que conocer al marqués. Es genial y sincero. Te dice las cosas así, en la cara —dice Alejandro.

 

La sanación de Eloísa marca el inicio de un cambio en sus vidas. La convergencia de amigos, la asociación cultural A Nai Dragona, el pazo gratis, este libro, un vídeo que está haciendo otra amiga… Ha tomado forma una nueva sinergia y Alejandro ha ido consiguiendo mil euritos aquí, mil euritos allá, con su trabajo, ayudas y donativos.
      —Algo se está moviendo, sí —dice sin mucho énfasis y se dispone a limpiar. Se va a una esquina y empieza a hacer girar el péndulo.

Al final de la tarde, se decide que bajemos al pueblo juntos en la furgoneta de Alejandro, su furgoneta fucsia con dibujos psicodélicos. Salimos. Unas viejas como sacadas de una estampa gótica nos miran fijamente, desde la finca de enfrente. Alejandro me explica que cuanto mejor les va, peor les miran en el pueblo. A los paisanos no les hace ninguna gracia verlos utilizar el pazo. «Ahora vais de ricos», dicen.
      Por probar, les dedico a las viejas una gran sonrisa. Fruncen el ceño y aguzan la mirada dudando si me conocen. Pero nada.
      —Es peor. Pensarán que te estás burlando de ellas —dice Alejandro—. Miñoliz es muy duro. Son siglos y siglos de acumulación. Ya lo verás, tú.
      Bajando al pueblo en la furgoneta, Eloísa dice que si ella pudiera encerrarse varias semanas, sin preocupaciones, en absoluta concentración, sin ruido mental de ningún tipo, sin pensar en nada más, con un péndulo, podría acertar el número de la «Primitiva». Asegura incluso haber estado muy cerca de lograrlo. Lo dice convencida y entusiasta. Habla desde el asiento del copiloto, contorsionada hacia mí. Veo a Alejandro por el retrovisor. Suspira, desmoralizado.
      —Hombre, tampoco pido tanto —susurra.
      Las euforias de Eloísa lo ponen en guardia. Supongo que tratando de darme una dimensión más real del problema; al cabo de un rato, Alejandro dice:
      —A veces me gustaría poder comprarme algo de ropa, unos zapatos nuevos, es todo.
      Demasiado dinero puede amargar a una persona, pero demasiado poco también. Alejandro va siempre desaliñado, con ropa que le regalan, no siempre a su medida. Eloísa suelta una risilla.
      —¿Sabes qué le dijo un día mi madre a Alejandro? «Chico, menos mal que tienes buena percha, porque si no, con esa ropa que llevas, parecerías un enano».
      Alejandro y Eloísa se carcajean.
      Me dejan en As Pedras y se alejan en la furgoneta destartalada. Si fuesen millonarios, los respetarían, les llamarían «excéntricos». Pero son pobres y hacen lo que les da la gana. Eso es lo que no les perdonan.
      Qué obra de arte, que les tocase la lotería.

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